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La reunión de la mañana concluyó y llegó el momento de pasar a la acción. Lumbreras sacó los alicates, un trozo de cable, un poco de cinta adhesiva plateada y un tubo de pegamento instantáneo, y guardó todo ello en una bolsita de plástico opaca de color blanco, que podía ocultar en el espacioso bolsillo del albornoz. Observó el reloj. Había quedado en cinco minutos con Märtha, abajo en el spa.

 

 

Mientras descendía en el ascensor, Märtha repasó mentalmente una vez más el plan del atraco. Las distintas fases habían sido cuidadosamente planificadas. Lo único que le preocupaba era que a Lumbreras lo tumbara una descarga eléctrica al provocar un cortocircuito en los cables. La recepcionista alzó la vista cuando Märtha apareció por la puerta.

—Una toalla, por favor —solicitó la anciana.

—Muy bien. Veo que ya trae el albornoz —dijo la muchacha, girándose luego hacia la estantería donde estaban las toallas.

Lumbreras pasó como una exhalación aprovechando el momento y se internó en la sección masculina con su bolsa de deporte. La recepcionista entregó a Märtha una enorme toalla blanca.

—¡Oh, qué suavecita! —La anciana se la acercó a la mejilla.

La chica le tendió una tarjeta de plástico desde el otro lado del mostrador.

—Cuando haya introducido sus cosas en la consigna accione el dispositivo de cierre con esta tarjeta. A la hora de recoger sus objetos, basta con acercarla otra vez para que se abra el armarillo.

—¡Muy ingenioso! —declaró Märtha con una sonrisa, esperando haberse comportado igual que de costumbre.

En el vestuario la iluminación era intensa y se percibía un suave aroma dulzón. Märtha encontró a una mujer morena vistiéndose y más allá pudo ver a otra que salía de la ducha. Por lo demás, el vestuario estaba vacío. A esa hora tan temprana de la mañana solo había ocupadas unas pocas taquillas. Märtha se duchó, se puso el albornoz y fue hasta la piscina, pero apenas había dado unas brazadas cuando la luz empezó a parpadear. Se detuvo, subió por la escalera y regresó al vestuario. Allí las luces ya se habían apagado y tuvo que esperar un rato a que las restablecieran. Probó con la tarjeta de plástico. Resultaba imposible abrir la consigna. Sonrío para sí, se puso el albornoz y una vez más se dirigió a la recepción. Ahí sí que funcionaba la iluminación.

—Las taquillas de dentro se han bloqueado —informó Märtha.

—Lo arreglaremos —respondió la recepcionista.

—¿Dónde deposito entonces mis objetos de valor?

—Los puede dejar aquí —dijo la empleada señalando la robusta caja metálica de color blanco que tenía detrás, a un lado—. Pero ya tiene sus pertenencias en la taquilla del spa, ¿no es cierto?

—Ay, sí, se me había olvidado —repuso Märtha.

 

 

—Bueno, entonces ¿cómo ha ido? —preguntó Anna-Greta a Märtha al regresar esta a la suite poco después.

Ni Anna-Greta ni Stina habían acabado de tomar el desayuno y llevaban todavía puesta la bata. Stina alzó la labor de punto de Märtha.

—Esto estaba en el sofá. ¿Qué tal si terminaras alguna vez de tricotar para que una pueda sentarse sin miedo a ser empitonada?

—Perdona, siempre se me olvida. Va a ser una rebeca —aclaró Märtha mientras guardaba el hilo y las agujas.

Se sirvió una taza de café.

—Cuando las taquillas dejaron de funcionar, la recepcionista colocó los objetos de valor en la consigna que tiene detrás, justo como habíamos previsto —comentó.

—¡Perfecto! ¿Cuántas cosas pueden caber ahí? —inquirió Anna-Greta.

—Bastantes, sin duda —contestó Märtha con cierta imprecisión.

Stina, que parecía dubitativa, cogió un barquillo de chocolate y lo agitó.

—Parecéis satisfechas, pero hemos cometido un gran error —afirmó—. Vinimos aquí para robarles a los ricos y hemos reservado para nosotros la suite más cara.

Se impuso el silencio mientras Anna-Greta y Märtha asimilaban las palabras de Stina.

—No es tan fácil eso de estrenarse como malhechor —se disculpó Märtha tomando ella también un barquillo. Algún dulcecito sí que podía permitirse...

—Deberíamos habernos alojado en otra habitación y esperar a que viniera una verdadera estrella. Un artista rico y famoso, un rey o un presidente —aseveró Stina.

—A nuestra edad no es tan fácil planificar huidas y atracos al mismo tiempo. Debemos resolver las cosas de una en una —sentenció Märtha.

—Pero el precio del oro es alto. Tres gruesas pulseras de oro equivalen a cien mil coronas a tocateja —agregó Anna-Greta, orgullosa de su agilidad mental para los cálculos.

—No te olvides de que también implica la cárcel —indicó Stina, a quien no le cabía duda de que ese era el destino deseado por Rastrillo y, en consecuencia, también el de ella.

—Vayamos al spa cuando haya más gente. A la hora del almuerzo. Las taquillas estarán repletas de oro —propuso Märtha.

Las otras mujeres se mostraron de acuerdo y, cuando todas estuvieron listas, Märtha bajó a la habitación de Lumbreras para realizar un último repaso. Este le mostró sus planos.

—He provocado aquí el cortocircuito —le enseñó con el dedo índice sobre el papel—. Tardarán un buen rato hasta que alguien localice el corte en el circuito de alimentación eléctrica de las consignas —añadió señalando unas extrañas rayas—. Además, los cables que van a la piscina y al baño turco están reparados solo provisionalmente. En un par de segundos puedo volver a poner todo a oscuras. ¡La cinta plateada es estupenda! —exclamó tan exultante que a Märtha le evocó la imagen de un niño delante de un videojuego.

—¿Y si no sale como está previsto?

—Es cierto que todo puede irse al traste. En ese caso, sencillamente haremos un nuevo intento. Aquí están la ganzúa y las herramientas de reserva —contestó Lumbreras posando la mano sobre la bolsa de deporte.

Llamaron a la puerta y entró Rastrillo. Tenía aspecto somnoliento y olía a ajo. Reparó en las dos pequeñas bolsas de plástico sobre la mesa.

—Ten cuidado con las hierbas —dijo sin poder añadir nada más, puesto que en ese justo instante volvieron a llamar a la puerta. Eran Stina y Anna-Greta.

—Bueno, entonces ya estamos listos —anunció Märtha intentando infundir aplomo a su voz—. Ahora solo queda esperar a que llegue la hora del almuerzo.

Todos asintieron con aire muy solemne.