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Nevaba ligeramente cuando Märtha y sus amigos de El Diamante salieron de sus respectivos taxis ante las puertas del Grand Hotel de Estocolmo. Märtha se apercibió entonces de que quizá no fueran a confundirse precisamente entre la multitud. Lumbreras llevaba su gorra roja y todos portaban reflectantes en los andadores. «Para que nadie salga malparado», había explicado el anciano. Además, su propio andador presentaba un aspecto bastante desmañado. Los tubos de acero de los laterales parecían más gruesos que los de Märtha, que se recordó a sí misma que tenía que preguntarle lo que había hecho.

—Los clientes que van al Grand Hotel suelen dejar propina —informó uno de los taxistas.

—Querido mío —terció Märtha—, no vamos al Grand Hotel, sino a los barcos de Waxholm.

—¿Por qué mientes? —susurró Anna-Greta.

—Cualquier delincuente que se precie va dejando pistas falsas tras de sí, como es lógico.

—Pronto le podremos dar todo lo que quiera y más —irrumpió Rastrillo, recibiendo de inmediato en el costado un codazo de Lumbreras.

—¡Chis! Sé un poco más discreto.

—¿Qué me vas a decir tú con esa gorra? Al menos apaga la luz.

Lumbreras se apresuró a oprimir la visera y los diodos se desactivaron. Märtha replegó el banderín reflectante del andador e hizo una seña a Lumbreras para que hiciera lo propio. Así mejor. Los testigos reparaban siempre en los pequeños detalles.

—Ahora comienza la gran aventura —anunció Märtha una vez que se hubieron marchado los taxis. Levantó la vista hacia el Grand Hotel e hizo un gesto con la cabeza en dirección a Lumbreras. Aquello que en un principio habían discutido más bien en broma estaba a punto de hacerse realidad, aunque les hubiera parecido entonces tan remoto. Después de varias semanas ambos habían logrado convencer al resto de sus amigos. En lo más profundo de su ser Märtha temía que alguno de ellos se descolgara. Deseaba tanto poder disfrutar de la vida antes de ir a parar entre rejas... Había tenido una pesadilla en la que uno del grupo se rajaba en el último momento, o, peor aún, los denunciaba antes siquiera de que la Liga de los Pensionistas hubiera tenido ocasión de dar su primer golpe.

Ese nombre fue idea de Stina, y a todos les pareció estupendo. Sonaba tan juvenil... Tal vez el apelativo fuera algo pacato, pero finalmente coincidieron en que lo importante no eran las palabras, sino las acciones. Abuelos Forajidos, propuesto por Märtha, fue rechazado en votación. Al resto del grupo se le antojó demasiado «criminal».

La transición entre viejo desvalido y delincuente en ciernes fue más rápida de lo esperado gracias a la señorita Barbro. De hecho, Märtha había ido a la ferretería para hacer las compras solicitadas por Lumbreras, pero la caligrafía de este era tan deficiente que ni ella ni el comerciante fueron capaces de descifrar lo que había escrito.

—Tendremos que llamar a su amigo —opinó el dependiente.

Märtha, sin pensarlo dos veces, le dio el teléfono de Lumbreras. Cuando reparó en que todas las llamadas privadas pasaban por la centralita de El Diamante ya era demasiado tarde.

—Tengo aquí a una señora mayor con un andador que quiere comprar algo, pero no acabo de entender de qué se trata —explicó el vendedor a la mujer del otro lado del auricular.

Märtha había tratado en vano de poner fin a la llamada, pero la enfermera ya había comprendido que alguien se había escapado de la residencia sin su permiso. Una semana más tarde El Diamante S. A. empezó a sustituir las cerraduras del geriátrico, y Märtha acabó llorando sobre el hombro de Lumbreras y afirmando que todo se había ido al garete.

—Mi pequeña Märtha, no estés triste... Por fin comienza nuestra nueva vida delictiva. Debemos irnos antes de que pongan una nueva cerradura en la puerta de entrada —la consoló Lumbreras antes de sentarse frente al ordenador—. Dijiste que teníamos que localizar a ricos, ¿verdad? Pues aquí están. —Abrió el sitio web del Grand Hotel—. Ahora vamos a hacer una reserva.

—¿En el Grand Hotel? —repuso Märtha tragando saliva. Desde una granja de la localidad escanesa de Brantevik, pasando por un apartamento de dos habitaciones en el barrio de Söder a... ¿un hotel de lujo? Y sus padres que siempre le habían dicho que se contentara con lo que tenía. Volvió a tragar saliva y, armándose de valor, añadió—: ¡Por supuesto! El Grand Hotel, como no podría ser de otro modo.

—Entonces reservamos para todo el mundo el paquete de fiesta, que incluye flores, champán y fruta. Así los tendremos de buen humor.

—¿Y fresas frescas?

—¡Naturalmente! —exclamó con entusiasmo Lumbreras. Se interrumpió en seco—. Pero ¿y si Stina y Anna-Greta se lo pasan demasiado bien en el hotel? Tal vez no quieran ir a la cárcel luego...

—Es un riesgo que debemos correr —contestó Märtha—. Aunque tengo entendido que rodearse de demasiado lujo también puede resultar aburridísimo.

Lumbreras siguió navegando por la página y un momento más tarde ya les había hecho la reserva en suites de lujo y había encargado cinco paquetes de fiesta. Märtha sintió un agradable cosquilleo recorriéndole el cuerpo.

—Disponemos exactamente de cuarenta y ocho horas —informó Lumbreras apagando el ordenador—. El lunes vendrá el cerrajero y para entonces ya tendremos que habernos largado.

 

 

El domingo por la noche, cuando el personal ya se había marchado a casa, los cinco abandonaron la residencia geriátrica con sus respectivos bastones y andadores. Corría la primera semana de marzo, los cielos estaban grises y la nieve flotaba en el aire, pero eso no les importó para nada. Les aguardaba un nuevo período en sus vidas: la fase aventurera. Märtha cerró la puerta del sótano y echó el cerrojo tras ella. Luego frunció los labios y alzó su puño al viento contra El Diamante.

—¡Bribones, eso es lo que sois! Retirando los adornos del árbol de Navidad colmasteis el vaso. ¡Os vais a enterar!

—¿Qué estás diciendo? —se preguntó Anna-Greta, que era un poco dura de oído.

—Que la avaricia rompe el saco.

—Ah, sí, claro... —repuso Anna-Greta.

—Ahora vamos a buscar un taxi —propuso Märtha ajustándose con fuerza el abrigo al cuerpo mientras encabezaba la marcha en dirección a la parada de taxis.

Media hora más tarde ya habían llegado al Grand Hotel. Tras pagar la carrera pusieron rumbo a la entrada del establecimiento. Märtha se detuvo y, con el ánimo en suspenso, elevó la vista hacia ese hotel tan reputado y de rancio abolengo.

—¡Qué imponente edificación! —exclamó—. Lástima que ya no construyan así.

—Lo primero que tendrían que hacer es cerrar las escuelas de arquitectura —sentenció Lumbreras—. No comprendo por qué hay que estudiar varios años para aprender a dibujar bloques cuadrados. Yo ya los sabía hacer con cuatro. Y además me salían mejor...

—Tal vez tendrías que haber sido arquitecto.

—¡Bienvenidos al Grand Hotel! —los interrumpió un elegante conserje con una reverencia.

—Muchas gracias —dijo Märtha al tiempo que trataba de sonreír como una mujer de mundo. Pero por mucho que lo hiciera, podía adivinarse su inseguridad en la voz. Ser prófuga y malhechora al mismo tiempo le resultaba bastante estresante a su edad.