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—¿Quieres decir que la señorita Barbro se encuentra en este mismo barco? ¡Madre mía! —exclamó Märtha tan vehementemente que por poco no acalla la música de baile.

Instintivamente cogió a Lumbreras de la mano y lo condujo hacia la barra del bar. Una vez allí avisó a los demás.

—Nos largamos —opinó Rastrillo, pero entonces se dio cuenta de que la enfermera no estaba sola, sino en compañía del director Mattson—. O mejor no... No hay peligro. Parece que solo tienen ojos el uno para el otro.

Los cinco aguardaron un momento tratando de pasar lo más desapercibidos posible.

—Tal vez no nos haya descubierto —afirmó Stina después de que la pareja desapareciera rumbo a la cubierta de los camarotes.

—No han visto nada. Ni siquiera les ha dado tiempo a tomarse una copa —dijo Lumbreras.

—No han venido aquí para eso —apuntó Rastrillo.

—Es probable que la señorita Barbro enfermera tenga tanto miedo como nosotros de que la vean. Ahora sabemos con certeza que tienen un lío —sentenció Märtha.

—Estarán retozando en el catre, como de costumbre. Ya tenemos algo por donde pillarla —comentó Rastrillo.

—Siempre tienes que... —comenzó a decir Anna-Greta, pero Märtha la interrumpió.

—Barbro no debe vernos. Podría arruinar todo.

—En ese caso nos limitaremos a preguntarle qué está haciendo en el ferry con Mattson —sugirió Rastrillo con una risita.

Todos se consolaron con esa idea, pero la jovialidad que había reinado entre ellos hasta hacía unos momentos desapareció. La única persona a quien no parecía importarle era Anna-Greta. Märtha pudo constatar con el rabillo del ojo que el caballero la había vuelto a sacar a la pista de baile, de lo cual se alegró. Aun así, esperaba que aquello no tuviera un final dramático. Las caderas de Anna-Greta no estaban del todo bien después de su simulado desplome en el museo. Era una suerte que no se hubiera caído de verdad.

—Bueno, tal vez sea mejor que nos vayamos a acostar. Estoy terriblemente cansada. Nos vemos en el desayuno —anunció Märtha.

Le inquietaba lo que les aguardaba al día siguiente, por lo que prefirió irse a dormir. Los otros asintieron en silencio y pusieron rumbo a los camarotes. Excepto Anna-Greta, que permaneció en la pista de baile. ¿Y si la señorita Barbro regresaba?... Por otro lado, la amiga parecía estar pasándolo tan bien con su nuevo pretendiente que Märtha no tuvo ánimo para interrumpirla. Se las arreglaría sin duda.

 

 

A la mañana siguiente le costó despertarla. Märtha, azuzada por la curiosidad, le preguntó a qué hora se había ido a la cama.

—Como si no tuviera otra cosa que hacer que mirar el reloj —respondió Anna-Greta con una mirada resplandeciente.

Más que eso fue imposible sacarle. Hasta después de la reunión de la mañana en el camarote no le ofreció explicación alguna.

—Hemos quedado de nuevo —admitió colorada como un tomate justo en el momento en que la voz del capitán se oyó por los altavoces.

—Estimados amigos, ya hemos llegado a Helsinki. Es el momento de bajar a la cubierta de vehículos. No olviden tener cuidado y mirar bien a su alrededor.

Todos asintieron en un pacto tácito, se levantaron y abandonaron el camarote. Luego se unieron a la marea de gente que pretendía coger los ascensores para bajar a cubierta. En el preciso instante en que alcanzaron el tabique situado junto a la rampa se aceleraron los motores y el barco atracó. Märtha y Lumbreras intercambiaron unas fugaces miradas. Los carritos de la compra negros seguían ahí. Los cinco esperaron un momento hasta que la embarcación terminó de echar amarras y el personal de cubierta se puso a agitar la mano para despedir a los vehículos que la abandonaban. Märtha y Lumbreras se agarraron a sus andadores y comenzaron a caminar hacia la salida mientras los otros lo hacían con los carritos. Luego todo el grupo abandonó el barco y descendió por la rampa para los coches. Nadie los detuvo ni les llamó la atención, pero si lo hubieran hecho Märtha tenía también preparado algo: habría exigido hablar con la dirección para quejarse de lo mal que los habían tratado por el mero hecho de ser ancianos. Ninguna compañía naviera deseaba ser acusada de actuar de forma dictatorial contra los pobres viejecitos...

 

 

Una vez en el muelle todos se sintieron más tranquilos, convencidos de que recoger el rescate no iba a resultar una tarea tan complicada. En el mercado de abastos compraron unas salchichas típicas, jamón cocido y queso finlandés y luego cogieron el traqueteante tranvía que enlazaba con el centro. En la pastelería Fazer se tomaron un café, degustaron un bocadillo y adquirieron unos bollos, poniendo luego fin a su periplo por Helsinki con la compra de regaliz, tartaletas de chocolate y un abundante cargamento de licor de mora.

—¿Tenemos que ir ya a por el rescate? ¿No podemos esperar a después? —Stina empezaba a ponerse nerviosa. Era en el viaje de vuelta cuando cobrarían el dinero, lo que inexorablemente los convertiría en peligrosos delincuentes.

—Como ya he dicho, a nuestra edad no existe el después. El después ya ha pasado —zanjó Märtha. Comprendió que tenía que actuar con firmeza. Era importante que todos se mantuvieran unidos en ese momento—. Por cierto, he visto que en el barco venden chocolate belga. Vayamos a hacer algunas compras.

Con eso era suficiente para distraer a Stina.

Tras subir nuevamente a bordo, Märtha cogió del brazo a su amiga y fue con ella hasta la tienda para obsequiarla con cinco cajas de chocolate belga. Mientras hacía cola para pagar repasó otra vez todo mentalmente. Al llegar a Estocolmo el trasbordador, debería haber dos carritos de la compra idénticos junto al tabique, que los ancianos intercambiarían por los suyos. La única diferencia entre los carritos era un pequeño orificio que Lumbreras había perforado para los banderines reflectantes, tan pequeño que nadie más que ellos podría advertirlos.

—Toma el chocolate y ve a descansar un rato. Nos vemos dentro de una hora en mi camarote para ir a tomarnos una copa antes de comer —instruyó Märtha tendiéndole a Stina la bolsa.

La amiga apretó el regalo contra su pecho, le dio las gracias y siguió su consejo.

 

 

Poco después, Märtha y Lumbreras recorrieron a hurtadillas la eslora del barco en dirección al tabique. A la anciana le entraron ganas de tomar de la mano a su amigo para apoyarse, pero se contuvo. Llevaban tanto los carritos de la compra como unos paraguas y no tenían manos para todo. Marcharon lenta y cautelosamente hacia el espacio situado junto a la rampa y, justo antes de llegar, desplegaron sus paraguas porque, como Lumbreras había observado, las cámaras de seguridad estarían probablemente conectadas. Se detuvieron junto al tabique y respiraron hondo varias veces. Märtha apenas se atrevía a mirar. Podían verse los chubasqueros, las botas y... efectivamente, en el fondo de una de las esquinas había dos carritos nuevos de color negro de la marca Urbanista, idénticos a los suyos. Ahora solo quedaba que el museo hubiera introducido en ellos los diez millones. Un generoso complemento de la pensión, como había referido Märtha. Y una de las pocas transacciones monetarias donde su banco no podría llevarse comisión alguna.

Le hubiera encantado poder hacerse cargo ya de los dos carritos, pero desde el minuto mismo en que los hubiera subido al camarote habrían tenido la posibilidad de seguirles la pista, a ella y a sus amigos. Es decir, el asunto debía gestionarse de un modo más discreto. Los carritos se quedarían donde estaban hasta el momento de desembarcar en la capital sueca. En cualquier caso, debía abrirlos para comprobar que no les habían dado gato por liebre. ¿No podía presionar un poquito la tela? En un primer momento se limitó a rozarlos ligeramente con la mano, pero enseguida les dio un buen empujón. La tela crujió y Märtha creyó reconocer el sonido de los fajos de billetes en su interior. Se alegró tanto que no pudo por más que dar unos pasitos de baile. Lumbreras la detuvo rápidamente, pero a ella no le pasaron desapercibidos el alborozo y la satisfacción que se dibujó en su semblante. Entonces deseó abrazarlo, pero eso también debería esperar. Fue después de colocar sus carritos junto a los otros, darse media vuelta e iniciar nuevamente la marcha hacia el ascensor cuando plegaron los paraguas y se dieron un enorme abrazo.

De regreso en el camarote, Märtha y Lumbreras relataron sus peripecias y tras un momento de debate se dirigieron todos a sus respectivos aposentos para un breve pero merecido descanso. Märtha sacó su labor de punto y se sentó en la cama con unos blandos y cómodos cojines en la espalda. Ahora entregarían al museo dos carritos de la compra llenos de retazos de periódico y se llevarían sus diez millones. No era precisamente un mal negocio. Pero ¿funcionaría? Se le ocurrió entonces que todo parecía demasiado fácil. Aunque hasta ahí llegarían sus reflexiones, ya que en ese preciso instante se quedó dormida, con las agujas reposando sobre el vientre. Poco después la despertó Lumbreras aporreando la puerta de su camarote. Era hora de cenar.

Cuando se reunieron en el comedor la alegría todavía era generalizada. Con todo, echaron un vistazo a su alrededor por si aparecería la señorita Barbro. Exploraron en todas las direcciones, pero ni rastro.

—Ella y Mattson estarán... —dijo Rastrillo.

—¡Otra vez no! —Anna-Greta lo atajó recriminándolo con una mirada severa.

—Pero no queda duda de que estará tumbada ahora boca arriba en un camarote —insistió él.

Rastrillo olía de nuevo a ajo y tenía en su mano una jarra de cerveza de grandes dimensiones. Anna-Greta lo observó con desaprobación y, cuando Stina se apresuró a extender el brazo para aplacarla, de repente a la otra se le iluminó el rostro y la arruga de su entrecejo se esfumó.

—¿Sabes qué, Rastrillo? Que si es cierto que la señorita Barbro está enamorada de Mattson, pues muy bien. ¡Déjalos echar un quiqui tranquilos!