17
Ya habían vaciado las copas de champán y dado buena cuenta de las aceitunas. Había llegado el momento de abrir la bolsa de deporte y dejar caer el botín. Lumbreras alzó con solemnidad la bolsa y desparramó su contenido sobre la mesa mientras los recién estrenados ladrones permanecían sentados contemplando, cual niños expectantes, cómo se iba elevando el montón. Con los ojos refulgentes empezaron a picotear entre el botín. De inmediato se apagó el murmullo.
—Pero ¿qué es esto? —dijo Märtha removiendo en la pila—. ¿Maquillaje y cepillos para el pelo?
—Yo no quiero ningún lápiz de labios, ¿eh? —farfulló Rastrillo—. ¿De quién fue la idea de saquear las taquillas? Fastidiaos. ¿Qué os habíais esperado?
—Por lo menos los hombres parecen haber depositado sus teléfonos móviles en la consigna. Quizá nos den algo por ellos —reflexionó Anna-Greta mientras escarbaba en el montículo de objetos—. Y mirad esto. Aquí hay varias pulseras y relojes.
—Pero por eso no nos meterán en la cárcel —declaró Märtha suspirando.
—Tampoco os creáis que vamos a tocar a mucho —señaló Stina.
—Bueno, esa pulsera gruesa es como mínimo de dieciocho quilates y por el reloj obtendremos seguro unas cien mil coronas —apuntó Anna-Greta.
—Esto es una polvera de oro —afirmó Märtha entresacando un llamativo estuchito ornamentado. Se abría con un pasador, pero era tan pequeño que no fue capaz de accionarlo.
—Si nadie se opone me gustaría quedarme con esta cajita —dijo Anna-Greta, haciéndose ágilmente con ella antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar. Stina se la quedó mirando un buen rato.
De nuevo se hizo el silencio y todos trataron de encontrar algo a su gusto. Sin embargo, por mucho que rebuscaran en el amasijo de cosas, hallaron poco de valor. El golpe había sido todo un éxito, pero el trofeo no incluía más que baratijas.
—Este ha sido nuestro primer intento. Seguro que a Robin Hood tampoco le salió del todo bien la primera vez —murmuró Stina, observando apenada la uña que se acababa de romper hurgando en el revoltijo.
—No creo que él se dedicara a birlar cepillos —respondió Rastrillo.
—Henos aquí, arriesgando nuestra libertad por un puñado de quincalla. La próxima vez nos lo tenemos que trabajar mejor. Un secuestro o algo por el estilo —propuso Anna-Greta blandiendo su bastón ahora completamente torcido.
—¿Un secuestro?
Se oyó un susurro unánime de espanto.
—Así es. Tomamos rehenes y exigimos un rescate.
—Lo he leído muchas veces en las novelas —intervino Märtha—, pero lo habitual es reducir a las víctimas y no sé si vamos a ser capaces. Puede que seamos nosotros los que salgamos malparados.
—¿Y no podemos tumbar a alguien sin violencia? —preguntó Stina.
—¿Quieres decir haciéndole, por ejemplo, una zancadilla? —repuso sarcásticamente Rastrillo.
Nadie tenía ánimo como para reír y, a pesar del champán, el ambiente que se respiraba no era nada relajado.
—Podemos preguntar en la recepción si esperan en breve a huéspedes ilustres —propuso Lumbreras trascurrido un momento.
—Y luego tú los secuestras. A Clinton o a Putin, por ejemplo. Me encantaría verlo —Rastrillo negó con la cabeza.
—Ya lo sé. Montamos una ruleta en la habitación. La suite es tan elegante que nadie sospechará nada. Robo y juego ilícito puede que se castiguen con cárcel —sugirió Märtha.
—¡Madre mía! Y luego querrás también abrir una casa de citas. Tenemos que ser un poquito realistas —contraatacó Anna-Greta.
—Quizá no sea mala idea lo del juego ilegal —opinó Lumbreras—, pero no creo que vaya más allá de la libertad condicional.
—Cierto. Debemos adaptar el atraco al tiempo que queramos pasar entre rejas. Y, a ser posible, intentar recalar en la mejor prisión —apuntó Märtha, que le estaba pillando el gusto a la buena vida.
—¿Tenemos que pensar en todo? ¡Como si no fuera lo suficientemente difícil cometer delitos! —protestó Stina, y sacó su lima de uñas.
—No disponemos de mucho tiempo. Y se nos tiene que ocurrir un golpe inteligente antes de que nos pillen por el robo en el spa —dijo Märtha.
—O de que la señorita Barbro alerte de nuestra ausencia.
La larga discusión dejó agotados a todos y fue una sombría banda la que poco más tarde se retiraría a sus aposentos.
—Nos os deis por vencidos. Estoy segura de que para mañana se nos habrá ocurrido algo —sentenció Märtha.
La anciana se despertó sobresaltada en mitad de la noche. El corazón le latía con fuerza y tuvo que esperar bastante rato a que se le pasara la taquicardia. Se incorporó trabajosamente en la cama y buscó su vaso de agua. Entonces se acordó, y una enorme sonrisa se extendió sobre su arrugada faz. No era de extrañar que el corazón le palpitara como una apisonadora. Su viejo cerebro había estado trabajando durante el sueño, como de costumbre, y plácidamente había encontrado una solución a su delicado problema. Ahora ya lo sabía. Llevarían a cabo un secuestro, pero de una manera acorde con los tiempos. Märtha no cabía en sí de entusiasmo y fue incapaz de volver a conciliar el sueño esa noche.