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Una mujer elegantemente maquillada las recibió con una sonrisa en la recepción. Junto cuando iba a dirigirles la palabra aparecieron también Lumbreras y Rastrillo. Sus bañadores moteados de los años cincuenta asomaban bajo los albornoces.

—¿Desean una toalla?

—Sí, por favor —contestó Märtha también con una sonrisa.

—Esto me recuerda a cuando fui a Turquía —dijo Rastrillo—. Refinados baños, mosaicos, mujeres y...

—¿Hermosos cantos? —interrumpió Anna-Greta frunciendo los labios—. Qué tiempos aquellos...

Los hombres recogieron sus toallas y fueron a ducharse. Märtha y sus dos amigas, por su parte, desaparecieron en la sección de señoras. Dentro encontraron toda una pared con taquillas numeradas.

—¡Bingo! Fijaos en eso —susurró Märtha encantada mientras daba con el codo un golpecito en el costado a Anna-Greta.

—Parece que nos hubieran estado esperando —dijo ella contando los armarios.

Luego accedieron a una habitación con una piscina de agua fría. En una de las paredes se representaba un típico paisaje de archipiélago nórdico.

—Mirad qué bonito —dijo Stina—. Esta es la exótica Escandinavia por la que los turistas pagan.

—Aunque en realidad sea gratis —observó Anna-Greta.

—Pero lo exclusivo es caro —apuntó Märtha—. Por eso en el Grand Hotel solo se alojan hombres de negocios, jefes de Estado y estrellas del cine.

—Y nosotros —añadió Stina con su voz aflautada.

—Por este hotel han pasado las personas que gobiernan el mundo —continuó Märtha con un ligero vibrato en la voz.

—Pero entonces ¿cómo pueden saber de qué modo vive la gente de la calle? —exclamó Stina.

—Ahí está la cuestión. No lo saben —sentenció Märtha.

—Pero si tú fueras Frank Sinatra, Zarah Leander o una emperatriz no te habrías hospedado en un albergue. Porque de hacerlo nadie se percataría de que eres una estrella —agregó Anna-Greta—. Lo mismo ocurre con Djursholm. La dirección es lo que importa.

Cuando llegaron a la piscina vieron que Lumbreras y Rastrillo ya estaban dentro, nadando acompasadamente a su alrededor. El agua relucía en distintas tonalidades de azul y se percibía un olor refrescante a lavanda y pétalos de rosa. El fondo de la piscina estaba recubierto de grandes losas negras y las cuatro escaleras que ascendían de ella se enmarcaban en altos arcos al estilo romano. Al otro lado del estrecho pasillo de la derecha se vislumbraba un baño turco. STEAM ROOM, podía leerse sobre la puerta.

—Allí al fondo podemos disfrutar de un baño de vapor, de un recubrimiento caliente de madera de abedul para los pies y de un emplaste orgánico de turba —anunció Anna-Greta.

—La turba estimula la respiración y la digestión e infunde calma y armonía —intervino Stina.

—Como ya he dicho no estamos aquí para eso —insistió Märtha.

Lumbreras y Rastrillo, que ya subían por la escalera, parecían contentos y animados.

—Perfecto. Siguiente parada: el baño turco —señaló Lumbreras.

Enfilaron entonces el pasillo y al final de este abrieron las puertas que daban acceso a unas tinieblas acuosas y tomaron asiento. Dentro del baño turco flotaba una niebla húmeda que dificultaba la visibilidad. Había allí un joven, una mujer y un grupito de hombres de mediana edad. Era una estancia bastante espaciosa, equipada con bancos en forma de media luna dispuestos alrededor de una especie de columna o pedestal de color negro que llegaba a la altura de los ojos y que estaba dotada de una boquilla que expulsaba vapor a presión. Se respiraba un ambiente empapado con olor a ramitas de abedul. Hacía calor y en el aire flotaban invisibles gotitas de agua.

—Ahora se me va a torcer el bastón —se lamentó Anna-Greta.

—Pero ¡por Dios! ¿Por qué no lo has dejado en el vestuario? —se quejó a su vez Rastrillo.

—Qué suerte que no te hayas traído el andador, porque se te habría oxidado —replicó Märtha.

Por su parte, Lumbreras observaba fascinado la columna.

—Mmm... Un orificio que desprende un chorro de vapor. Encaja a la perfección —murmuró.

Los cinco permanecieron un instante más dentro del baño turco y luego fueron a ducharse. Tras darse una nueva vuelta por las taquillas cogieron el ascensor para regresar a sus habitaciones.

—¿Lo habéis visto? Las taquillas no tienen llave. Se abren y cierran con tarjetas de plástico —comentó Märtha una vez que se hubieron sentado en el sofá.

—En la sección de caballeros son iguales. —Rastrillo suspiró.

—Ni siquiera tienen una banda magnética. Cada tarjeta está asociada a una contraseña que abre los armarios, pero allí abajo hay seguro más de trescientos. Aunque descifráramos el código de una de las tarjetas nos quedarían doscientas noventa y nueve.

Un silencio sombrío se apoderó de la habitación. Todo el mundo comprendía lo que aquello significaba. Nadie tocó el champán y Lumbreras comenzó a retorcerse incómodamente en su asiento.

—Se me ocurrirá algo para mañana —dijo.

—Propongo entonces que nos volvamos a citar aquí mañana, a las diez en punto, para repasar lo que vamos a hacer —sugirió Anna-Greta, que en su banco estaba habituada a las reuniones matutinas.

—¿Antes de dar el golpe? —preguntó Stina con un hilo de voz.

—¡Exacto! —respondieron Lumbreras y Märtha al unísono.

—Cuando algo es realmente complicado la solución siempre suele ser sencilla. Una cosa en la que nadie ha pensado antes —sostuvo Märtha—. Bajemos ahora a comer. Eso suele ayudar.

—Y a cargar la cuenta a la habitación —agregó Anna-Greta.

 

 

Ataviados con sus mejores galas tomaron asiento en el Veranda. En este restaurante de forma alargada, que recordaba más bien a una de las cubiertas del Titanic, las mesas ya preparadas se disponían junto a los enormes ventanales.

—Tal vez no convenga sentarse cerca de las ventanas —reflexionó Märtha—. No vaya a ser que alguien nos descubra y vuelvan a meternos en la residencia.

—Nadie se fija en quién hay aquí dentro —dijo Rastrillo, que sin embargo no pudo evitar lanzar un mirada de preocupación en dirección a la calle. Le gustaba ser prófugo y no quería que lo descubrieran a las primeras de cambio.

Pidieron lenguado con salsa meunière acompañado de judías verdes envueltas en beicon y de puré de patatas Lapin Puikula. Al servirles la comida se quedaron tan boquiabiertos que hasta el camarero se preguntó si había algún problema.

—No, nada de nada. Simplemente se nos había olvidado el aspecto que tenía la comida de verdad, la que no lleva plástico —explicó Märtha.

Después de hincarle el diente permanecieron en silencio un buen rato. Más tarde llegaron los suspiros.

—Se funde en la lengua como la mantequilla caliente —describió Rastrillo mientras acariciaba el pescado con el tenedor—. En el buque Kungsholmen la comida en primera podía tener ese sabor.

—¡Increíble! Es pescado de verdad —comentó Stina con la mirada fija en el plato.

—Y ¿os dais cuenta? Todo está sazonado a la perfección. Se me había olvidado que la comida podía estar tan deliciosa. Casi despierta en uno un sentimiento religioso —añadió Lumbreras.

Siguieron comiendo en silencio, como hace quien está disfrutando de lo lindo, y, al llegar al postre, consistente en una crep Suzette flambeada, Anna-Greta se limpió largo y tendido los labios con su servilleta de tela.

—Esto es maravilloso, pero he estado dándole vueltas a una cosa... ¿Accederemos realmente a las taquillas? Porque si el hotel carga mi tarjeta de crédito, no me va a apetecer nada tener que pagar todo esto...

Se hizo de inmediato un silencio incómodo.

—Tranquila, Anna-Greta —ensayó Märtha—. El contenido de las taquillas bastará para compensarte a ti y al fondo de bienes robados.

—Pero ¿consideráis que es lícito robar de ese modo? —inquirió Stina—. No robarás, dice...

—Depende completamente de quién lo haga. Si eres el Estado o un banco está totalmente permitido —argumentó Märtha—. Ahora simplemente debes imaginarte que estás gestionando el dinero de nuestra jubilación. De ese modo podrás hacer cualquier cosa.

Todos asintieron con la cabeza y se regodearon más si cabe con la comida. Después de la cena, mientras subían en el ascensor, Lumbreras le pidió a Märtha que lo acompañara a la habitación.

—Ven. Tengo que mostrarte algo.

La anciana sintió primero un ligero cosquilleo de expectación, aunque luego comprendió que le quería hablar de algo serio. Entraron en su suite de estilo gustaviano, con un mobiliario sobrio pero elegante, como si lo hubiera decorado el mismísimo Gustavo III de Suecia, aunque, obviamente, el rey no habría dejado semejante desorden en la habitación. Märtha no comprendía cómo Lumbreras había logrado poner todo manga por hombro en tan poco tiempo. La ropa estaba tirada de cualquier manera sobre las sillas, el cepillo de dientes y un tubo de dentífrico se encontraban desperdigados sobre el escritorio y un brik de leche abierto parecía darles la bienvenida en el recibidor. Había trozos de papel procedentes de un cuaderno de notas esparcidos por todos lados y una de las zapatillas de Lumbreras asomaba por debajo de la larga y pesada cortina de la ventana.

—Perdona el lío, pero es que he estado realmente ocupado. Te quiero enseñar algo —dijo acercándose a la cama y sacando el cuaderno de debajo del colchón—. Siéntate. Mira esto, a ti que te gustan las novelas policíacas.

Märtha tomó asiento y observó a Lumbreras mientras este hojeaba sus dibujos. Sobre su persona flotaba un halo de calma y calidez que la hacía sentirse segura en su compañía. Se conocían desde hacía mucho tiempo y siempre le había caído bien, pero ahora que se había convertido en su compinche su relación se había estrechado aún más. La anciana se sonrió. La vida era tan curiosa... Nunca sabías lo que te iba a deparar.

—Aquí está. El robo no va a ser tan fácil como pensaba. No es como en las películas antiguas, que robas las llaves al guardia y lo vacías todo.

—O sea, que la vida antes también era más fácil para los malandrines.

—Por lo visto sí —Lumbreras mostró a Märtha la página del cuaderno donde había dibujado la cerradura y las bisagras de las consignas automáticas—. Las taquillas disponen de un cierre electrónico que se abre y cierra con ayuda de una tarjeta codificada. Como es natural, los hoteles elegantes no tienen taquillas adquiridas en la ferretería de la esquina, sino una versión de lujo costosa y sofisticada. El dispositivo utilizado en el spa cuesta como mínimo cien mil coronas y es a prueba de robos. No me he atrevido a decírselo a los demás, pero no tengo ni idea de cómo podemos resolver esto.

—No te preocupes, Lumbreras. Conseguiremos cortar la electricidad.

—Eso no sirve de nada. Las taquillas incorporan una batería de seguridad, que se encarga sencillamente de bloquearlas.

—Ah, entonces ya sé —exclamó Märtha entusiasmada—. Mañana por la mañana bajas temprano y provocas un cortocircuito para que se cierren las consignas. Como los usuarios del spa no puedan acceder a sus taquillas habituales tendrán que dejar las joyas en otro sitio. ¿Has visto la consigna automática de la recepción, la caja fabricada de chapa? Parece ser una de esas sencillas cajas fuertes tradicionales con cerradura. Me apuesto lo que quieras a que la recepcionista deposita las joyas ahí.

Lumbreras contempló a Märtha asombrado.

—Ay, querida, llevo dándole vueltas a este asunto sin parar desde ayer y...

—Vosotros los hombres os empecináis en el aspecto técnico. También existe un factor humano...

El anciano sonrió, se puso en pie y fue a por dos bolsitas blancas de plástico.

—Aquí tenemos las hierbas. El beleño me lo ha dado Rastrillo, que ha preparado una pequeña dosis inofensiva. Echándola en el surtidor de la columna de la que sale el vapor a presión, debería difundirse el polvo por el spa. Cuando todos se hayan adormilado forzaremos la caja.

—¿Y qué contiene la otra bolsa?

—También introduciremos esa en el surtidor. A Rastrillo le queda un poco de cannabis de sus cultivos experimentales, o tal vez se trate de hachís o marihuana de su época de marinero. No lo recuerdo bien. En cualquier caso, te pone contento y juguetón y no puedes parar de reír. Piensa en los pobres a los que vamos a robar. Aspirando un poco de vapor de hachís no estarán tan tristes al despertar y comprobar que han limpiado las taquillas.

—Qué buena persona eres, Lumbreras, siempre preocupándote por que todo el mundo se sienta bien —dijo Märtha cariñosamente—. Tendremos víctimas contentas, personas que se desternillan al ver que les han vaciado sus pertenencias —reseñó ella con una risita, a la que se unió Lumbreras jocosamente.

—Si tú te encargas de esparcir el contenido de las bolsitas en el baño turco yo me responsabilizo de limpiar la caja de la consigna de la recepcionista —propuso Lumbreras.

—¿Y los demás? ¿No van a hacer nada?

—Esta primera vez creo que es mejor que nos hagamos cargo nosotros de la mayor parte. De ese modo no podremos echar la culpa a ningún otro si fracasa el plan. Y nos servirá también para adquirir un poco de experiencia.

—No son muchos los que emprenden una nueva carrera a nuestra edad —afirmó Märtha.

—¡Los mayores podemos! —respondió Lumbreras, y volvieron a reír juntos.

Märtha tardaría un buen rato en regresar a su habitación.