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El interior de la sauna rezumaba humedad y el bisbiseo del vapor se acentuaba y atenuaba por momentos. Tras introducir las hierbas en el surtidor había empezado a oler de forma diferente. Märtha se sentía amodorrada y le costaba un gran esfuerzo ordenar sus pensamientos. Miró de reojo la puerta. Entonces oyó la primera risita. El hombre de enfrente estiró los pies en dirección a la piedra que tenía delante, se resbaló, falló una vez más y empezó a reírse. Las personas situadas a su lado se le unieron en las risotadas y el ambiente fue animándose gradualmente. Se percibía un extraño olor dulzón en el interior de la estancia y Märtha reparó en que probablemente no había cogido suficientes ramitas de abeto. Se giró para ir a por más pero la mente súbitamente se le quedó en blanco. ¿Qué era lo que tenía que hacer? Debería haberlo escrito en un papel, pero eso sin duda habría levantado sospechas. ¿A quién se le puede ocurrir ojear notitas de tareas dentro de una sauna?

De repente escuchó un relincho de Anna-Greta, seguido de un histérico carcajeo. Stina la acompañó de inmediato con una risita incontrolable, y Märtha no pudo por más que esbozar también una sonrisa. Entonces la luz comenzó a titilar, se apagó y centelleó de nuevo. No es que aquello tuviera especial gracia, pero los caballeros que había en la sauna sonrieron estúpidamente y se echaron a reír. Märtha se oyó a sí misma riendo a carcajada limpia y comprendió que no podía seguir en ese lugar por mucho tiempo. Sin embargo, le quedaba algo por hacer. ¿Qué podía ser...?

Se habían puesto de acuerdo al respecto, pero no era capaz de recordarlo ni a la de tres... Cuando el hombre que estaba sentado frente a ella se llevó la mano a la boca y comenzó a bostezar, de repente le vino a la mente. Anna-Greta y Stina tenían que desmayarse y entonces ella saldría corriendo en busca de la recepcionista. Märtha dio un suave golpecito con el codo a sus amigas.

—Es el momento —susurró—. Tumbaos sobre el banco.

—No querrás que lo hagamos justo aquí —pió Anna-Greta pestañeando en dirección al hombre que estaba enfrente. Acto seguido se bajó uno de los tirantes del bañador y lanzó un estridente relincho.

—¡A recostarse y desmayarse he dicho! ¡Deprisa! —les instó Märtha lo más silenciosamente posible.

—No para ese de ahí... Está demasiado cascado —protestó Anna-Greta, que, arrepentida, volvió a subirse el tirante, y se rió tan estruendosamente que era imposible que alguien se hubiera desmayado en medio de tanto jaleo.

—¿Podríais tener la bondad de tumbaros? ¡Tengo que ir a pedir auxilio ya! —gruñó Märtha, que empezaba a sentirse mareada.

Stina, acostumbrada a obedecer como estaba, se echó en el banco cuan larga era, y Anna-Greta, que finalmente había comprendido lo que estaba pasando, se tendió a su lado sin parar de desternillarse. Entonces las luces se apagaron por completo. Märtha fue corriendo a la recepción, donde la iluminación todavía funcionaba.

—¡Hay dos personas que han perdido el conocimiento en el baño turco! ¡Dense prisa! —exclamó.

La chica detrás del mostrador palideció, pero se levantó de su asiento y siguió a Märtha a la carrera. Nada más abrir la muchacha la puerta de la sauna, Märtha volvió a la recepción. Lumbreras, vestido con su chándal, ya estaba delante de la caja metálica y la manipulaba con una ganzúa.

—Me encantan estas consignas grandes de antaño, con cerradura y todo —susurró a Märtha, y le pidió que le sujetara la bolsa de deporte.

Abrió la portezuela con asombra facilidad, pero justo cuando se disponían a hacerse con los objetos de valor la luz se apagó del todo.

—¿Qué ha pasado? —se preguntó Lumbreras.

Entonces se acordó de los diodos y se agachó en busca de las pantuflas, pero se detuvo en seco. Rastrillo le había dicho que se calzara los tenis y ahí estaba, con sus zapatos de deporte. En medio de la oscuridad. Ahora bien, sabía que tenía que actuar con prontitud, así que se inclinó ágilmente hacia delante y vertió todo el contenido de la caja dentro de la bolsa de deporte. La luz comenzó una vez más a parpadear y Lumbreras cerró con diligencia la portezuela de la consigna metálica.

—Nos vemos más tarde —dijo a Märtha.

Con la bolsa a cuestas puso rumbo al gimnasio, situado un piso más arriba. Al llegar allí colocó la bolsa a un lado y se acercó a una de las bicicletas estáticas. Segundos más tarde entró Rastrillo quien, tras intercambiar una mirada de complicidad con su amigo, echó mano a las pesas que tenía más cerca y comenzó a ejercitarse con ellas.

 

 

Mientras tanto, Märtha regresó al baño turco, donde halló a la recepcionista intentando sacar a Stina y Anna-Greta del cuarto. Estas no habían tardado en recobrar el conocimiento y no podían parar de reír. Sus carcajadas iban y venían en grandes oleadas mientras dos viejos resoplaban y se golpeaban las rodillas muertos de la risa. La recepcionista tenía un aire de total perplejidad. Märtha la miró a los ojos.

—Por lo visto han desayunado con champán. Yo es que ya no entiendo a la gente —declaró.

—Los peores son los de la edad de usted.

—Probablemente quieran aparentar ser más jóvenes de lo que son —musitó Märtha.

Se unió a Stina y Anna-Greta cuando estas se disponían a salir de la recepción poco después.

—Ahora vamos a ducharnos, chicas —les dijo, aunque necesitó un buen rato para lograr llevarse a sus contentas amiguitas hacia el vestuario.

—Es lo más divertido que me ha pasado jamás —cacareó Stina exaltada tras regresar a la sección de las mujeres.

—¿No podríamos hacer lo mismo en la residencia? —se preguntó Anna-Greta.

—¡Chis! —les conminó Märtha, lo que no hizo más que provocar a sus amigas nuevas carcajadas.

Tardó bastante en conseguir que la acompañaran al salón de relax. Allí fingirían desconectar con zumos frescos y ojeando los periódicos del día como para reafirmar su inocencia. A Märtha le ponía algo nerviosa quedarse en la escena del crimen, pero Lumbreras le había asegurado que era la mejor forma de no despertar sospechas. Sin embargo, no llevaban mucho rato recostadas sobre las tumbonas cuando oyeron un estruendo proveniente del vestuario del piso inferior. Un momento después ya no pudieron aguantar más, así que bajaron a ver. Cuanto más se acercaban a la recepción mayor era el alboroto y, una vez allí, se toparon con un lío monumental. La portezuela de la consigna se hallaba de par en par y, a su lado, un grupito de achispados bañistas no dejaba de señalar en dirección a la misma.

—La caja está vacía. Ha desaparecido todo. Collares, joyas, pasaportes... —chilló una señora de mediana edad apenas conteniendo la risa—. ¡Hizo pumba y se esfumó!

La recepcionista parecía desolada.

—Mi pulsera de oro también ha desaparecido. Como por arte de magia —añadió con voz gritona su amiga de pelo cano.

—Y no está tampoco ese espantoso reloj que me regaló mi suegra —prorrumpió entre carcajadas un caballero—. ¡Por fin me he librado de él! ¡Ja, ja, ja!

—¿Qué ha pasado con la plata? Te dije que no nos trajéramos aquí los objetos de valor —refunfuñó su mujer.

—No te sulfures, cariño. Tienes razón, lo que por cierto no ocurre muy a menudo. ¡Alégrate de ello! —dijo el hombre y, de repente, empezó a retorcerse con las convulsiones provocadas por la risa.

En medio de ese atronador caos, Märtha cogió a sus amigas de la mano y se las llevó hasta el ascensor.

—Es mejor que subamos —dijo.

Durante todo el trayecto hasta la suite no cesaron de reír y bromear, mientras Märtha entonaba jocosas canciones de borrachera en su divertido dialecto escanés.

Había resultado una buena idea no dejar a Rastrillo que se hiciera cargo de las hierbas porque habría puesto demasiada poca cantidad, pensó Märtha, quien, muy al contrario, había optado por echar todo lo que le había entregado aquel. No había tenido más remedio que compensar con todo el cannabis el beleño que se había perdido por el camino.