20

 

 

¡Qué edificación! El Museo Nacional de Bellas Artes de Estocolmo irradiaba fuerza y poderío. Märtha alzó la vista hacia la imponente escalera y se sintió diminuta. Ahí, junto a su pequeña persona, estaban El cortejo fúnebre de Carlos XII de Suecia y los grandes cuadros de Carl Larsson. La idea de estar a punto de cometer el mayor robo de obras de arte de la década no la serenó precisamente. No en vano se había desempeñado como profesora de secundaria en su vida profesional, no de ladrona. Cierto era que habían repasado una y otra vez el golpe y que le habían dado las últimas pinceladas a cada una de sus fases, pero un mínimo detalle podía echar todo por tierra. Märtha se consoló recordando la cantidad de veces que habían ensayado el hurto de los cuadros en la suite. Lo importante ahora era no olvidarse de nada y mantener la calma, se dijo. Se acercó a la taquilla y compró las entradas. El museo acababa de abrir sus puertas. Los cinco habían optado unánimemente por visitarlo durante ese momento del día para poder operar con mayor tranquilidad. Partían de la premisa de que los vigilantes no estarían «con los cinco sentidos puestos», como habría dicho Stina.

—Bienvenida, señora. ¿Tiene usted mucho frío? —preguntó la cajera al ver que la anciana no se había despojado de sus guantes.

—Es por mi reuma —respondió Märtha con una sonrisa antes de regresar junto al grupo.

Volvió a contemplar la escalera. ¡Santo cielo! Si hasta los escalones parecían altos monumentos. Además, ¿por qué tenían que poner los cuadros varios pisos arriba? ¿No bastaba con colgarlos en lo alto de la pared? Repartió las entradas a sus amigos y, después de pasarlas por uno de esos extraños lectores, la comitiva llegó al ascensor.

—Me pregunto si podemos cogerlo todos al mismo tiempo —dijo Lumbreras.

—Será mejor que los que vamos con andadores subamos primero —opinó Märtha, que deseaba contar con tiempo suficiente para examinar la situación allí arriba.

El ascensor iba lento, por lo que tardaron una eternidad en remontar los dos pisos, salir, cerrar las puertas y mandarlo de nuevo a la planta de entrada. Märtha sintió cómo su nerviosismo aumentaba por momentos y esperó que Rastrillo se acordara de colocar el letrero de NO FUNCIONA abajo. Se trataba de un detalle trivial, pero que sin duda funcionaría. Lumbreras había imprimido el letrero en el ordenador, lo había fijado con pegamento a un trozo de cartón y le había hecho dos agujeros para ponerle un cordón que permitiera colgarlo. Märtha se sentía orgullosa de que la banda hubiera pensado en tantos detalles. Otro de ellos era que Rastrillo vigilaría el ascensor en la planta de abajo, cosa que no le hizo especial gracia a este. Hasta que Märtha no le hizo ver que la huida tras el atraco dependía de él no se había ablandado y dado su brazo a torcer.

 

 

Una vez arriba, Stina y Anna-Greta se dirigieron hacia las salas. Al día siguiente tendría lugar la inauguración de «Vicios y placeres», la sensación de la temporada, en las estancias dedicadas a las exposiciones temporales. Märtha había dado por supuesto que la mayoría de los guardas jurado estarían allí, aprovechando para hacer un buen repaso de la muestra antes de que se abriera al público. ¿O era que se llamaba «Placeres y vicios»? No lo recordaba muy bien. De lo que sí sabía era de su indecencia.

Pusieron rumbo a las grandes salas del museo. Aún no había nadie, como habían previsto, pero en breve llegarían los visitantes al segundo piso. Por lo tanto, había que actuar de inmediato. Apoyada sobre su alabeado bastón, Anna-Greta se desvió a la izquierda, en dirección a los maestros holandeses, mientras los otros se encaminaban hacia el arte francés del siglo diecinueve. Trataban de caminar con serenidad. De hecho, Lumbreras, por si acaso, había lubricado los andadores con su aceite de colza de preparación casera. Después de trotar un poco, Stina se paró en seco.

—Se me han olvidado mis medicinas —declaró.

—Pero no hay nada que necesites ahora mismo, ¿verdad? —Märtha la miró con inquietud.

—La de la presión arterial —explicó Stina avergonzada de su descuido.

—Entonces no tienes de qué preocuparte. Resolveremos esto en un periquete y volveremos rápido al hotel —la consoló Lumbreras—. Además, de todas formas tienes que desmayarte.

Märtha iba siguiendo por un costado a Lumbreras, echando de tanto en tanto un vistazo con el rabillo del ojo al andador de este. Recordaba que ya le había llamado la atención su robusto diseño y que le había preguntado a su dueño el porqué de los tubos de acero laterales tan anchos. «Para mis herramientas, naturalmente», le había respondido con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía el sitio justo para la cizalla. Un momento más tarde llegaron a los impresionistas y a los artistas franceses del diecinueve. Por un instante, Märtha se olvidó del motivo que la había llevado hasta allí. Su interés por el arte se impuso. Sentía especial debilidad por Cézanne, Monet y Degas. De buena gana hubiera trincado la bella talla de una bailarina en bronce esculpida por Degas para regalársela a Lumbreras, pero desafortunadamente era demasiado pesada. Continuaron su marcha y pasaron junto a las puertas de la exhibición erótica «Vicios y placeres». ¿O era «Vicios y deleites» como se llamaba? Vaya, ahora volvía a liarse... Del interior de la sala les llegaban aullidos y risas y a Märtha le sorprendió que la contemplación de cuerpos desnudos fuera tan divertida. Pero ¿qué importancia tenía eso mientras les permitieran librarse con facilidad de los vigilantes...?

Tras intercambiarse una furtiva mirada, Märtha y Lumbreras avanzaron con paso firme hacia dos pequeños cuadros firmados por Monet y Renoir. Fingiendo estudiar a los impresionistas galos dirigieron discretamente la vista al cable metálico, que era grueso pero no estaba reforzado por un manguito de acero. Märtha puso el abrigo sobre la bandeja del andador y se colocó a la derecha de Lumbreras mientras que Stina lo hacía a la izquierda. El anciano desenroscó raudo la pieza superior del andador y extrajo la cizalla.

—Stina, haz el favor de cubrirme un poco mejor —susurró.

—Espera. Primero la lente de la cámara.

Stina se dirigió a toda prisa hacia la cámara de seguridad. Pero al llegar reparó en que el deshumidificador ya no estaba y que, por lo tanto, no había nada sobre lo que subirse. Por suerte dio con el cable de conexión, así que después de pegarle un tirón regresó al costado de Lumbreras de lo más ufana.

—Ahora solo nos queda esperar a que Anna-Greta dispare la alarma en la sala de los holandeses —siseó Märtha.

Aunque Stina y Lumbreras intentaron prepararse mentalmente para ello, les costaba trabajo estarse quietos. No paraban de relamerse los labios y de toquetearse las cutículas de las uñas. Estaban a la espera. Por fin tronó la alarma y Lumbreras levantó la cizalla hacia el cable. Entonces Stina se desmayó tan impetuosamente que su bolso salió disparado por el suelo.

—¡Santo Dios! Pero si no era ahora cuando tenía que desmayarse —constató Märtha con pasmo—. Lo que debía hacer era cubrirte.

—Levántale las piernas. Suele ayudar —repuso Lumbreras mientras seccionaba el primer cable.

—Pero yo tengo que tapar la otra cámara de seguridad —contestó Märtha que, no obstante, le tiró por si acaso de los pies ligeramente a Stina.

Se oyeron algunos cortes de cizalla más y Conversación, una instantánea de París de Renoir empezó a balancearse, amenazando con caer al suelo. No obstante, lograron atraparla en el último segundo y la ocultaron bajo el abrigo de Märtha. La alarma de la otra sala resonaba estridentemente y Märtha se alegró de la relativa calma que reinaba entre los impresionistas. Esta sala estaba equipada con una alarma silenciosa conectada directamente a la policía; lo sabía porque se había percatado de ello durante su reconocimiento del terreno. Ello les ofrecería los minutos adicionales que necesitaban. A toda prisa, Lumbreras clavó en el lugar hasta ese momento ocupado por el cuadro el otro letrero, que también habían producido con la impresora del hotel y habían pegado a un cartón. AUSENTE POR INVENTARIO, podía leerse en él.

Con ello habían despachado el Renoir. Ahora solo quedaba la bella Desembocadura del Escalda de Monet. Se corrieron hacia la derecha y Märtha pudo asistir al duro batallar de Lumbreras con los dos cables de acero hasta que por fin logró seccionar estos también. Ágilmente sacó el tercer letrero y lo colgó en sustitución de la pintura. En ese momento el anciano se vio invadido por una sensación de agobio y unas ganas locas de salir de ahí. A Märtha le sucedía lo mismo, pero sabía que tenían que contenerse. De hecho, advirtió que habían abierto las puertas y que los vigilantes ya estaban de camino. Justo en el momento en que metió el cuadro bajo su grueso abrigo reparó en ellos uno de los guardas. Ni corta ni perezosa, Märtha se inclinó sobre Stina. En realidad era entonces cuando debía haberse desmayado, y no de verdad sino fingidamente.

—¡Despierta! —gritó Märtha sosteniéndole las piernas en el aire a su amiga.

El guarda jurado se apresuró hacia ellas.

—¡Ayúdenos! Un hombre ha tratado de robarle el bolso. Ha escapado por ahí —dijo Märtha señalando en dirección a la sala holandesa.

El guarda parecía confundido, pero cuando Märtha hizo ademán de levantar a la amiga desmayada la asistió. Juntos pusieron en pie a Stina y la apoyaron sobre el andador. El vigilante recogió también el bolso de la anciana y se lo tendió. En ese instante recobró el conocimiento.

—¿Hemos terminado ya? —inquirió.

—¡Atrápenlo! Se ha escapado a toda prisa por ahí —chilló Märtha tratando de acallar a la amiga—. Tenía barba, pelo largo y oscuro, y olía mal.

Märtha volvió a apuntar con el dedo. El andador comenzó entonces a tambalearse y temió que pudiera desplomarse en cualquier momento. Lumbreras había calculado el peso que debía soportar el andador de Märtha, pero a ello había que agregarle ahora sesenta kilogramos de masa humana. La mujer miró de reojo en dirección a Lumbreras y este captó su mirada.

—Yo me encargo de ella —dijo al vigilante—. Es mi esposa. No tenía que haberme girado. Debe de estar completamente conmocionada...

El guarda asintió en silencio desconcertado y se marchó corriendo en busca de los demás. Cuando hubo desaparecido, Märtha echó un último vistazo al lugar donde colgaba el cuadro de Monet. Observó, cerró los ojos y volvió a abrirlos. En lugar de AUSENTE POR INVENTARIO había un letrero manuscrito. Märtha se vio obligada a recolocarse las gafas. VUELVO ENSEGUIDA, leyó.

—¡Cielo santo! Ese es el cartel que Stina puso cuando bajó a comprar a la tienda —prorrumpió Märtha.

Se dispuso entonces a abalanzarse sobre él para retirarlo, pero justo en ese momento entraron en la sala unos visitantes.

—No nos queda otra. Tenemos que ir al ascensor —le lanzó Lumbreras.

—Pero ¿y el letrero...?

—Nadie sabe quién lo ha puesto. ¡Date prisa!

Märtha tragó saliva, respiró hondo y adoptó un gesto de impasibilidad. Lenta y majestuosamente inició junto a Lumbreras la marcha hacia el ascensor, asistidos de sus respectivos andadores y seguidos de cerca por Stina. Märtha le entregó a esta un caramelo y, cuando llegaron al elevador, sus mofletes ya habían recuperado prácticamente su color natural. Märtha le dio una palmadita de ánimo en la mejilla y abrió las puertas del ascensor. La hizo entrar en él con ayuda de Lumbreras, y juntos metieron el andador con los cuadros. Luego pulsó el botón de bajada. Ahora solo quedaba esperar a Anna-Greta.

 

 

En la planta baja, Rastrillo oyó la llegada del ascensor, quitó el letrero FUERA DE SERVICIO y abrió las puertas.

—Esperadme —les pidió cuando entró después de que Stina saliera.

Una vez en el ascensor no trasladó los cuadros a su propio andador, ya que ello habría requerido demasiado tiempo. Lo que hizo fue intercambiar su andador con el de Märtha. Seguidamente cubrió con su gabán los dos cuadros rapiñados, colocando el abrigo de ella en el andador que debía subir de nuevo con el ascensor. A continuación abrió cautelosamente la puerta de este. Cuando Stina dio la señal de que no había moros en la costa, Rastrillo salió velozmente del ascensor con el botín.

Perfecto, murmuró para sí mientras volvía a colocar el letrero de avería en la puerta. Luego lanzó una sonrisa de ánimo a Stina, se sacó el peine y se arregló el pelo haciéndose una raya perfecta.

—Entonces en marcha —dijo.

Emprendió con paso lento y sereno el camino hacia la salida del museo acompañado de Stina, la cual iba apoyada en el andador de Märtha, algo más bamboleante ese día bajo el peso de unas obras de arte de valor inestimable.

 

 

¡Vaya estruendo de locos! La alarma resultaba completamente insoportable. Anna-Greta deseó poder salir pitando ipso facto de la habitación. En la vida hubiera imaginado que una simple alarma de un cuadro pudiera sonar así. Y eso que ella solo se había inclinado ligeramente y trasteado un poco con La sirvienta de Rembrandt. Se había formado un lío de los mil demonios. Cuando el estrépito de la alarma atravesó toda la sala se asustó tanto que por poco no se le olvidó tirarse al suelo según lo acordado. Tal vez se lanzara por tierra con demasiada premura, pensó, dejando escapar un «ay, ay», y la cosa desde luego no fue a mejor cuando la jauría de guardas vino corriendo a zancada limpia en dirección a ella con la intención de reducir al atracador. Justo en el momento en que iban a arrojarse sobre la anciana descubrieron de quién se trataba.

—¡Quietos! ¡Es una señora mayor! —exclamó el primero de los vigilantes en llegar para detener a los demás.

—Perdónenme. No sé lo que ha pasado. Parece ser que al caerme el bastón ha salido volando —vociferó Anna-Greta para imponerse al bramido de la alarma mientras intentaba ponerse en pie trabajosamente.

Uno de los guardas la ayudó a incorporarse y le acercó el bastón.

—Pero si lo tiene totalmente torcido... —dijo.

—Seguramente fue por eso por lo que me la pegué —gritó Anna-Greta en respuesta—. Les pido realmente mil disculpas por ello.

Los guardas, que parecían perplejos, inspeccionaron a su alrededor en busca del hombre desconocido.

—¡La alarma! —recordó Anna-Greta tapándose las orejas.

Uno de los guardas se apresuró a desconectarla mientras los otros permanecían en sus puestos. La mujer se frotó la ropa para limpiársela.

—¿Ha visto a un hombre con barba y de cabello oscuro y largo corriendo por aquí? —preguntó uno de los guardianes.

—Pues sí. Hace un rato pasó por aquí un jovenzuelo con barba. Tenía pinta de ser muy amable. Por desgracia no sé adónde habrá ido. Estaba ocupada cayéndome.

La sonrisa del vigilante se apagó.

—¿Joven y amable?

—Efectivamente. Ojalá hubiera sido mi hijo.

—Déjalo ya. Volvamos al otro sitio —gruñeron los demás a su alrededor.

—¿Era un ladrón? —se preguntó Anna-Greta.

—Que sepamos no ha desaparecido nada —contestó el guarda.

—¡Qué bien entonces! —Anna-Greta sonrió. Se apoyó en su bastón, pero en ese momento este volvió a escapársele y, de no ser por el guarda, que alcanzó a agarrarla, se habría dado un costalazo—. Creo que me tengo que comprar un nuevo bastón, ¿no les parece? Este da la impresión de ser bastante peligroso.

—Tiene toda la razón, señora. Vaya con mucho cuidado —dijo el guarda sosteniéndola bajo el brazo—. ¿Se siente mejor ahora?

Anna-Greta asintió con un gesto.

—Muy bien. Debemos irnos, pero si vuelve a ver al hombre de la barba no dude en llamarnos. Estamos allí al fondo —explicó señalando hacia la sala de las exposiciones temporales.

—Ajá, es ahí donde están. Que se diviertan entonces —comentó Anna-Greta casi sin pensarlo.

Seguidamente agradeció la ayuda e inició su renqueante camino hacia el ascensor. Se apresuró, pero no en exceso, para no llamar la atención, y esperó en lo más profundo de su ser que no se estuviera alejando sospechosamente rápido. Cuando llegó hasta allí pudo comprobar para su gran alivio que Märtha y Lumbreras la estaban esperando. Märtha había subido el andador de Rastrillo cubierto con el abrigo de invierno y hasta el momento la cosa iba sobre ruedas.

—¡Date prisa! —le exhortó Märtha.

En cuanto los tres estuvieron dentro del ascensor, pulsó rápidamente el botón de bajada. Una vez en la planta baja examinaron con atención los alrededores y esperaron a que un visitante pasara junto a ellos para salir discretamente del ascensor. Lumbreras quitó de inmediato el letrero FUERA DE SERVICIO, aunque luego lo pensó mejor y volvió a colgarlo. A continuación pusieron rumbo sin prisa ninguna hacia el vestíbulo. Märtha se enfundó el abrigo junto a la puerta de entrada en el preciso instante en que entraron corriendo los primeros policías. Märtha, Lumbreras y Anna-Greta se apartaron educadamente a un lado para dejarlos pasar antes de franquear la puerta y bajar la escalera. Una vez en la calle torcieron a la derecha en dirección al Grand Hotel.

Los agentes del segundo coche patrulla tuvieron tiempo también de atisbar a los ancianos antes de abandonar atropelladamente su vehículo y acceder a toda prisa al edificio. Una vez dentro interrumpieron la carrera. Como el ascensor estaba averiado se vieron obligados a utilizar la escalera.