10

 

 

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Stina tras dar varias vueltas a la suite y después de encender fascinada todos los televisores repartidos por ella—. Es difícil saber qué aparato mirar. Y con tantas otras cosas que hay por aquí...

Recorrió con la mirada la suite de lujo. ¿Se sentaban en la biblioteca, tocaban el piano de cola, visitaban su cine privado o simplemente se arrellanaban en el sillón más cercano? Aunque la amplia bañera con su elegante mosaico y la sauna también los tentaba. La camarera les había informado de la posibilidad de encender una luz verde y oír melodías selváticas, o una luz azul si así lo preferían. Tal vez podía simplemente tenderse en la enorme cama de matrimonio con vistas al Palacio Real.

—Puedes observar las estrellas si lo deseas. En el dormitorio hay un telescopio de esos —dijo Lumbreras—. O también, por qué no, apuntarlo hacia el palacio. Seguro que el rey se trae algo interesante entre manos.

—Bueno, en ese caso no estará ahí —señaló Märtha.

—Por cierto, ¿habrá algún aseo por aquí? —se preguntó Rastrillo escudriñando a su alrededor.

—Uno a la derecha, uno dentro del baño y otros dos al fondo —informó Stina.

—Vale, me basta con un inodoro. Como comprenderás no puedo usar cuatro al mismo tiempo...

—También hay cuatro duchas. Puedes ir corriendo de una a otra —añadió Märtha.

Después de deshacer la maleta y tomarse una copa de champán se sentaron en los sillones para un primer repaso de su plan.

—La planificación es fundamental —proclamó Lumbreras—. Tenemos que inspeccionar el hotel. Debemos visitar el spa, tomarnos una copa en el bar, sentarnos en la biblioteca, comer en los restaurantes y confundirnos discretamente con el resto de los clientes. Una vez que sepamos dónde están los más ricachones daremos el golpe.

—¡Ya sé! Hay cuarenta y dos suites de lujo, y muchos de sus inquilinos utilizan las instalaciones del spa y la piscina —explicó Anna-Greta—. Seguro que se llevan sus relojes y pulseras y que los guardan bajo llave.

—¡Exacto! Les robaremos sus objetos de valor. Será muy sencillo. Y esconderemos el botín para poder utilizar el dinero cuando salgamos de la cárcel —dijo Märtha.

—Me parece que has leído demasiadas novelas policiacas —opinó Rastrillo.

—¡Qué va! Los mejores delincuentes cumplen su condena y al ser puestos en libertad echan mano de su dinero. Como, por ejemplo, ese ladrón de trenes inglés y los de aquel robo con helicóptero.

—Entonces nosotros haremos lo mismo —constató Anna-Greta con los ojos radiantes de emoción.

—Escuchadme. Bajemos al spa y efectuemos labores de reconocimiento. Podemos aprovechar también para hacer aquagym en la piscina... —sugirió Märtha.

—Deja, deja... No hemos venido aquí para hacer ejercicio —prorrumpió Rastrillo, quien, tras lograr contenerse, culminó con un simple—: ¡Vaya profeta de la jovialidad estás tú hecha!

—Pero si vamos a robar un montón de cosas, ¿dónde las escondemos? —quiso saber Stina.

—Ya se verá —respondió Märtha, colorada como un gambón al darse cuenta de que se le había escapado ese detalle.

—Prestadme atención. Tenemos que cometer el robo antes de que las autoridades den con nosotros. ¿Por qué no actuamos mañana o pasado mañana? —propuso Lumbreras—. Luego nos quedaremos aquí un tiempo.

—¿Permanecer en el lugar de los hechos? ¡Santo cielo! —Märtha no recordaba haber leído nada similar en ninguna de sus novelas negras—. La escena del crimen es un sitio al que vuelves, no donde te quedas.

—Justo por eso la policía no nos buscará en un primer momento —señaló Lumbreras—. Mejor vamos a vestirnos ahora y nos vemos un poco más tarde en el bar.

Después de que los hombres se fueran, Stina echó un vistazo a las ofertas del hotel mientras se pulía las uñas lenta y metódicamente.

—¿Qué te parece si nos damos un tratamiento de belleza en el spa? —preguntó con la lima de uñas en ristre.

—¿Qué es eso del spa y del tratamiento de belleza? —Märtha lanzó a su amiga una mirada de cansancio.

Stina leía siempre todo lo relacionado con cómo cuidarse del mejor modo posible. A los cincuenta y cinco años se había hecho un lifting, aunque eso era algo que en modo alguno podía comentarse en voz alta. Quería que todos pensaran que era bella por naturaleza y que su hermosura le era innata. Ni siquiera mencionaba lo de su blanqueamiento dental. Tal vez se debiera a la educación recibida. Sus padres le tenían prohibido maquillarse y durante toda su infancia le habían insistido en que eso era pecado. Uno debía mostrar su aspecto natural con orgullo, puesto que todo lo que Dios había creado era un don. De adolescente se vio obligada a maquillarse a escondidas. Ahora ocultaba sus operaciones de estética.

—¿Sabes? —prosiguió la amiga—, hay tratamientos de spa que pueden resolver los bloqueos emocionales y físicos y aportar al cuerpo una placentera serenidad. A ello podemos añadir una mascarilla de ojos para reducir todas las marcas de fatiga y envejecimiento.

—No creo que pueda parecer más joven ni con una mascarilla de cuerpo entero —contestó Märtha.

—El masaje de los puntos marma principales de la zona ocular resulta beneficioso, ya que impulsan al sistema nervioso a mantener vigorizada la musculatura —continuó Stina completamente absorta con la publicidad del hotel.

—Marma... Pero ¿qué es eso? —preguntó Märtha.

—No... Esto es aún mejor —dijo Anna-Greta, que había echado mano al folleto sobre spa y fitness del hotel—. Podemos disfrutar de una sesión de acupuntura facial de sesenta minutos. Las agujas estimulan la producción de colágeno, sustancia que refuerza el tejido conjuntivo del organismo.

—¡Justo lo que estaba echando en falta! —ironizó Märtha con una mueca de resignación.

—El tratamiento vuelve la piel firme y suave —abundó Anna-Greta.

—Firme y suave. Eso es lo que solían decir de mi pecho —comentó Stina con un tono de voz diferente—. Ahora ya no se sabe muy bien...

—Escuchadme. Hemos venido aquí exclusivamente para perpetrar una ronda de atracos. Bajemos ahora al spa —dijo Märtha con voz decidida mientras recogía los folletos—. Pero no os olvidéis en ningún momento del motivo que nos ha traído a este lugar.

Las otras asintieron con la cabeza, se enfundaron el bañador y se cubrieron luego con el albornoz blanco del hotel. Al enfilar la puerta, Märtha se detuvo.

—Cuando lleguemos abajo, fijaos bien dónde están las taquillas en que guardan los relojes, los anillos, el dinero y los demás objetos de valor.

—¿Realmente vamos a delinquir? ¿A cometer delitos de verdad? —explotó Stina de improviso.

—¡Chis! No, es solo una pequeña aventura —respondió Märtha de camino al ascensor dándole unas palmaditas tranquilizadoras en el hombro a su amiga.

Se detuvo en seco. Una sorda inquietud la carcomía por dentro. ¿No vendría ahora Stina a fastidiarlo todo?