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El comisario Arne Lönnberg había recibido una llamada de una joven asustada desde el centro geriátrico El Diamante S. A. Habían desaparecido cinco personas, pese a haber dejado la residencia cerrada con llave. El policía revolvió entre sus papeles. ¿Podría ser cierto eso? No era habitual que cinco personas desaparecieran de una tacada, en particular teniendo en cuenta que los ausentes no eran jóvenes sino personas de más de setenta y cinco años. La chica que había llamado parecía angustiada, a juzgar por la voz, y le había rogado discreción. Según le había dicho, si la desaparición se hacía pública la institución perdería clientes. ¿Clientes? Arne Lönnberg resopló. Ser cliente era algo que uno elegía por voluntad propia. Actualmente solían ser tus hijos o tus nietos los que te ingresaban en una residencia, por lo que dudaba mucho que utilizar ese término fuera lo más adecuado. Por suerte era soltero y se libraría de bienintencionados hijos que se inmiscuyesen en su régimen de vivienda una vez llegado a la vejez.

Toqueteando el papel reflexionó sobre el siguiente paso que dar. Los ancianos normalmente podían ausentarse de las residencias a placer, por lo menos en teoría, y la policía no tenía ganas, recursos ni competencias para buscarlos. Bien era cierto que se les podía bloquear en los registros, generándose un aviso solo en caso de que intentaran abandonar el país. Pero de lo contrario no. Mientras un familiar no denunciara su desaparición o cometieran algún delito no era asunto de la policía. El comisario Lönnberg se reclinó en su silla. Consideraba que lo justo era dejarlos que se divirtieran cuanto pudieran. Tal vez se hubieran ido en secreto de crucero o simplemente se escondieran de parientes codiciosos. De hecho, había bastantes casos de personas mayores a las que sus hijos no les dejaban ni a sol ni a sombra para hacerse con su herencia.

Tomó el trozo de papel con las anotaciones y apuntó el nombre y número de teléfono de la chica que había llamado, en caso de que volviera a hacerlo. Sin embargo, acto seguido se arrepintió, hizo una bola con él y lo arrojó a la papelera. Si llamaban otra vez de la residencia bloquearía el nombre de los ancianos en los registros, pero estos bien merecían disfrutar de varios días de libertad antes de verse forzados a volver al centro geriátrico.

 

 

Lumbreras y Rastrillo se impacientaron de tanto dar vueltas a la suite cubiertos con sus toallas mojadas en busca de los cuadros. La suite Princesa Lilian era tan grande como un piso con sus cinco habitaciones y, para colmo, estaba llena de escondrijos. En definitiva, la misión acabó en fracaso. Finalmente regresaron a la sauna, concluyeron con una ducha y se vistieron. Nada más salir de allí oyeron la jovial voz de Stina.

—No hay que darse por vencidos. ¡Intentadlo de nuevo! —les conminó con los ojos resplandecientes—. Pues no ha de laborar para siempre cual esclavo el Lumbreras sueco, de su toalla ataviado —declamó solemnemente en una libre interpretación de los versos de Atterbom, el poeta romántico.

Todos comprendieron que Stina se encontraba de magnífico humor, ya que lo habitual era que se esmerara con sus clásicos. Como nadie fue capaz de dar con los cuadros llegó a organizar un juego, prometiendo a aquel que los hallara un generoso cuenco lleno de bombones. Anna-Greta frunció los labios, Lumbreras alzó las cejas y Rastrillo se sonrió. Por su parte, a Märtha le llenó de regocijo ver que su amiga estuviera tan animada y rebosante de ideas. Sin duda ello guardaba relación con la evasión de El Diamante y con lo a gusto que estaba en compañía de Rastrillo. ¿No sería posible incluso que se hubiera enamorado?

—Con lo que nos ha costado robar los cuadros espero que no los hayas escondido tan bien que ahora no podamos encontrarlos —dijo Rastrillo.

—Que no... Tú que has viajado tanto por el mundo deberías tener la suficiente imaginación como para localizarlos —respondió Stina.

Rastrillo enderezó la espalda y escrutó a su alrededor con aire de experto. Estaba deseoso de agradar a Stina y por eso debía encontrar las pinturas. Cierto era que no estaba muy versado en materia de arte, pero en su época de marinero había visitado algún que otro museo durante las escalas en puerto. Comenzó inspeccionando los cuadros de las diversas habitaciones; se acercaba a ellos, los levantaba y miraba si había algo por detrás. Entonces se paró en seco. Encima del piano de cola divisó unos cuadros que le resultaron familiares. Uno de ellos representaba a una pareja conversando sentada en un café y el otro tenía como motivo un río surcado por veleros de traza antigua. Lo único era que, en el cuadro que se asemejaba al de Renoir, el hombre llevaba un extraño sombrero, cabello largo y gafas. Y que en la vista del Escalda de Monet había un pequeño velero de corte moderno que no había estado allí antes. Ahora lo comprendió. Stina había ocultado las obras fiel a su estilo. Rastrillo se sintió abrumado por un acceso de ternura. La criatura se había limitado a manipular los cuadros con acuarela, no mucho, pero sí lo suficiente para confundir al observador. Hasta las firmas las había retocado. Se fijó atentamente en la esquina derecha. En lugar de la rúbrica de Renoir podía leerse Rene Ihre. Y a Monet lo había rebautizado como Mona Ed.