28

 

 

Los días posteriores a la desaparición de los ancianos no se habló de otra cosa en la residencia. ¿Dónde se habían metido los del coro? No había ni rastro de los cinco, nadie sabía de ellos. Katja había intentado nuevamente contactar con la enfermera Barbro en su móvil sin obtener respuesta alguna. La situación tampoco mejoró después de llamar a la policía. Una vez más la atendió el comisario Lönnberg, quien se limitó a reiterar que les era imposible ayudarles.

—Querida mía, la policía carece de competencia en estos casos —le había indicado—. Si los abuelos desean irse por su cuenta están en su derecho de hacerlo. No podemos inmiscuirnos en ese asunto. Y no olvide que pueden ayudarse entre ellos. Probablemente no haya motivo para preocuparse.

—Pero ¡yo estoy preocupada! —exclamó la muchacha.

—Eso es lo que marca la ley, ¿lo entiende? —insistió, hasta que Katja finalmente decidió colgar.

Hablar con ese hombre era una pérdida de tiempo, pero ¿qué otra cosa podía hacer? No se atrevía ni a imaginar lo que diría la señorita Barbro cuando descubriera lo que había sucedido. Katja dejó su taza de café y se dirigió al salón principal, en el que reinaba la habitual calma. En una esquina había un televisor encendido con el sonido desconectado y los dos hombres que solían jugar al ajedrez se habían quedado dormidos. Una vieja señora se entretenía leyendo mientras su amiga se dedicaba a mirar por la ventana sentada en el sillón. Además de silencioso, resultaba aburrido.

Justo cuando Katja se disponía a volver a casa se abrió la puerta y uno de los ancianos le anunció a voz en grito:

—¡Tiene visita!

—¿Visita?

La muchacha no había concertado ninguna cita.

—Es una persona que pregunta por la enfermera Barbro. Y usted es su sustituta...

Katja asintió con la cabeza, se arregló la falda y se encaminó a la sala de las visitas. Allí se topó con un hombre de mediana edad de pelo rapado y barba. Llevaba un aro en la oreja, cazadora de cuero y tatuajes en las muñecas. El hombre se puso en pie al entrar Katja.

—Soy Nisse Engström. He venido a ver a mi viejo.

—¿A su viejo...?

—Así es. A Bertil Engström, bueno, Rastrillo, ya sabe...

—Ah, comprendo. ¿Hay algo que desee comunicarle?

—¿Cómo que comunicarle...? Quiero ir a verlo a su cuarto.

—Su habitación está por ahí, pero...

—Prometí visitarle cada vez que hiciera escala aquí y tengo intención de cumplir mi promesa.

En un abrir y cerrar de ojos el hombre ya había puesto rumbo a la habitación de su progenitor. Katja se dio prisa, pero no llegó a tiempo para impedirle que abriera la puerta.

—¡Qué demonios! ¿Dónde está?

—No lo sé, pero...

—¿Quiere decir que no sabe dónde se ha metido? ¿A qué mierda se dedican aquí?

Katja se sonrojó.

—Lo más probable es que Rastrillo y el resto del coro hayan ido a cantar a algún sitio.

—Bueno, si es así —repuso el hombre algo más calmado dejándose caer en una silla—. ¡Qué mala pata! Vengo aquí tan poco... Uno no pisa tierra firme con mucha frecuencia.

—Veo que es usted marinero.

—Sí, como mi padre. Vivíamos en Gotemburgo, en el barrio de Majorna. Desde el cerro veíamos el río y todas las embarcaciones amarradas en el muelle. Mi viejo solía hablarme de sus travesías y me llevaba al museo marítimo de la ciudad.

Katja se sentó en la silla contigua. El hijo de Rastrillo tenía un aspecto bastante salvaje, pero parecía buena gente.

—¿Y su madre?

—¡Bah! No estuvieron casados mucho tiempo. Mi padre era un casanova... Una pena por ella. Merecía algo mejor. Nunca volvió a casarse. Creo que quiso a mi padre toda la vida.

—Rastrillo también es muy popular por aquí —confesó Katja.

—Mi padre es un poco brusco, pero buena persona. Solíamos ir a pescar al foso de las antiguas murallas de la ciudad. Lanzaba el sedal y nos sentábamos ahí vigilando la caña mientras hablábamos del mar. No es de extrañar que yo acabara siendo marinero.

Katja sonrió.

—Pescábamos lucios y anguilas y de vez en cuando también algún que otro salmón. Pero luego el agua se llenó de porquerías y se acabó lo que se daba. Joder...

El hombre se puso en pie.

—Bueno, es mejor que me marche. Mañana zarpamos. No se le olvide saludarlo de mi parte.

Katja se levantó también y lo acompañó hasta la puerta. Allí se encontraba Henrik, con sus noventa y tres años, apoyado en el bastón.

—Aquí está todo muy tranquilo, ¿comprende? —dijo—. A ninguno de los del coro se le ha visto desde el domingo.

—Pero ¿qué diablos dice este hombre? —exclamó Nisse volviéndose hacia Katja—. ¿Desde el domingo? ¡Eso no me lo había contado!

—He intentado hablar con la policía pero no me escuchan. Lo siento mucho. Quizá sea mejor que llame usted que es familiar —propuso Katja.

—Ya va siendo hora de que se pongan a buscarlos, me cago en...

Nisse, el vástago de Rastrillo, se sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de emergencias.