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El comisario Petterson no entendía nada. Unos desconocidos habían robado dos valiosas pinturas del Museo Nacional de Bellas Artes y no disponían de pista alguna. Y eso a pesar de que la policía había establecido controles de carreteras, comprobado a todos los pasajeros de trenes y aviones y contactado con diversas empresas de alquiler de vehículos. Tampoco nadie había visto al ladrón o ladrones escapar corriendo del museo ni abandonar las instalaciones con los objetos robados. Algo obviamente no encajaba. Los atracadores no podían haberse esfumado sin más. Como es natural tuvieron que huir en coche antes de que el personal del museo siquiera se apercibiera de la desaparición de los cuadros. Había llegado a su conocimiento que los trabajadores no siempre estaban al tanto de las obras que conformaban las colecciones, por lo que el hecho de que se disparara la alarma no servía de mucho. El comisario era un hombre de mediana edad en la flor de la vida, aunque de carácter sombrío. El caso parecía irresoluble. No tenía ni idea de cómo descifrar el hurto de estas obras de arte. Lo sabía todo en materia de armas, cartuchos, persecuciones policiales e intentos de chantaje. Pero ¿aquello? La policía ni siquiera había recibido soplos procedentes de los bajos fondos. Los informantes con los que habían contactado se habían limitado a carraspear y a mascullar que no habían oído nada aún, asegurando que tratarían de enterarse.

—Este golpe deben de haberlo planeado durante años —aseveró su colega Rolf Strömbeck, un hombre de barba con la cincuentena ya cumplida, mientras hurgaba entre los papeles de su escritorio—. Es sorprendente que pudieran huir sin dejar rastro de neumáticos ni ninguna otra pista. Tampoco disponemos de huellas dactilares ni reconocemos a ningún posible sospechoso en las imágenes de las cámaras de vigilancia. No lo entiendo.

—La cámara que cubría la sala de los impresionistas franceses estaba estropeada. Si al menos hubieran rociado con pintura su objetivo podríamos tratar de rastrearlos, pero los cacos se limitaron a sacar el enchufe —señaló Petterson dejando escapar un suspiro—. ¡Maldita sea...! Bueno, tomémonos un café.

Los dos hombres se levantaron y fueron a detenerse junto al dispensador de café.

Era la sexta taza de café de Petterson ese día. La bebida salía ardiendo y sabía a plástico viejo, pero al menos le proporcionaba una necesaria pausa. Por supuesto que debía haber pistas. La cuestión era encontrarlas. Ello le hizo pensar en los visitantes de la galería.

—Ha llegado el momento de examinar a las personas que acudieron al museo el día de los hechos y de citarlas para un interrogatorio. Tiene que haber habido otras personas aparte de esos viejos desorientados que mencionaron los guardas jurado de la empresa de seguridad.

—Los ancianos hicieron referencia a un hombre de pelo castaño que, en opinión de una de las abuelas, tenía un aspecto muy agradable. Incluso deseó que hubiera sido su hijo. —Strömbeck suspiró.

—Pero otra de las mujeres lo acusó de ladrón. Según esta, había intentado quitarle el bolso. Seguramente a esos pobres jubilados casi les da un pasmo con la alarma.

Petterson se sumió entonces en meditaciones acerca de la vejez. Era increíble lo confuso que todo podía resultar, pensó, y se imaginó a sí mismo de viejo. Más le valía en lo sucesivo consumir una mayor cantidad de frutas y verduras, que había oído que eran beneficiosas para la mente. Cogió una manzana de la cesta de la fruta e hizo una seña a su compañero.

—¿Vamos a analizar los letreros? Es lo único que los ladrones han dejado tras de sí.

—Como si nos fuera a servir de algo...

Al regresaron a la sala de investigaciones se sentaron al escritorio. Allí estaban los tres letreros hallados en el museo: FUERA DE SERVICIO, AUSENTE POR INVENTARIO y VUELVO ENSEGUIDA.

El comisario Petterson trató de reconstruir lo sucedido. Los letreros habían retrasado la actuación de la policía, que tardó varias horas en caer en la cuenta de que el ascensor sí funcionaba. Luego estaban los otros dos rótulos, que habían hecho creer a los agentes que no había nada fuera de lo normal en aquella sala y se habían dedicado a buscar cuadros robados en las otras, sobre todo en las que acogían la exposición temporal «Vicios y placeres», donde inspeccionaron minuciosamente todas y cada una de las obras. Hasta que uno de los conservadores del museo no constató que allí no faltaba ninguna pintura no se amplió el examen de la escena del delito a las demás secciones. Tras ello, comenzaron a estudiar con renovado interés los dos letreros de la pieza de los impresionistas. AUSENTE POR INVENTARIO... Petterson había mandado a un grupo de agentes al almacén para comprobar si las obras se encontraban allí, mientras que sus técnicos peinaban registros y listas de datos. La policía invirtió mucho tiempo y esfuerzo en ese empeño, pero al no hallarse el Renoir ni el Monet, comprendieron que esos eran los cuadros robados. Y no eran cuadros cualesquiera. ¡Santo cielo! Nada menos que la vista del Escalda de Claude Monet y esa otra obra que ya había sido sustraída en el pasado. ¡Cómo podía volver a ocurrir!

—Unos cacos inteligentes —afirmó Petterson señalando en dirección al letrero AUSENTE POR INVENTARIO—. Una falsa pista de primera.

Su colega Rolf Strömbeck contempló el cartel durante largo rato, se introdujo una porción de snus en la boca y asintió con la cabeza.

—Y nos lo tragamos. Tan sencillo y, al mismo tiempo, tan condenadamente astuto —coincidió.

—¿Y el letrero VUELVO ENSEGUIDA? ¿Lo entiendes?

—En todos mis años de servicio nunca he visto nada parecido —respondió el compañero—. ¿Quién ha podido ponerlo y por qué?

—En cualquier caso está escrito a mano, mientras que los otros han sido elaborados con una impresora convencional. Ahí tenemos una caligrafía...

—¿Habrá escrito el letrero VUELVO ENSEGUIDA alguien que descubrió el robo y salió corriendo para alertar a la policía? En ese caso deberíamos ponernos en contacto cuanto antes con esa persona. —Strömbeck mordió el lápiz pensativo—. Deberíamos hacer un llamamiento a la población. La cuestión es cómo redactarlo.

El comisario Petterson barajó varias fórmulas, pero no se le ocurrió ninguna adecuada.

—Si buscamos a una persona que haya escrito el texto VUELVO ENSEGUIDA todo el país se comunicará con nosotros, y ninguno de ellos pertenecerá a esa banda de ladrones. Ningún delincuente profesional deja una pista tan clara. Los rótulos han sido manipulados con guantes, pero estos presentan huellas dactilares nítidas en la propia pintura. ¿Ves los pulgares en las esquinas? La pintura negra tiene que haber estado fresca —explicó Petterson pasándole el cartel a su compañero.

—¿Sabes qué? Este letrero no conduce a ninguna parte. Solo le veo un uso —dijo Strömbeck mientras se ponía en pie. Acto seguido abrió la puerta y colgó VUELVO ENSEGUIDA por el exterior de la empuñadura—. Vamos a darnos un paseo y luego almorzamos en la ciudad. De ese modo por lo menos nos dejarán en paz durante un momento.