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El día fijado para el pago del jugoso rescate los cinco cogieron un taxi con destino a la terminal de transbordadores. Una vez allí compraron sus billetes; Anna-Greta pagó en efectivo, como no podía ser de otra manera. Luego se sentaron a esperar la hora de salida. En esta ocasión no llevaban consigo sus andadores, sino que utilizaban los de la compañía naviera. Cierto es que ninguno de ellos lo necesitaba ya, pero esta herramienta les confería un aspecto más inocente. Subieron al ferry y nada más embarcar fueron a dejar los andadores y algunos pequeños objetos en sus camarotes. A continuación salieron discretamente al pasillo, tomaron la escalera que conducía a la cubierta para vehículos, recorrieron con calma la rampa de automóviles y regresaron al muelle. Si alguien les estaba siguiendo la pista se iba a llevar un chasco, puesto que la intención de los cinco era coger un transbordador distinto.

Al arribar a Stadsgården, la zona del puerto de donde parten los ferries de la compañía Viking, recogieron los carritos de la compra de la marca Urbanista. Pidieron un taxi que los llevó al puerto de Värta, donde atracan los buques de la compañía Silja, y lograron llegar por los pelos a la terminal antes de que el Serenade soltara amarras. Märtha se sentía muy orgullosa de ese pequeño rodeo que habían dado. Lo llamaba la «maniobra de distracción de la Liga de los Pensionistas». Ya podía la policía y demás autoridades buscarlos hasta en el último recoveco del barco Mariella perteneciente a la naviera Viking, mientras ellos navegaban plácidamente en el buque insignia de Silja Line, el Serenade. Rastrillo le había preguntado por el sentido de esa fastidiosa excursión suplementaria, pero Märtha se había limitado a explicarle que en buena parte de las novelas policíacas se recurría a las pistas falsas. La finalidad de estas era ganar tiempo. Además, ¿no habían quedado en que se querían divertir un poco antes de dar con sus huesos en la cárcel?

Los cinco bromearon animadamente sobre atracos y raterías mientras hacían cola para acceder a sus camarotes en el Serenade. Los pasajeros que tenían a su lado les dedicaban unas miradas divertidas a esos despreocupados abueletes y no podían evitar sonreírse. Tal vez envejecer a fin de cuentas no fuera tan terrible. Después de hacerles entrega de sus tarjetas-llave no se dirigieron de inmediato a los camarotes, sino que fueron con sus carritos de la compra negros hasta el ascensor para bajar a la cubierta de automóviles. Entre todos esos vehículos de carga, camiones pesados y turismos nadie se fijaría en ellos y podrían atravesar sin problemas la embarcación por el flanco camino de la rampa. En el trayecto examinaron con detenimiento cada tabique y rincón en busca de un lugar apropiado donde dejar los carritos. Había mucha humedad, charquitos aquí y allí y olía a gasóleo, aunque nada de eso les importunó. Todos estaban profundamente concentrados en su labor. Justo antes de llegar a la rampa divisaron un tabique con espacio para guardar botas y chubasqueros. En el suelo vieron una caja de madera y dos sacas.

—¡Aquí! —exclamó Märtha exultante.

Colocaron entonces con cuidado sus carritos negros entre las prendas impermeables. Por si acaso, echaron un vistazo para asegurarse de que nadie los había visto y luego se alejaron rápidamente. Cierto es que no obtendrían el rescate hasta el viaje de vuelta a Estocolmo, pero querían comprobar de ese modo si iban a dejar en paz los carritos o si la policía les había tendido alguna trampa.

 

 

El sol de la mañana penetraba en la suite Princesa Lilian haciendo brillar el piano de cola y la alfombra gris. Petra Strand, la joven limpiadora del hotel, colocó bien los cojines del sofá y miró hacia la ventana. Había pasado la aspiradora, fregado los cuartos de baño y desempolvado todos los muebles con el plumero. Enderezó la espalda y se pasó las manos por el cabello pelirrojo recién lavado. La habitación ya había quedado limpia. Ahora restaba lo más divertido: realizar el inventario de la ornamentación de las distintas habitaciones y ver qué podía mejorarse. Ciertamente no era más que una camarera, pero la dirección del hotel, al enterarse de que había estudiado arte, deseaba conocer su opinión acerca de los colores y la decoración interior de las estancias. Aunque la mayoría de los huéspedes del Grand Hotel eran personas de cierta edad, la revolución digital había llevado a muchos jóvenes millonarios a frecuentar también el establecimiento. La directiva quería adaptarse a esa nueva circunstancia y asegurarse de que su nueva clientela se sintiera a gusto.

Petra miró fugazmente el Palacio Real iluminado por el sol al otro lado de la ventana, dejó el trapo del polvo en el carrito de la limpieza y dio una nueva vuelta al piso. Mientras estudiaba los adornos, alfombras y telas se preguntó cómo podría resultar más atractivo el conjunto. La suite fusionaba blanco, gris y negro y la gruesa moqueta de tonalidad plateada le agradaba. Los cubrecamas de flores turquesa y todos los elementos de color gris combinaban bien con las imponentes vistas, e incluso las habitaciones de tonos más claros destacaban por su elegancia. Pero algo faltaba. Sin lugar a dudas sería necesario revisar la decoración interior de los trescientos treinta metros cuadrados de la suite. ¿Tal vez algunos cuadros nuevos?

Su primera impresión fue que las obras de arte carecían de cierta chispa. Hubiera preferido otras con algo más de colores vivos. Sobre la cama de uno de los dormitorios colgaba una pintura de gran tamaño con un barco de vela; en el pasillo, junto a la cocina, había un aguafuerte, y dos bodegones de tamaño más reducido adornaban las paredes del interior de la biblioteca. Se detuvo entonces frente a los dos óleos situados encima del piano de cola. Presentaban sin duda un aspecto bastante decente, pero de ahí no pasaba la cosa. Uno de ellos mostraba chalupas y pesqueros en la desembocadura de un río, y el otro una especie de exterior parisino con una pareja sentada en un café. En la pintura de motivo fluvial predominaban los tonos marrones y grisáceos y, además, contenía un exceso de embarcaciones en relación con la superficie de agua. La escena de París no estaba mucho más conseguida. La mujer del café aparecía representada desde un ángulo trasero oblicuo, con un tocado, y el hombre tenía una apariencia extraña con su cabello largo, su enorme mostacho y su sombrero obsoleto. Había demasiado de todo. Habría bastado con que la dama llevara algo en la cabeza. Pese a todo, el motivo le resultaba familiar. Entonces inspeccionó la pintura un poquito más de cerca. De hecho, le recordaba una obra de Renoir. Los grandes maestros solían ser copiados con frecuencia, si bien el resultado, por lo general, dejaba bastante que desear. Este parecía ser uno de esos artistas que habían fracasado en el empeño. En cualquier caso, ninguno de los cuadros encajaba mucho en ese lugar. Prefería una pintura moderna de gran formato. ¿Por qué no una obra de Ola Billgren, de Cecilia Edefalk o un Picasso? Ni corta ni perezosa descolgó las dos pinturas, las colocó en el carrito de la limpieza y bajó con el ascensor hasta el anexo, que estaba siendo reformado en ese momento. En el suelo de una de las habitaciones sin utilizar se acumulaba una serie de cuadros que habían retirado para pintar las estancias. Estudió con atención cada uno de ellos. Había uno que recordaba a un auténtico Chagall y el mayor de todos, una acuarela al estilo de Matisse, iría de perlas colgado sobre el piano de cola.

Dejó los cuadros de la suite Princesa Lilian en el carrito, cogió los otros bajo el brazo y subió con ellos. Excitada colocó sobre la pared del piano uno de los cuadros. Y luego hizo lo propio con el segundo. A continuación retrocedió expectante varios pasos y sus ojos resplandecieron. Ahora tenía una pinta mucho mejor. Se sacó su cajita de snus de los vaqueros y se introdujo una porción en la boca. ¡Los jefes se pondrían contentísimos!