7
Al día siguiente, cuando los amigos fueron a tomar café a la habitación de Märtha, se encontraron con el televisor puesto. Una vez servidas las tazas y sentados en el sofá, Lumbreras encendió el reproductor de DVD.
—Tenéis que ver este programa —anunció—. Es un documental sobre las prisiones —agregó al tiempo que corría las cortinas.
—¡Uy! —exclamó Anna-Greta.
Los ancianos degustaron su café con el habitual chorrito de licor de mora y, nada más comenzar el programa, la atmósfera de la habitación se cargó de indignación.
—¡Qué injusto! —Stina esgrimió su lima de uñas—. ¿Lo estáis viendo? Los delincuentes viven mejor que nosotros.
—Y, además, con los impuestos que pagamos... —refunfuñó Anna-Greta.
—Bueno, parte de los impuestos se destina también a la atención a mayores —observó Lumbreras.
—Pero no mucho. Las Administraciones municipales prefieren construir centros deportivos antes que residencias para la tercera edad —objetó Anna-Greta.
—Habría que meter a los políticos en la cárcel —declaró Märtha. Acababa de soltársele un punto. Le costaba trabajo ver la tele y tricotar al mismo tiempo.
—¿En la cárcel? ¡Ahí es donde vamos a mudarnos! —exclamó Lumbreras, pero en ese momento Märtha le propinó una ágil patada en la espinilla.
Habían acordado no precipitarse, porque, si lo hacían, nunca lograrían que se les unieran los demás. Con todo, a lo largo del programa no dejaron de oírse amargos comentarios. Finalmente, Anna-Greta no pudo contenerse más. Se recolocó el moño de la nuca, puso las manos sobre las rodillas y miró gravemente a su alrededor.
—Si los prisioneros viven mejor que nosotros, ¿por qué estamos aquí entonces?
Se hizo un silencio espectral. Märtha la miró boquiabierta, pero recuperó la compostura de inmediato.
—Exacto. ¿Por qué no montamos una pequeña gira de atracos y damos con nuestros huesos en la cárcel?
—Debes de estar de broma... —contestó Anna-Greta con una extraña risita. No se asemejaba a su habitual relincho de caballo, sino más bien al de un poni.
—¿Cómo? ¿Una gira de atracos? ¡Ni hablar! —clamó Stina, que llevaba muy adentro la educación recibida en la Iglesia Libre de Jönköping. No robarás, amén y punto final.
—Pero pensadlo bien. ¿Por qué no? —replicó Märtha, tras lo que se levantó y apagó el televisor—. En realidad, ¿qué tenemos que perder?
—Estás loca. Primero nos conviertes en deportistas y luego en delincuentes. Para todo hay un límite —dijo Rastrillo.
—Solo quería ver vuestra reacción —mintió Märtha.
Entonces se oyó un suspiro generalizado de alivio y la conversación tomó de inmediato otros derroteros. Luego, después de que todos se hubieran marchado, Lumbreras permaneció un rato en el cuarto de Märtha.
—Creo que eso les ha dado que pensar —constató—. Han tenido ocasión de ver algo diferente a la residencia.
—Sí, este ha sido el primer paso. Ahora hay que dejar madurar las cosas —opinó Märtha.
Lumbreras le hizo una súbita caricia en la mejilla.
—¿Sabes qué? Pronto habremos huido de aquí.
—Sí, y no solo eso —respondió Märtha.
Pasó una semana sin que nadie aludiera al programa de televisión. Se hubiera dicho que el asunto les asustara y que nadie se atreviera verdaderamente a abordarlo. Pero mientras Märtha leía su nueva novela policíaca, Crimen en la residencia geriátrica, Lumbreras comenzó con los preparativos. Había ideado unos banderines reflectantes que se adaptaban a los andadores para evitar que los atropellaran en la calle y en ese momento estaba dando los últimos retoques a su invento de la semana.
—Echa un vistazo a esto, Märtha —dijo tendiéndole una gorra roja con cinco agujeritos en la parte delantera—. Presiona la visera y verás.
Märtha cogió la gorra y la apretujó. Inmediatamente, un intenso haz luminoso se proyectó en la habitación.
—Es mejor que una lámpara frontal. Las gorras con diodos pueden venirnos bien en nuestros golpes.
Märtha se echó a reír.
—Eres muy previsor —afirmó en un tono no exento de ternura.
—Pero ahora hacen falta más diodos.
—Si puedo ir a comprar fruta y verdura a la tienda de la esquina, también puedo escaparme a la ferretería. ¿No te parece increíble que tengamos que hacer esto a escondidas? —se preguntó—. ¿Te acuerdas cómo anunciaban la residencia geriátrica? «Un broche de oro a la vida después de los setenta», decían.
—Si el plan sale bien nos irá incluso mejor que eso —sentenció Lumbreras calándose de nuevo la gorra—. Además, en la cárcel seguro que se portan bien con nosotros por ser tan mayores.
—¿No te parece emocionante convertirte en un ladrón? Primero hay que planificar y cometer el delito propiamente dicho, y luego nos aguardan nuevas experiencias en la prisión.
—Justamente. No estamos como para saltar en paracaídas o dar la vuelta al mundo, pero esto va a animar nuestros días —dijo Lumbreras frente a la ventana, con la mirada perdida.
—Aunque tenemos que encontrar un delito inofensivo que no perjudique a nadie —puntualizó Märtha.
—Los de tipo económico son lo suficientemente graves para llevarnos a la cárcel, y eso seguro que nos ayuda a convencer a los demás —apuntó Lumbreras—. A ser posible debemos robar a personas con una cantidad ingente de dinero.
—Eso también aumentará nuestros ingresos —dijo Märtha—. Dejaremos en paz a los ricos que apoyan la investigación y las actividades benéficas. Pero a los que no pagan impuestos y siempre quieren más, a esos sí les podemos desvalijar.
—Depredadores bursátiles, usureros y...
—Sí, a los cegados por la codicia. ¿Te has dado cuenta de que las personas acaudaladas siempre se comparan con alguien aún más rico? Nunca se conforman con lo que tienen. Como no saben compartir, les ayudaremos en esa labor. Les haremos un favor, sencillamente.
—Tal vez ellos no lo vean así, por supuesto —respondió Lumbreras—, pero tienes toda la razón.
Lumbreras había vivido una infancia de bastante escasez, un destino compartido con la mayor parte de los amigos que había tenido durante sus primeros años de vida allá en Sundbyberg. Su padre trabajaba en la fábrica de chocolate Marabou y él ganaba algún dinerillo extra como chico de los recados. No obstante, la fábrica estaba gestionada por un buen equipo directivo que hizo construir un parque para el asueto de los obreros y sus familias. Para Lumbreras esto había supuesto un gesto importante, que le infundiría respeto por aquellos señores con bombín que habían sido capaces de compartir lo suyo. En realidad se sentía tan a gusto en Sundbyberg que optó por quedarse allí, pese a las ofertas recibidas de trabajo y vivienda en Estocolmo al terminar la carrera de Ingeniería. Primero estuvo contratado en una empresa eléctrica, pero después de la muerte de sus padres abrió un taller en la planta baja de la casa familiar. La primera mudanza que había hecho en su vida fue para trasladarse a El Diamante.
—Todo lo que robemos lo meteremos en un fondo de bienes robados. —Märtha se puso la labor de punto sobre las rodillas, colocó bien el ovillo en el sofá y comenzó a tejer la sección trasera de la rebeca.
—¿Fondo de bienes robados? —repitió Lumbreras.
—Invertiremos ahí el dinero, y cuando salgamos de la cárcel lo destinaremos a iniciativas culturales, viviendas para mayores y todo lo demás que el Estado desatiende. ¿No te parece bien?
Lumbreras se mostró de acuerdo y en el transcurso de la tarde estuvieron intercambiándose infinidad de propuestas. A la hora de acostarse ya habían decidido actuar en el lugar del país donde se concentraban los más ricos. Y habían planificado un verdadero golpe, uno de esos que hasta el momento solo habían visto en el cine.