PRÓLOGO
La anciana agarró el andador, colgó el bastón junto al cesto y trató de adoptar una apariencia decidida. Una vieja de setenta y nueve años a punto de cometer su primer atraco a un banco requería de cierta autoridad. Enderezó la espalda, se cubrió el rostro con el sombrero y abrió la puerta. Entró lentamente en la oficina bancaria apoyada sobre su andador de marca Carl-Oskar. Quedaban cinco minutos para el cierre y tres clientes aguardaban su turno. El andador chirrió débilmente pese a haberlo lubricado con aceite de oliva. La rueda estaba torcida desde que había chocado con el carro de la limpieza del centro geriátrico. Pero un día como este ello carecía de la menor relevancia. Lo importante era que el andador disponía de un cesto grande con espacio para mucho dinero.
Märtha Anderson, del barrio estocolmés de Södermalm, avanzó ligeramente encorvada. Llevaba puesto un abrigo corriente y moliente de color indeterminado, que había escogido para no llamar la atención. Era de estatura superior a la media, robusta, que no gorda, y calzaba unos recios zapatos de suela gruesa que, llegado el caso, le facilitarían la huida. Ocultaba sus venosas manos en un par de guantes de cuero bastante raídos y su corto pelo blanco bajo un sombrero marrón de ala ancha. Alrededor del cuello llevaba un chal de color fosforito. En caso de sorprenderla el flash de una cámara, la prenda sobreexpondría automáticamente todo lo que hubiera a su alrededor, difuminando los rasgos de su cara. Aunque se trataba más bien de una medida extra de seguridad, puesto que llevaba la boca y la nariz tapadas con el sombrero.
La pequeña sucursal de Götgatan presentaba el habitual aspecto de los bancos de hoy en día: una sola caja, paredes asépticas y anodinas, suelo reluciente y encima de una mesilla folletos sobre ventajosos créditos y consejos para hacerse rico. Ay, mi querido folletista...Yo me sé otros métodos mucho mejores, pensó Märtha. Se sentó entonces en el sofá de las visitas y simuló estudiar los pósteres anunciadores de préstamos combinados y fondos de inversión, aunque apenas podía tener las manos quietas. Se introdujo discretamente una en el bolsillo en busca de las pastillas, esas insanas delicias objeto de las advertencias de los médicos y de los agradecimientos de los dentistas. Pero Alaridos Selváticos sonaba a rebeldía, y le parecieron que ni pintadas para un día como ese. Además, algún vicio tenía que tener.
Sonó un pitido en la pantalla de turnos y un hombre de unos cuarenta años se apresuró hasta la caja. Su trámite fue resuelto en un pispás, y luego una adolescente fue atendida casi igual de rápido. A continuación le tocó a un caballero de respetable edad que empezó a trastear torpemente con sus papeles mientras musitaba algo. Märtha comenzó a perder la paciencia. No podía permanecer ahí demasiado tiempo. Corría el riego de que alguien advirtiera su postura corporal u otro detalle susceptible de delatarla. Eso no le convenía ahora que pretendía pasar por una señora mayor cualquiera que acudía al banco para retirar dinero. Aunque, bien mirado, era precisamente eso lo que pretendía hacer, salvo que la cajera iba a quedarse estupefacta por el importe. Märtha se palpó dentro del bolsillo del abrigo el recorte de Dagens Industri que había extraído de un artículo sobre el coste de los atracos para los bancos. Había guardado el titular: «¡Esto es un atraco!». En realidad fueron precisamente esas palabras las que le habían servido de inspiración.
Cuando el hombre de la ventanilla estaba a punto de finalizar, Märtha se levantó apoyándose en el andador. Durante toda su vida había sido una ciudadana de bien en la que todos habían confiado. De hecho, en su época escolar incluso la habían nombrado delegada de clase. Y ahora se disponía a convertirse en una delincuente. Por otro lado, ¿cómo hubiera podido, si no, asegurarse una buena vejez? Necesitaba dinero si quería un hogar decente, para ella y los suyos, y ya era demasiado tarde para arrepentirse. Ella y sus viejos amigos del coro disfrutarían de una «tercera edad» dorada. En pocas palabras, un poco de marcha para el cuerpo en el otoño de la vida. El señor que tenía delante se lo tomaba con calma pero, finalmente, volvió a sonar un pitido y apareció su número. Lenta, aunque dignamente, fue aproximándose hasta la caja. Iba a arruinar en ese preciso instante toda la confianza y la reputación que se había granjeado a lo largo de la vida. Pero ¿qué podía hacer en una sociedad ladrona que maltrataba a sus ancianos? O te resignabas y sucumbías, o te adaptabas. Ella era de las que se adaptaban.
Escudriñó a su alrededor en los últimos metros antes de llegar a la ventanilla y se detuvo frente a la caja. Colocó el bastón sobre el mostrador y saludó amablemente a la empleada con una leve inclinación de la cabeza. A continuación le entregó el recorte del periódico.
¡Esto es un atraco!
La mujer de la caja lo leyó y alzó la vista con una sonrisa.
—¿En qué puedo ayudarla?
—¡Tres millones! ¡Rápido! —respondió Märtha.
La cajera amplió aún más su sonrisa.
—¿Desea retirar dinero?
—¡No! Son ustedes los que van a retirarlo por mí. ¡Ahora mismo!
—Entiendo. Pero la pensión todavía no ha llegado. Se abona a mediados de mes, comprenderá la buena señora.
Märtha se quedó fría. El asunto estaba tomando unos derroteros totalmente diferentes de los previstos. Había que actuar de inmediato. Entonces agarró el bastón y lo introdujo por la ventanilla, agitándolo en actitud amenazante en la medida de sus posibilidades.
—¡Dese prisa! ¡Mis tres millones!
—Pero la pensión...
—Haga lo que le digo. Tres millones. ¡Póngalos en el andador!
La muchacha, harta, se puso en pie y fue a buscar a dos colegas varones, en la flor de su edad, los cuales acudieron con la mejor de sus sonrisas. El que estaba más cerca de Märtha, que guardaba cierto parecido con Gregory Peck (¿o quizá con Cary Grant?) le dijo:
—Verá cómo arreglamos lo de su pensión. Y mi colega llamará con sumo gusto para pedirle un coche del servicio de transporte para discapacitados.
Märtha escrutó a través del cristal y vio en segundo plano a la muchacha con el auricular ya en la mano.
—En ese caso tendré que robarles en otra ocasión —contestó Märtha recogiendo rápidamente el bastón y el recorte del diario.
Después de sonreírle tiernamente todos los allí congregados, la acompañaron, primero hasta la puerta y, luego, al taxi. Incluso la ayudaron a plegar el andador.
—Residencia El Diamante —indicó Märtha al chófer mientras se despedía del personal del banco agitando la mano.
Se guardó con cuidado el trozo de periódico en el bolsillo. Todo había sucedido justo como había previsto. Una anciana con andador podía hacer muchas cosas que otras personas no podían. Buscó en el bolsillo una nueva dosis de Alaridos Selváticos y, satisfecha, empezó a canturrear para sí. Ahora, para que su plan surtiera efecto, solo precisaba de la ayuda de sus amigos del coro, con los que había vivido y cantado más de dos décadas. Como era natural, no podía preguntarles directamente si querían ser maleantes. Tenía que ganárselos con astucia. Pero en el futuro, de eso estaba convencida, le agradecerían que los hubiera ayudado a cambiar sus vidas para mejor.
Un zumbido en la lejanía seguido de un nítido plin despertó a Märtha. Abrió los ojos y trató de comprender dónde se hallaba. En la residencia, como no podía ser de otro modo. Y la había desvelado, obviamente, Bertil Engström, alias Rastrillo, que tenía que levantarse siempre en plena noche para comer. Solía meter algo en el microondas y olvidarse luego del asunto. Märtha se puso en pie y, con ayuda del andador, se encaminó a la cocina. Sacó refunfuñando del microondas un envase de plástico lleno de macarrones con albóndigas en salsa de tomate y observó adormilada los edificios de enfrente. Unas lámparas encendidas iluminaban la noche. Al otro de la calle estarán todavía las cocinas, pensó. En el pasado habían dispuesto de cocina propia, pero los nuevos propietarios las habían eliminado a fin de reducir personal. Antes de que El Diamante S. A. se hiciera con el centro geriátrico las comidas habían constituido los momentos álgidos del día, y en el salón principal flotaba un delicioso aroma. ¿Y ahora? Märtha bostezó y se reclinó sobre la encimera. No, casi todo había ido a peor y la cosa se había puesto tan fea que a menudo prefería perderse en ensoñaciones. ¡Qué maravilloso sueño...! Había tenido la vívida sensación de encontrarse verdaderamente en esa sucursal bancaria, como si su subconsciente hubiera asumido el mando para tratar de transmitirle algún mensaje. En el colegio siempre había protestado contra las injusticias. También en su época de maestra se había opuesto a las disposiciones absurdas y a los reglamentos estúpidos. Pero aquí en la residencia, extrañamente, no había hecho más que conformarse. ¿Cómo podía haberse vuelto tan apática? Aquellos que estaban en contra del régimen de un país hacían la revolución. ¿No sería posible rebelarse también en ese lugar si lograba convencer a los demás? Aunque lo de los atracos tal vez fuera pasarse un poco de la raya... Se le escapó una risita nerviosa. Porque precisamente era eso lo que la asustaba: que sus sueños casi siempre se hacían realidad.