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Aunque habían acabado con el champán y vaciado los cuencos de fresas y de gominolas de frambuesa, los cinco abuelos seguían festejando en la suite y alzando sus copas de champán mientras de tanto en tanto se acercaban a los cuadros para admirarlos.
—Quién nos hubiera dicho que íbamos a poder tocar un auténtico Renoir —declaró Anna-Greta entre suspiros reverenciales al tiempo que acariciaba con cautela una esquina del marco—. En la vida se me habría ocurrido soñar con ello.
Pasaron buena parte del día discutiendo cuál de los cuadros era el mejor, sin lograr ponerse de acuerdo. A Märtha le tiraba más el Monet y recordó que había más pinturas del artista en el museo. Por un instante se planteó la posibilidad de robarlas también, pero rememoró entonces lo que había leído en varias de sus novelas policíacas: reproducir los propios delitos era una estupidez, ya que facilitaba que te pillaran. Además, primero tenían que obtener el rescate de las obras ya sustraídas. Una vez que logró calmarse salió al balcón y se encontró con sus compinches copa de champán en mano contemplando satisfechos el caos que se vivía en la calle.
—Y pensar que hemos sido nosotros los causantes de todo eso... —comentó Stina apuntando hacia abajo.
Habían acordonado una amplia zona alrededor del museo, los periodistas corrían de acá para allá, y los coches patrulla iban y venían mientras varios equipos de televisión lo grababan todo. Fuera del perímetro policial había apostados multitud de curiosos.
—No será que habrán robado en el Museo de Bellas Artes, ¿verdad? —bromeó Anna-Greta seguido de un relincho tal que nadie pudo evitar sonreírse.
Luego brindaron alegremente e incluso se echaron un bailecito en el mismo balcón. Pero una vez que las patrullas de la policía hubieron desaparecido se cansaron y se retiraron a la suite. Rastrillo y Lumbreras quisieron ir a darse una sauna antes de la cena, y mientras los hombres se solazaban las féminas se acomodaron en el sofá para poder contemplar Estocolmo a través del gigantesco ventanal panorámico. Stina se afanaba con una acuarela del Palacio Real y Anna-Greta desconectaba con un sudoku. Al observarlas, Märtha sintió envidia de su calma. A ella le resultaba imposible relajarse tras reparar de repente en un pequeño detalle: ¿dónde iban a guardar los cuadros mientras esperaban el rescate? De joven solía planificar los distintos pasos que dar y tenía siempre infinidad de cosas en la cabeza al mismo tiempo. Ahora había perdido por completo esa facultad.
Se levantó y entró en el dormitorio donde guardaban los cuadros, apoyados sobre el cabecero de la cama. Mirándolos el tiempo suficiente acaso se le ocurriera una idea. Pero cuanto más rato pasaba frente a ellos más aumentaba su inquietud. Era ella quien había planificado el golpe y persuadido a los demás, así que también le correspondía a ella culminarlo con astucia. ¿Qué demonios podían hacer con los cuadros? Habían visto a los agentes entrar y salir del museo durante todo el día. Probablemente no tardarían en ir al hotel en busca de testigos. ¿Y si realizaban un registro? No estaba segura sobre este particular, ya que las novelas de detectives inglesas a fin de cuentas no eran tratados de delincuencia. Además, en ese preciso instante recordó otro punto. El personal de la recepción había anotado los números de sus tarjetas bancarias al registrarse en el hotel, lo cual significaba que no solo sabían quiénes se alojaban en la suite Princesa Lilian, sino que también habían efectuado un control crediticio. Si las cuentas donde mensualmente les ingresaban la pensión se incrementaban de repente en varios millones de coronas ello suscitaría sin lugar a dudas ciertas sospechas. Märtha no pudo evitar un pequeño suspiro. Ser delincuente era más peliagudo de lo que había imaginado. No tenía más remedio que consultar con los demás.
—¿Hay alguien que haya pensado qué cuenta vamos a utilizar para el rescate? —preguntó.
—¿No lo has hecho tú? —contestó Anna-Greta alzando la vista del sudoku con aire sorprendido—. Eras tú la que ibas a organizar todo, como dejaste muy clarito desde el principio.
Märtha se esforzó por conservar la calma.
—Al inscribirnos en el hotel apuntaron nuestros números de tarjeta de crédito. ¿Dónde va a depositar el museo el dinero del rescate?
—Pues tendrán que meterlo dentro de un maletín, como en los viejos tiempos —insinuó Anna-Greta.
—Antes que nada tenemos que esconder los cuadros —interrumpió Stina, que consideraba que las cosas había que hacerlas en su debido orden—. He visto un lugar adecuado: debajo de la cama.
—Eso es demasiado arriesgado. ¿Y si pasan por ahí la aspiradora? —planteó Märtha.
—Los hoteles no lo hacen nunca.
—¡No me digas! Aquí probablemente sí lo hagan —repuso Märtha comenzando a dar vueltas a la habitación—. No. Se nos tiene que ocurrir otra cosa. Lo sencillo resulta siempre lo más difícil y en eso precisamente no piensa nadie.
Anna-Greta negó con la cabeza. Era una frase demasiado abstracta para ella. Stina se puso a darle mordisquitos al pincel.
—«Oíd la oración de esos labios piadosos» —musitó Stina.
—¿Cómo?
—Almqvist, Carl Jonas Love Almqvist —repuso la mujer.
Märtha suspiró nuevamente y dio una vuelta más a la suite. Luego echó un vistazo a la cocina, atravesó pausadamente la biblioteca, deambuló por los dormitorios y regresó por fin al salón. No se le había ocurrido ni una buena idea. Durante un momento perdió la mirada en el Palacio Real y el Parlamento. Entonces se dio la vuelta.
—¿Os habéis dado cuenta de que somos un caso anómalo? Formamos parte de una categoría muy rara de ladrones sin miedo de acabar en prisión. Lo único que pretendemos es retrasar un poquito ese momento. Eso implica que podemos asumir riesgos mayores. Propongo que ocultemos los cuadros frente a las narices de la policía, donde no se les ocurra buscarlos, hasta que hayamos cobrado el rescate.
—Ya sé. ¡En el museo! —exclamó Anna-Greta.
—Lo digo completamente en serio —aseveró Märtha.
—Tenemos los lienzos aquí. ¿Por qué no disfrutamos de estas fantásticas obras mientras tanto? —opinó Stina.
Soltó el pincel. Su acuarela palaciega estaba aún sin terminar. Se asemejaba más bien a una de esas pinturas que venden en las tiendas de beneficencia. Con un quejido guardó el pincel y las pinturas en su enorme bolso.
—¿Cómo que disfrutar de estas fantásticas obras?
Märtha y Anna-Greta se le quedaron mirando.
—Así es. Sé de un lugar seguro donde nadie va a buscar. Dadme solo un momento para que lo organice todo.
Sus amigas la observaron mientras salía de la habitación con el bolso al hombro.
—Dejad que lo haga —dijo Märtha—. Quizá sea capaz de resolver el nudo gordiano.
—¿Cómo? —preguntó Anna-Greta con la mano detrás de la oreja.
—¡El nudo gordiano! —repitió Märtha.
—Ah, vale. El nudo ese... —apostilló Anna-Greta.