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Rastrillo se encontraba en la sauna con Lumbreras. Una exótica música de tambores se oía a través de los altavoces. La luz verde vibraba y el vapor ascendía de las piedras. Rastrillo se estiró para coger el cucharón de agua y dirigió a Lumbreras una mirada de tanteo.

—Un poco más, ¿verdad?

Lumbreras emitió un gruñido que Rastrillo interpretó como un sí, por lo que echó un poco más de agua y se recostó hacia atrás con un bufido satisfecho. Se sentía exultante tras todos los elogios recibidos. Después de la visita nocturna a Lumbreras había conseguido finalmente dormirse, aunque despertó con un empecinado dolor de cabeza. Ello le hizo incluso dudar de que pudiera participar en el robo, pero tras una ducha fría logró recomponerse. Märtha le acababa de confesar que gracias a él el golpe había sido un éxito. Rastrillo no lo dudaba. Era innegable que la responsabilidad principal había recaído sobre él. Si no hubiera sido por su contribución jamás hubieran sido capaces de sacar los cuadros del museo. La banda sonora de El libro de la selva empezó a sonar en el cubículo y se puso a canturrearla. Aunque tampoco pudiera afirmarse que hiciera el mismo calor que en la jungla.

—¿Te parece si le añadimos algo más? —dijo buscando de inmediato el cucharón.

—No, déjalo. Va a subir demasiado la temperatura. Esto tampoco es un campeonato mundial de sauna, ¿verdad? —replicó Lumbreras.

—Descuida. No estamos en Finlandia. Solo vamos a limpiarnos un poquito —rió Rastrillo mientras arrojaba una pizca de agua más—. Por cierto, esto me recuerda al baño turco —añadió cubriéndose el rostro con las manos al alzarse el vapor caliente—. Y a las taquillas.

—¿Qué taquillas? De ese robo ya me había olvidado. Nada comparable con birlar un Renoir y un Monet —declaró Lumbreras levantando su lata de cerveza—. Y sin utilizar ametralladoras ni prender fuegos. ¡Salud, mi querido asaltador de museos!

Los hombres chocaron sus latas haciendo salpicar la cerveza. Rastrillo se dijo que este era uno de los mejores momentos de su vida. Llevaban tres días ausentes de la residencia, durante los cuales había vivido más experiencias que en todo el año anterior. Alguien aporreando la puerta lo sacó de sus meditaciones.

—¡Daos prisa ahí dentro! Tenéis que venir a ver una cosa —llamó a gritos Märtha.

Rastrillo hizo un gesto de fastidio que le costó parte de su cerveza.

—No sé cómo la aguantas. Siempre dando órdenes...

—Eso es justamente lo bueno que tiene, Rastrillo. Ella cuida de nosotros. Sin ella no estaríamos aquí ahora.

Rastrillo se quedó mudo. No se le había pasado por la mente ese pensamiento.

—Pese a todo, prefiero a Stina. Es más callada y discreta. Además, es atractiva. Y elegante.

—Es una mujer tierna, pero ya sabes, tiene que haber mujeres de todo tipo.

—Ya. Tendrías que haberme visto cuando estuve navegando por Filipinas. ¡Qué gachís! Una de ellas tenía un par de m... —Rastrillo se vio interrumpido por nuevos mamporros en la puerta.

—Luego me cuentas —dijo Lumbreras poniéndose en pie—. Más nos vale comprobar lo que quieren.

Los ancianos se enrollaron las toallas sobre el vientre, cogieron sus latas de cerveza y abrieron la puerta. Por un momento un cosquilleo de preocupación atravesó el estómago de Lumbreras. ¿Habría dado ya con ellos la policía? Entonces advirtió el gesto decidido de Märtha.

—¿Habéis pensado en lo que vamos a hacer con los cuadros mientras esperamos el rescate? —preguntó.

Lumbreras y Rastrillo se miraron asombrados sin dejar de manosear sus latas.

—No exactamente.

—Nosotras tampoco lo habíamos hecho, pero Stina los ha ocultado. Quiero que tratéis de encontrarlos.

—Dios mío... Pero qué infantiles sois —dijo Rastrillo.

—¡Qué divertido! —exclamó Lumbreras.

Entonces se pusieron a dar vueltas con sus toallas mojadas por la suite Princesa Lilian a la caza de los dos cuadros robados valorados en un total de treinta millones de coronas. Pero por mucho que lo intentaron no fueron capaces de hallarlos.