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El día después del gran atraco a punta de andadores bajaron los cinco a la biblioteca del Grand Hotel para leer los diarios. De vez en cuando se oía el crujir de las hojas de papel, murmullos o risitas contenidas. Por lo demás, silencio. Ninguno de ellos quería ser molestado mientras estaban inmersos en esa gozosa lectura. Estaban disfrutando de lo lindo con todas y cada una de las palabras. Pero, al final, Märtha no pudo contenerse más.

—¿Lo habéis visto? Dice que es uno de los robos de obras de arte más hábiles de la historia —constató con los ojos radiantes—. Mucho más inteligente que el anterior atraco que sufrió el museo, ese en el que los ladrones iban armados con ametralladoras, prendieron fuego a varios automóviles y se dieron a la fuga con los cuadros en un barco también robado. Craso error. No hay que llamar tanto la atención.

—Efectivamente —corroboró Rastrillo.

Lanzó una mirada de desagrado al andador de Märtha, al que Lumbreras acababa de instalarle nuevamente el banderín reflectante. Además, ¿no podía prescindir de la riñonera?

—Creen que el robo lo llevó a cabo un hombre con barba y de pelo largo y castaño —prosiguió Märtha.

Stina sofocó una risa ahogada y Anna-Greta a punto estuvo de estallar de dicha. Fue ella la que había propuesto esa falsa pista.

—Y el hombre de la barba por lo visto tenía una apariencia agradable —continuó refiriendo Märtha.

—Sí, lo mencioné porque pensé que sonaba auténtico. Un verdadero granuja nunca lo hubiera hecho —confesó Anna-Greta.

La anciana lanzó un relincho de júbilo tal que Rastrillo tuvo que esforzarse para no llevarse las manos a las orejas. Anna-Greta nunca se había casado, circunstancia que no sorprendía lo más mínimo a Rastrillo. Tal vez hubiera tenido pretendientes en sus años mozos, pero probablemente los había fulminado a risotada limpia, si es que no se los había llevado por delante una corriente de aire, claro está.

—¿Habéis visto esto? —Märtha levantó la vista del periódico—. En la página siete de Expressen. El reportero del tabloide se pregunta acerca del letrero VUELVO ENSEGUIDA. Opina que se trata de una secta religiosa que cree en la vuelta de Jesús a la Tierra. Otra alternativa con la que especula es la de un grupo terrorista que planea nuevas acciones. Sea como fuere, la policía ha redoblado la vigilancia.

—¿Ha redoblado la vigilancia por la huida de varios ancianos? —Lumbreras sonrió.

—Eso unido a un letrero en el que se asegura un regreso inminente —agregó Stina con una risita mientras echaba mano a su lima de uñas.

Todos empezaron a reírse con tal intensidad que su eco llegó hasta la recepción. Al darse cuenta de ello, Märtha instó a los otros a bajar la voz.

—Aunque es una pena que el letrero estuviera escrito a mano, por supuesto. Es una pista que nos puede incriminar —apuntó.

—Pero, Märtha, ¿es que se te ha olvidado por qué estamos haciendo esto? —dijo Lumbreras.

—No, pero la cárcel puede esperar un poco...

De la boca de los otros emanó un murmullo de asentimiento. Varios huéspedes del hotel pasaron de camino al restaurante, pero estaban solos en la biblioteca. Märtha se inclinó hacia delante.

—Aunque sospechen de otros bandidos no podemos relajarnos —dijo—. Nunca se sabe cuándo van a empezar a buscarnos e imaginad que la señorita Barbro...

—Lo principal es que nos entreguen nuestro dinero —la interrumpió Anna-Greta—. ¿Por qué no comunicamos a la prensa nuestras exigencias de rescate hoy mismo?

—Sí, podríamos enviar un fax, que no tarda nada —sostuvo Stina.

—Con los ordenadores eso ya ha quedado anticuado —objetó Lumbreras.

—Pero ¿es que no sabes que nos pueden rastrear? —contraatacó Stina quien, a falta de sus queridos clásicos, le había cogido prestada a Märtha una novela negra titulada Huellas silenciosas en el ciberespacio.

—Hagámoslo a la antigua, como en nuestra época de estudiantes —terció Rastrillo tras haber ponderado un rato el asunto—. Compramos un periódico y recortamos las palabras y las letras que necesitemos. Luego las pegamos en un papel, metemos el mensaje en un sobre y lo echamos a un buzón.

Por un momento callaron todos mientras meditaban la propuesta.

—Pero el servicio de correos ahora funciona lento —observó Anna-Greta transcurrido un instante—, y no me parece un recurso verdaderamente seguro.

—En tal caso tengo una idea mejor —declaró Rastrillo—. Les llamaremos por teléfono. A mí se me da bien eso de falsear la voz.

—No, dejadme llamar a mí —sugirió Anna-Greta.

Sin embargo se encontró con la inmediata oposición de los demás. Nadie quería arriesgarse a que se le escapara la risa. Tras un prolongado debate acordaron finalmente armar un mensaje a base de letras de los diarios. Y, por supuesto, todos se asegurarían de llevar guantes para no dejar huella.

—Pero aún nos queda por resolver un problema —añadió Märtha—. ¿Cómo vamos a cobrar el rescate?

—Les pediremos que dejen el dinero dentro de un maletín en uno de los transbordadores que van a Finlandia. Así disfrutaremos también de un crucero a Helsinki —consideró Lumbreras.

—¡Qué buena idea! —A Märtha le sedujo la idea de realizar una travesía marítima con él. Los barcos organizaban bailes y acaso consiguiera convencer a Lumbreras para que la acompañase a la pista.

—Un crucero, ¿por qué no? Será divertido hacerse a la mar una vez más —reflexionó Rastrillo—. Cuando surqué las aguas australianas no os podéis ni imaginar lo altas que eran las olas. De hecho...

—¿No sería más inteligente decirles que depositen el maletín en el aeropuerto? —interrumpió Anna-Greta—. Quizá eso les haga creer que somos una importante banda internacional.

—Pero ¿y si nos confunden con terroristas y nos disparan? —discrepó Stina, muy dada ella a los desasosiegos. A los otros ello no les parecía muy probable, pero con el fin de contentar a todo el mundo terminaron decantándose por el crucero y, a fin de cuentas, el de Finlandia era la alternativa con la que se sentían más seguros.

—Hoy mismo echaremos la carta al correo y les daremos una semana para reunir el dinero —planteó Märtha—. Pero para eso primero debemos comprar unos diarios y redactar la carta con el rescate demandado.

—Esa es la otra cuestión. ¿Cuánto pensáis que debemos exigirles? —preguntó Lumbreras.

—Diez millones —propuso Rastrillo.

—Pero... —intervino Anna-Greta con gesto súbitamente preocupado—. Eso son muchos billetes. Vamos a ver... Mil billetes de mil coronas son un millón; así que diez mil billetes forman diez millones. ¿Y todo eso en un maletín? No, no lo creo posible. A mí me parece mejor una transferencia de las de toda la vida.

Ese pequeño detalle en el que nadie había reparado dio paso a un incómodo silencio.

—Los billetes de mil coronas provocan sospechas. Son mejor los de quinientas —caviló Lumbreras.

—Y ya puestos ¿por qué no de veinticinco coronas, esos tan bonitos con Selma Lagerlöf? Además, le aportaría un toque cultural al asunto.

—¿Acaso no sabes contar? ¿No se te ha ocurrido pensar cuántos billetes supondría eso? Déjame que piense. Un billete de quinientas coronas pesa aproximadamente medio gramo. En total serían siete kilos —sentenció Anna-Greta tras un rápido cálculo mental—. Pero los billetes además ocupan espacio. Mmm... Empaquetando veinte mil billetes de quinientos obtenemos una columna de cuatro metros —prosiguió.

—En ese caso lo mejor tal vez sea recurrir a carritos de la compra —señaló Märtha—. A ver... Cuatro metros de billetes nos deben caber en dos carritos grandes. Sé que Urbanista tiene a la venta un carrito rosa llamado Pink Panther, con una capacidad de cincuenta y cinco litros.

—¿Un carrito de la compra de color rosa? No saquemos las cosas de tiesto... —apremió Rastrillo.

—También tienen otro de color negro o de un marrón muy masculino, con asa extraíble —explicó Märtha—. Y son bastante planos y altos, lo que permitirá al museo apilar primorosamente los fajos.

—Vosotros seguid a lo vuestro. Yo mientras tanto me voy a comprar periódicos a la tienda del hotel —señaló Rastrillo, que se había hartado de la discusión y deseaba hacer algo constructivo.

—A mí también me hacen falta algunas cosas de la tienda. Llevo tres días con el mismo vestido —murmuró Stina, guardándose acto seguido la lima de uñas y poniéndose también en pie.

—Pero, Stina, ¿por qué vas a la tienda si puedes comprar por correo? —se preguntó Anna-Greta.

—Lo prefiero a medida...

—Me parece a mí que eso a nuestra edad no nos favorece mucho —dijo Anna-Greta, pero para entonces Stina ya se había esfumado con Rastrillo.

Media hora más tarde ya estaban de vuelta en la suite. Stina llevaba puesto un suéter rojo nuevo a juego con su esmalte de uñas recién adquirido y con el chal que envolvía su cuello, también nuevo. En una muñeca lucía una reluciente pulsera de plata.

—A medida, ya veo —comentó Märtha.

—Estamos en el Grand Hotel —se disculpó Stina—. Además, lo he cargado en nuestra cuenta.

Anna-Greta le clavó durante un buen rato la mirada a Stina. Por si no bastara con despilfarrar el dinero, ahora la chiquilla también le daba coba a Rastrillo. Cierto es que a Anna-Greta no le hubiera importado un poco de galanteo de parte de este. No acertaba a comprender por qué Rastrillo mostraba interés precisamente por Stina. Saltaba a la vista que ella era mucho más inteligente y educada y que había vivido en una espaciosa casa en Strandvägen, en el barrio de Djursholm. Además, era mucho más despierta que su amiga. Pero no, por lo visto eso no tenía importancia alguna. El gusto de los hombres era bastante extraño. De buena gana se habría casado con un caballero como era debido. Su problema había sido que nunca la había cortejado ninguno apropiado. Su gran amor de la época de estudiante era de clase trabajadora, lo que hizo que el padre interviniera para que dejaran de verse. Se suponía que ella debía casarse con una persona educada o, al menos, acaudalada, en palabras de su propio progenitor. Y finalmente la cosa se quedó en nada. Durante varios años se planteó la posibilidad de poner un anuncio en el periódico, pero aunque estuvo a punto en diversas ocasiones finalmente no se animó. Se le escapó un suspiro lamentándose de su suerte, pero su pensamiento recaló de inmediato en el crucero a Finlandia. Acaso podría conocer en el barco a un agradable viudo...

—Despierta ya de tus ensoñaciones, Anna-Greta. Tenemos que componer nuestra carta —apremió Märtha.

Los cinco se sentaron en torno a la mesa. Apareció una botella de champán acompañada de frutos secos y fresas y comenzaron a pergeñar el mensaje más contundente posible. Aunque se trataba de unas pocas frases nada más les llevó bastante tiempo. Hasta que no acabaron con la botella de champán no lograron conformar un texto al gusto de todos. Luego, mientras Anna-Greta canturreaba «Al galope con la pasta» de Thore Skogman, empezaron a recortar meticulosamente las palabras y a pegarlas en el centro de un folio en blanco de formato A4.

 

Tenemos bajo nuestro poder Conversación de Renoir y Motivo de la desembocadura del Escalda de Monet. Podrán recuperar los cuadros a cambio de un rescate de solo 10 millones de coronas. Deberán depositar el dinero en dos carritos de la compra negros de la marca Urbanista a bordo del barco Serenade de la compañía Silja Line, el 27 de marzo, a las 16.00 h como muy tarde. En breve les proporcionaremos instrucciones más detalladas. Una vez recibido el dinero restituiremos las obras al museo. P. D.: Si avisan a la policía destruiremos los cuadros.

 

Stina estuvo tentada de firmar con su nombre auténtico, pero los otros la detuvieron en el último momento. Repasaron el mensaje cuchicheando para sus adentros mientras lo leían. Anna-Greta se sentía satisfecha por haber logrado introducir «solo» delante de los diez millones. Los encargados del museo se darían cuenta de que les ofrecían un trato muy favorable. Otros forajidos seguro que les habrían pedido mucho más. Märtha, por el contrario, no se sentía del todo contenta.

—¿No suena demasiado afable para haber sido escrito por delincuentes de tomo y lomo? —preguntó—. ¿Las bandas especializadas en atracar museos devuelven ellas mismas los cuadros? ¿No sería mejor que fueran ellos a recogerlos a algún sitio? Lo que quiero decir es si no deberíamos endurecerlo un poco para que no piensen que somos aficionados.

—Pero ¿no creéis que siendo amables estarán más predispuestos a pagar? —repuso Stina.

A todos les pareció estupendo y al final lograron ponerse de acuerdo en enviar el mensaje sin más correcciones. Como nadie se atrevía a utilizar el papel timbrado y los sobres del Grand Hotel se limitaron a doblar el folio, pegarlo con cinta adhesiva, escribir la dirección del Museo de Bellas Artes y franquearlo. Con los guantes puestos en todo momento.

—En realidad podríamos haber cruzado la calle y haberles hecho entrega directamente de la carta. Así nos habríamos ahorrado los sellos —expuso Anna-Greta, pero fue abucheada espontáneamente por los demás.

Un momento más tarde Märtha fue a echar el mensaje a un buzón situado junto a la estación de metro. Antes de introducir la carta estuvo largo rato observándola. Después le dio unas palmaditas al buzón y reparó en lo nerviosa que se encontraba. Ya no se trataba de un hurto insignificante. Habían emprendido una carrera delictiva y no había marcha atrás. En otras palabras: ahora eran delincuentes. De regreso al hotel saboreó esa palabra en su boca. «Delincuente»... ¡Sonaba tan emocionante! Pese a su avanzada edad le entraron ganas de dar unos cuantos pasos de baile y súbitamente experimentó el entusiasmo que sentía en su juventud. Su vida había adquirido un nuevo sentido y se alegró de que fueran a cobrar el dinero en dos carritos de la compra. Recibirlo directamente en una cuenta bancaria a través de una transferencia abstracta hubiera resultado mucho más aburrido. Ahora tendrían ocasión de irse de crucero y de divertirse, aparte de vivir la emoción de recoger el rescate sin que nadie los descubriera. ¿Cuántas personas de su edad tenían la oportunidad de embarcarse en una aventura como esa?