19

 

 

Katja canceló la llamada y miró fijamente la pantalla como si hubiera estado en manos de esta echarle un cable. Había perdido la cuenta de las veces que había llamado a la señorita Barbro sin obtener respuesta. La jefa le había hablado acerca de unas vacaciones algo más largas de lo habitual de una forma bastante vaga, pero Katja no había pensado mucho en ello hasta ese momento. Antes no había tenido problema en telefonearla para pedirle consejo, pero ahora, cuando más la necesitaba, le resultaba imposible. Katja suspiró y contempló el salón principal. Una mujer se afanaba en tejer una manta de viaje mientras dos ancianos jugaban al ajedrez. Pero el grupito del coro no había regresado, y eso la asustaba. Era una panda llena de vitalidad que había servido de estímulo para los demás huéspedes de la residencia. Ahora todo estaba en silencio y era mortalmente aburrido. Katja se acordó de Lumbreras, que solía hacer sus trabajos de carpintería cuando creía que nadie lo oía, y de Rastrillo y sus canciones de marinero. Hasta un pequeño relincho de Anna-Greta hubiera animado el ambiente. En la vida hubiera pensado que los iba a echar tanto de menos. Recordó a Rastrillo y cómo este cuidaba de las plantas de su balcón, aunque no estuviera permitido hacerlo, y a Stina, que lo ayudaba a regarlas. Katja se había dado cuenta de cómo lo observaba a hurtadillas y sospechaba que a la anciana le hacía tilín. Fuera como fuese, Stina siempre procuraba estar guapa cuando llamaba a la puerta de Rastrillo; nada que ver con Anna-Greta, que daba la impresión de llevar ropa solo para no congelarse. Si hubiera habido más mujeres como ella, pensó Katja, las modelos estarían ahora en paro y las marcas de moda europeas se habrían ido al garete hace tiempo.

Sí, la panda del coro... pero ¡madre de Dios!, ¿dónde se habían metido? Entró en la sala de personal y hojeó los papeles para ver si hallaba en ellos alguna pista. Tal vez la señorita Barbro le había dejado algún mensaje... En el pasado le había asistido con útiles consejos, pero ahora Katja no encontraba nada. Los ancianos deberían estar ya de vuelta si es que realmente habían dado un concierto en Strängnäs o Eskilstuna. No, no podía esperar más. Debía hacer algo por su cuenta, algo que tal vez proyectaría una larga y negra sombra sobre la reputación de El Diamante S. A.

Katja tomo asiento frente al teléfono. Sin embargo no pudo reunir el valor suficiente como para llamar directamente a la policía, así que telefoneó a las distintas parroquias de la zona para preguntar si los ancianos habían pasado por allí. ¿Acaso la diaconisa había oído hablar de un concierto que iba a interpretar un coro de ancianos? ¿Ah, no? Se dio por vencida un par de horas más tarde. Nadie sabía nada. ¿Lo de los conciertos no sería una fantasía de Märtha y los otros? Ahora Katja se preocupó de verdad y comprendió que tenía que haber dado la voz de alarma de inmediato. La mano le temblaba al levantar de nuevo el auricular. Trató de calmarse y, mientras sonaban las señales, se consoló con la idea de que cinco desaparecidos eran mejor que uno, ya que podrían ayudarse entre sí en caso de que algo se torciese.

—¿Policía?

Katja respiró hondo y trató de comunicar de la forma más suave posible que habían desaparecido cinco personas de una residencia de ancianos de la ciudad.

 

 

A la vuelta de su visita al museo, Märtha y Lumbreras fueron a descansar un buen rato. Más tarde, al caer la noche, encargaron que les subieran a la habitación champán y cena para todos. Se sentían inspirados y, ahora que habían tenido ocasión de dormir, se hallaban de excelente humor, tal vez incluso ligeramente eufóricos. Lumbreras había marcado por error la casilla de oferta de boda, que incluía tres platos y tarta nupcial, pero Märtha se apercibió de ello a tiempo y lo cambió por un menú de lujo de los corrientes. Luego, al pensar en Freud, la cara se le enrojeció como un tomate. ¿No habría hecho inconscientemente Lumbreras algo que deseaba en lo más profundo de su ser? Lo miró y vio que la estaba observando.

—He bajado a la biblioteca a leer los periódicos —informó Lumbreras tras servir champán a todo el mundo. Luego posó la botella sobre la mesa—. No viene nada acerca de nosotros. No obstante, he visto a varios policías. Iban vestidos de paisano, pero daban la impresión de entrenar en el mismo gimnasio y de utilizar todos ellos la misma máquina de afeitar. Andaban de acá para allá preguntando al personal.

¿La policía? El golpe, que se había antojado más bien como un juego irreal, de repente estaba convirtiéndose en algo serio. Una sensación de inquietud se extendió entre los presentes, porque, a pesar de todo, todavía guardaban respeto por la autoridad. El botín lo habían depositado en zapatos y calcetines dentro del armario. Ese quizá no fuera el mejor escondrijo, pero habían estado ocupados con otros muchos asuntos de importancia. Y, por si fuera poco, ahora se encontraban además en pleno proceso de planificación del robo siguiente.

—Lumbreras y yo hemos realizado hoy tareas de reconocimiento en el museo y hemos encontrado bastantes puntos débiles —comentó Märtha a los postres mientras el amigo le lanzaba una mirada de aprobación.

—O sea, que se acerca de nuevo el momento de delinquir... —dijo Rastrillo.

Apartó a un lado la cucharilla del postre. Stina se limpió un grumo de mousse de chocolate que tenía en la comisura y Anna-Greta inclinó el cuerpo hacia delante.

—Vamos a ver. El museo va a inaugurar en breve una exposición llamada «Vicios y placeres» —continuó Märtha—. Echamos un vistazo y pudimos comprobar que es extraordinariamente pecaminosa y erótica y que incluye un buen número de obras indecentes.

—Yo me puedo encargar de vigilarla —se ofreció Rastrillo.

—A primera hora de la mañana no suele haber mucha gente en las salas de la colección permanente, así que lo más probable es que la mayoría de los guardas jurado de la empresa de seguridad se encuentre en la exposición —detalló Märtha.

Los demás asintieron en silencio.

—Creo que debemos actuar en ese momento. Si colaboramos como un equipo podremos engañarlos a todos.

Una vez más el resto del grupo mostró su acuerdo y Märtha creyó adivinar que habían adquirido un cierto hábito al respecto desde la anterior trastada.

—Tú, Anna-Greta, tendrás un papel fundamental. Quiero que vayas a la sala de los maestros holandeses con tu bastón, te coloques delante de uno de los cuadros de Rembrandt, te acerques a él y apuntes con el bastón en dirección a la obra para interrumpir el rayo de la alarma.

—Mi bastón está torcido. ¿No te acuerdas de lo del baño turco?

—Precisamente. Y así está bien.

—Pero entonces se disparará la alarma.

—Exacto. Bueno, no voy a entrar en más detalles por ahora. Hoy solo marcaremos las directrices principales.

—Me parece bien, porque, si no, la reunión va a eternizarse —consideró Stina, la cual acababa de percatarse de que había olvidado pintarse las uñas y quería hacerlo antes de que llegara la hora de acostarse.

—Hay infinidad de sofisticadas alarmas en el museo —continuó Märtha— y cuentan con cámaras de seguridad en cada sala, pero he visto que bajo la cámara que supervisa la sala de los impresionistas se halla un enorme deshumidificador, lo que nos permitirá subirnos a él y rociar la lente con pintura negra. Tú, Stina, eres pequeña y ágil y serás capaz de hacerlo.

—¿Yo?

—Sí. ¿O acaso prefieres desmayarte?

—Mejor desmáyate. Es más cómodo —recomendó Rastrillo tomando su mano bajo la mesa—. Yo puedo enchufarle la pintura a esa lente. Por cierto, ¿no sería mejor colocarle simplemente su tapa al objetivo?

—Lo puedo hacer yo —dijo Stina—. A ti te necesitamos para tareas más importantes.

—Entonces estamos de acuerdo —resolvió Märtha—. Por lo tanto, si tú, Anna-Greta, accionas la alarma de la sala de Rembrandt, tú, Stina, puedes fingir que te desmayas cuando yo te lo indique. Y tú, Lumbreras, cortarás el cable metálico de los cuadros mientras yo te cubro. ¿Qué os parece?

Todos empezaron a hablar al mismo tiempo y se entabló una larga discusión hasta que lograron decidir lo que haría cada uno. Finalmente consiguieron elaborar un plan, aunque quedaban aún algunos problemas importantes que solventar.

—¿Cómo vamos a sacar el botín? —preguntó Lumbreras—. No podemos bajar corriendo por la escalera.

—Iremos en ascensor. Como es pequeño y estrecho nos centraremos en cuadros de tamaño reducido.

—Cuadros chicos y sin alarma —resumió Stina, que había empezado a cavilar como una verdadera villana—. Tan pequeños que podamos llevarlos en el andador.

—Justo. No vamos a por un Liljefors o un Rembrandt de gran formato —corroboró Märtha.

—Y mucho menos a por La coronación de Gustavo III de Pilo —abundó Anna-Greta seguido de un sonoro relincho. Su padre, un reputado abogado, tenía numerosos cuadros de gran valor en su casa de Djursholm, y ya de niña había aprendido bastante en materia de arte. En su época universitaria empezó a frecuentar inauguraciones y exposiciones y, llegada la jubilación, decidió profundizar en sus conocimientos y cursar Historia del Arte en la universidad. El cuadro que Pilo dedicó al monarca sueco... ¡Santo cielo! Esa pintura medía como mínimo cinco metros de ancho por dos de alto.

—He estado estudiando los cuadros que poseen —agregó Märtha—. Cuentan con pequeñas pinturas de August Strindberg y Anders Zorn, pero todas ellas están celosamente protegidas mediante un sofisticado sistema de alarma y ancladas con firmeza a la pared. Por el contrario, hay otras custodiadas simplemente a través de cámaras de seguridad o de alarmas con detección de movimiento. Y hay uno o dos cuadros que probablemente no tengan alarma ninguna.

—Fantástico, ¿verdad? —exclamó Stina.

Estaba entusiasmada, y ya empezaba a imaginar lo que se compraría con el dinero cosechado. Tenía cierta tendencia a diseminar sus lápices de labios y limas de uñas por todas partes, y le haría falta un maletín de cosmética, a ser posible Titan y de un atractivo color.

A la cena sucedió una sesión de canto junto al piano de cola y, tras descansar por un momento, alguien sacó una baraja. Rastrillo propuso, sentado a la mesa con una cerveza, jugar al bridge, pero apostando dinero de verdad. Anna-Greta objetó que no disponía de efectivo y que, aunque llegado el momento pudieran nadar en la abundancia, lo que contaba era el presente. La propuesta de Rastrillo sería subsiguientemente rechazada en votación. Este se molestó y susurró algo al oído de Stina. Ambos habían pasado algunos veranos de su juventud en Finlandia y tenían nociones de finés, circunstancia que él quería aprovechar ahora. Así que mientras se desarrollaba la partida de bridge, Rastrillo entonaba de vez en cuando una canción popular finlandesa con un texto inventado, con el que en realidad comunicaba a Stina las cartas que tenía en las manos.

—He estudiado cinco idiomas y ahora se os ocurre cantar en finlandés. ¿No podríais hacerlo en turco, griego o algún otro de los idiomas que conozco? —rezongó Lumbreras.

Pero Stina y Rastrillo les explicaron que justo las coplas populares finlandesas eran irreemplazables y continuaron cantando y ganando a lo grande. Fue al reparar en el premio —una bolsa de pistachos que Anna-Greta había descubierto en el minibar— cuando Rastrillo sugirió que vieran una película, así que, poco más tarde, todos marcharon en procesión al salón de proyecciones y disfrutaron del excelente filme británico El más fabuloso golpe del Far-West, largometraje en que todos los malos al final salen indemnes. Märtha y Lumbreras no dejaron de tomar notas. Por su parte, Anna-Greta se puso a roncar, pero como sus ronquidos no tenían nada que envidiar a sus relinchos en lo que a estridencia se refería, no tardó en despertarse y decidieron todos en ese momento irse a la cama.

Para entonces el cuaderno de Lumbreras ya estaba repleto de garabatos, con rayas en todas las direcciones conectando distintos cuadriláteros, todo ello aderezado con un sudoku y trozos de crucigramas.

—Si la policía ve esto no va a entender nada —comentó satisfecho haciendo un guiño a Märtha—. También yo he aprendido algo sobre pistas falsas.

Y entonces Märtha se sintió tan a gusto y bien por dentro que no pudo por más que sonreír.

 

Lumbreras se despertó pocas horas más tarde. La primera luz de la mañana se filtraba por las cortinas y estaba muerto de frío. Algo le pasaba a Rastrillo. Podía oír su voz. Para ser más concreto, su amigo se hallaba al otro lado de la puerta vociferando a pleno pulmón. Lumbreras fue a abrirle.

—Estoy congelado —le dijo su compañero, tras lo que le pidió una manta gruesa y un chupito.

Después de que Lumbreras se lo sirviera, Rastrillo le contó que se había ido a la cama dejando la ventana abierta y que, conforme bajaba la temperatura, se había ido metiendo más y más bajo la colcha para preservar el calor. Ello le había impedido darse cuenta de que estaba bajo cero dentro de su habitación. Justo después de la medianoche los radiadores se habían congelado y a eso de la una habían empezado a tener fugas. Cuando se despertó, el agua cubría todo el suelo.

—«¡Nos hundimos, nos hundimos! ¡Todos a cubierta!», grité presa del pánico antes de salir corriendo hacia la puerta —relató Rastrillo mientras vaciaba su copa.

—Ya... —contestó Lumbreras.

—¡Te lo digo en serio! Llamé a la recepción, pero el personal se negó a creerme. Igual que tú. Tenías que haberles visto la cara cuando se encontraron con el agua.

—Pero si no te lo crees ni tú... —repuso Lumbreras bostezando.

Rastrillo le enseñó el vaso vacío.

—Venga, hombre, échate un poquito más y préstame también un par de calcetines gruesos, por favor.

—No, no. Ya basta. Tenemos que dormir.

A Rastrillo le encantaba contar un montón de historias.

—Sabes bien que la realidad supera la ficción —agregó Rastrillo presentándole una vez más la copa reseca—. Un poquito nada más.

Lumbreras negó con la cabeza.

—Mejor nos vemos mañana. Asegúrate de estar en plena forma. Tenemos que dar nuestro segundo golpe.

—Ya lo sé. Por eso es por lo que no podía dormir. Pero el cuento de los radiadores no ha estado mal, ¿verdad? Merece una copita, ¿no crees?

—Rastrillo... ¡Ve a acostarte ahora mismo!

—Perdona que te haya molestado. Pensé que tú también estarías despierto.

—Ahora sí. Antes no.

—Bueno, bueno, te pido mil perdones, pero la historia de los radiadores es cierta. Por lo visto ocurrió aquí en el hotel... en algún momento del siglo diecinueve.

—Rastrillo, ¡a la cama!

Cuando el amigo inició su marcha de retorno, Lumbreras lo estuvo contemplando largo rato. No era fácil formar parte de una banda de ladrones. Aunque uno hiciera todo lo adecuado otros podían pifiarla. Ya se sentía preocupado por Stina. Ahora tendría que vigilar de cerca también a Rastrillo.