18
Fue cuando bajaron al spa la mañana siguiente para pasar un rato en la piscina el momento en que los cinco descubrieron que habían clausurado toda la instalación. Había agentes de policía con guantes y cintas métricas yendo de acá para allá, hablando en voz baja entre ellos.
—Quizá sea mejor utilizar la bañera de la suite. —Stina dio media vuelta.
—Mmm... Me parece que he olvidado las zapatillas de baño en la habitación —añadió Anna-Greta siguiendo los pasos de la otra.
Rastrillo se les unió, mientras que Märtha y Lumbreras permanecieron allí un rato más. Märtha estudió los movimientos de la policía y reparó en sus guantes. Evidentemente había leído acerca del ADN y las huellas dactilares. Eran muy meticulosos con este punto. Un pulgar de nada podía llevar a la cárcel al criminal más pintado. Deberían tener esto en cuenta de ahora en adelante.
Tras un nuevo desayuno continental en la suite Princesa Lilian celebraron la reunión matutina del día. Una vez acomodados todos en los sofás, Märtha le dio el último bocado al cuarto barquillo de chocolate de la jornada y sopesó la posibilidad de coger uno más. Para su gran espanto se había acostumbrado al alto estándar del hotel (y a los wienerbröd de la mesa del desayuno) y en su fuero interno le preocupaba la forma en que podían reaccionar tanto ella como sus amigos en la cárcel. Sin embargo, se guardaba mucho de decir nada al respecto, ya que temía que esto pudiera afectar a su moral de trabajo. Lumbreras fue el primero en tomar la palabra.
—¿Ha escuchado alguien la radio esta mañana? —preguntó—. ¿Han comentado alguna cosa sobre unos ancianos desaparecidos o algo por el estilo?
—Nadie echa en falta a los viejos. ¿Te suena de algo la Ättestupa, el barranco por donde en tiempos ancestrales tiraban a los carcamales aquí en el norte de Europa? —contestó Stina, siempre un poco sombría el día después.
—Bueno, no nos dejemos desanimar por el magro botín de ayer. Tenemos que estar contentos por el éxito del golpe. Además, no nos pillaron. Considerémoslo un ejercicio —dijo Märtha.
Sabionda profeta de la jovialidad, se dijo Rastrillo.
—Quizá no nos estén buscando aún y, quién sabe, tal vez el hotel desee ocultar que se ha producido un robo en sus instalaciones. Cuestión de imagen o como se diga —insinuó Lumbreras.
—Pero ¿cómo es que la señorita Barbro no ha dado la voz de alarma? —planteó Stina, ligeramente ofendida a todas luces de que no la extrañaran.
—Estoy seguro de que se ha pirado con el señor Mattson. Estarán retozando en un pajar y no se han dado cuenta de nuestra ausencia —opinó Rastrillo.
—Pero mira que siempre tienes que... —replicó Anna-Greta esgrimiendo su dedo índice.
—Dejadlo ya —los interrumpió Märtha—. Estamos aquí para discutir nuestro siguiente golpe, uno que no haga daño a nadie pero que genere mucho dinero para nuestro fondo de bienes robados. Tengo una propuesta. Un secuestro muy cerca de aquí.
Los presentes se quedaron sin respiración, y Rastrillo, además, se le puso cara de espanto.
—¿En el Palacio Real? Pero ¿es que te has vuelto loca de remate?
—No, ahí no, bobo. Eso significaría varios años en el trullo. Se trata simplemente de un inocente secuestrito de nada que nos puede valer una condena de uno o dos años, lo que nos permitirá hacernos una idea de la vida en la cárcel. Tal vez las prisiones estén sobrevaloradas, como nos ocurrió con nuestra residencia. Si no está tan bien como pensamos siempre podremos volver a nuestro centro geriátrico.
—¡Jamás! —exclamaron los otros al unísono.
—Naturalmente, elegiríamos una residencia mejor. Después del golpe podremos permitírnoslo.
—Pinta como un robo mayúsculo —dijo Anna-Greta, que recordó súbitamente los impresos de pago de El Diamante que solía cumplimentar todos los meses—. Si ese dinero nos va a permitir lograr algo realmente bueno, por mí bien.
Esto dio pie a un debate sobre distintos tipos de residencias y acerca de lo que se podía obtener en realidad a cambio de la pensión. Unos consideraban que los políticos deberían realizar prácticas en aquellas residencias de mayores que presentaban las ofertas más económicas durante las licitaciones, pero se llegó a la conclusión de que tal vez este supusiera un castigo demasiado severo. Además, los representantes electos quedarían encerrados después de las ocho de la noche, lo que les impediría participar en los coloquios televisados.
—Ya vale. Intentemos concentrarnos ahora —interrumpió Märtha, pidiendo orden entre los congregados—. Creo que se me ha ocurrido el golpe perfecto.
Se hizo un silencio sepulcral. Hasta Rastrillo prestó atención.
—A unos cincuenta metros de aquí está el Museo Nacional de Bellas Artes, que alberga más de diez mil cuadros. ¿Y sabéis qué? —La anciana miró a su alrededor con aire victorioso—. Es obvio que no todos pueden estar equipados con alarma. Si robamos por un valor de tres o cuatro millones de coronas bastará para uno o dos años en prisión.
Nadie aplaudió, pero Märtha pudo constatar el interés que translucían los ojos de los demás.
—¿Y cómo has pensado hacerlo? —se preguntó Lumbreras.
—No es nada complicado. Simplemente montamos un poco de revuelo, uno de nosotros descuelga un cuadro o dos y salimos pitando —explicó Märtha.
—Pero no somos muy rápidos corriendo que digamos...—objetó Anna-Greta.
—Por eso justamente tenemos que distraer a los guardias.
—Podemos despelotarnos e ir brincando desnudos por las salas de exposición —propuso Rastrillo.
—Para eso hay que ser más joven, so viejo verde —refunfuñó Anna-Greta.
—No digas eso. Probablemente ahora llamaríamos aún más la atención —señaló Stina—. Pero yo no pienso galopar en cueros por el museo.
—¡Ni hablar! ¿Cómo podríamos entonces ocultar bajo la ropa el género robado? —indicó Märtha—. Me refería a otro tipo de revuelo...
—Para un momento. Esto no es tan fácil como crees. ¿Qué hacemos, por ejemplo, con las cámaras de seguridad? —inquirió Lumbreras.
—Las taparemos. Luego cogemos los cuadros y nos vamos, con calma y tranquilidad. Simplemente actuamos como si no fuéramos los ladrones —dijo Märtha. Abrió la riñonera y sacó una bolsa de Alaridos Selváticos. No debería comer chucherías, pero unas poquitas sí podía permitirse, ¿a que sí?—. ¿Alguien quiere? —preguntó poniendo la bolsa sobre la mesa. Todos negaron con la cabeza.
—¿Actuar como si no fuéramos nosotros? Tienes que explicarnos eso —exigió Rastrillo, que empezaba a perder la paciencia.
—Después de desmontar los lienzos, los ponemos en mi andador y yo lo cubriré con mi abrigo.
—¿Tu abrigo sobre una obra de gran formato de Bruno Liljefors mientras se dispara la alarma? —ironizó Rastrillo alzando los ojos.
—No seas tan negativo —le replicó Märtha irritada.
—Y si alguien nos pregunta lo que estamos haciendo, ¿qué respondemos? —planteó Stina.
—Uno no tiene por qué contestar a todo —dijo Märtha.
—¿Y cómo vamos a saber qué cuadros llevan alarma? —Lumbreras ya había empezado a elucubrar distintas opciones para inutilizar las alarmas.
—Supongo que los de Rembrandt y Van Gogh llevan —reflexionó Märtha—, y también los de Gauguin. Pero tal vez no los de Carl Larsson, y estos se venden caros en la galería Bukowskis.
—Conque Bukowskis —respondió Anna-Greta, que le sonaba ese nombre—. Es decir, primero trincamos unas valiosas obras y luego tratamos de venderlas en esa galería de arte. No creo que sea posible. La gente las reconocería.
—Justo por eso he ideado otra cosa —añadió Märtha—. No nos limitaremos a robar cuadros como si de simples cacos se tratara. Los secuestraremos. No destruiremos nada, no asaltaremos a nadie con violencia y nadie se va a sentir apenado. El Estado, en este caso, el museo, solo tendrá que pagarnos unos milloncejos para recuperarlos.
Un ligero «ooooooh» atravesó la mesa del comedor y hasta Rastrillo tuvo que admitir que Märtha había planificado el asunto minuciosamente.
—¿Unos milloncejos...? Querida Märtha, haces que todo suene tan sencillo... —intervino Anna-Greta—. El Estado tarda siempre un montón en todo lo que hace...
—Están las donaciones. De ser así, tendrán que recurrir a la asociación de amigos del museo para agilizar las cosas. Nos van a pagar, os lo aseguro. Los cuadros del museo son reliquias nacionales.
—Todo esto suena estupendo, pero ¿cómo vamos a llevarlo a la práctica? —quiso saber Stina.
Lanzó una mirada expectante hacia los demás. Le había empezado a coger el gusto a la aventura y se había divertido tanto en el spa que estaba deseosa de cometer nuevas fechorías.
—Propongo que elaboremos un plano donde localizar los mejores cuadros, las alarmas y las cámaras de seguridad, y que luego decidamos cómo organizar el robo —prosiguió Märtha—. Más nos vale reconocer primero el terreno e identificar las vías de escape. Lumbreras, ¿tienes un cuaderno de notas?
Rastrillo tragó varias veces saliva a modo de protesta, pero no se le ocurrió nada que decir. Era consciente de que no podían permanecer indefinidamente en el hotel y, a fin de cuentas, él también deseaba sustituir la residencia por una buena prisión. Se estiró entonces para coger la bolsa de Alaridos Selváticos y sacó varias pastillas.
—Oídme, ¿qué os parece si vemos una peli esta noche y pasamos un buen rato? Así mañana estaremos en forma.
El primer impulso de Märtha fue protestar, pero intuyó que convenía tener a todo el mundo de buen humor. Un poco de relax no podía hacerles daño, así que fue a por frutos secos y chocolate negro y encargó dos películas: Asesinato en el Orient Express y Ladykillers.
—Nos hace falta un poco de inspiración —afirmó Märtha, pero, al ver la cara de susto de Stina, se vio obligada a matizar sus palabras—. Ay, mi querida amiga... Quiero decir inspirarnos no en los asesinatos, sino en la planificación —la tranquilizó.
Al día siguiente, Märtha y Lumbreras estuvieron deambulando por las salas del Museo Nacional de Bellas Artes de Estocolmo mezclados entre el público. Pretendían dar la impresión de ser grandes aficionados al arte, pero, mientras inspeccionaban los cuadros, Lumbreras no dejaba de apuntar frenéticamente en su cuaderno.
—Tengo la sensación de que los guardas nos están observando —advirtió Märtha trascurrido un momento, echando seguidamente un vistazo por encima del hombro de Lumbreras.
—¿Eso piensas? Si nos preguntan, limítate a decir que somos artistas.
—Como si eso sirviera para explicar todo...
—Pero explica mucho —repuso Lumbreras con una sonrisa.
Märtha se sentía preocupada. Parecía más complicado de lo que se había imaginado. Habían descubierto cámaras, alarmas y células fotoeléctricas por todas partes, y en cada estancia parpadeaba una luz roja. Además, aparecían vigilantes cuando uno menos se lo esperaba e, incluso, había guardas jurado de una empresa de seguridad en el ascensor. Este nuevo golpe requeriría de una planificación exhaustiva.
Mientras merodeaba por las salas de exposición se sorprendió a sí misma intentando concebir el golpe perfecto, pese a que tarde o temprano tenían que asegurarse de ser descubiertos. ¿Cómo, si no, podrían acabar en la cárcel? Pero es que se sentían tan a gusto en el Grand Hotel que a nadie le apetecía mudarse de ahí, al menos no por el momento. Le vinieron entonces a la mente algunos dichos sobre la ceguera que produce la riqueza y cómo la avaricia rompe el saco. ¿Habían cambiado con tanta rapidez? La cosa, a pesar de todo, no podía ser tan grave, ¿verdad?
Lumbreras continuó apuntando en su libreta y luego ambos entraron en una nueva estancia. Todos los techos eran altos y Märtha se preguntó con qué motivo, si de todas formas no podían colgar cuadros tan arriba. En fin, había estado dándole tantas vueltas a la cabeza y caminado tanto que tuvo que buscar asiento en un banco para descansar. De hecho, no solo había estado estudiando los cuadros desde la frontal, sino que había comprobado también los dispositivos de alarma. Mientras reposaba su ánimo se vino abajo. Había alarmas por doquier y luego estaban todos esos vigilantes con teléfonos móviles y walkie-talkies. Si detectaban algo sospechoso llamarían a la policía de inmediato. Pero, naturalmente, estaba eso que se denominaba el factor humano. Los guardas se pasaban el día entero allí metidos, de modo que parecía lógico que, tarde o temprano, se despistaran. Además, seguro que también hacían sus pausas para tomar café, como el resto de los mortales. Lumbreras se sentó junto a ella y se entrelazó las manos sobre el vientre.
—Creo que podemos conseguirlo —declaró en voz baja—. Incluido lo de los vigilantes.
—¿De verdad? —contestó Märtha, esperanzada—. Eres maravilloso... Siempre tan positivo.
Lumbreras le apretó suavemente la mano.
—Pero eres tú quien me inspiras, Märthita. Te lo prometo. Juntos lograremos cualquier cosa. Tengo una idea. Ven a que te la enseñe.
Lumbreras ayudó a Märtha a ponerse en pie y juntos se encaminaron hacia la amplia sección de las exposiciones temporales. Quizá la vigilancia no fuera tan férrea allí.