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Acababa de caer la noche y el comisario Petterson contempló las luces de la ciudad resplandeciendo entre la lluvia. Una vez más hacía horas extras. El robo de los cuadros lo perseguía y no le daba ni un minuto de respiro. Intentó hallar pistas entre los vídeos del sistema de circuito cerrado del museo y, si bien la cámara de la sala de los impresionistas había estado inoperativa, obviamente había otras. Las grabaciones tenían necesariamente que mostrar a todas las personas que se encontraban en el museo ese infausto día y entre ellas el comisario debería poder encontrar al ladrón o ladrones. Había repasado minuciosamente el material, sin detectar nada sospechoso. En la primera planta, que albergaba las obras de diseño contemporáneo, se veía a tres señores mayores y a una familia con dos hijos deambulando sin rumbo determinado. En un rincón de la estancia, dos chicas de unos treinta años observaban la cristalería tintada de un expositor mientras que una mujer de edad avanzada estudiaba objetos de porcelana de Gustavsberg. Ninguna de ellas tenía pinta de delincuente. Los visitantes se movían con pausa y examinaban los expositores con atención.

Petterson vio a dos muchachas con zapatos de tacón alto que subían por la amplia e imponente escalinata que conducía a la segunda planta. Hizo zoom sobre ellas, pero no, ahí tampoco había ningún cuadro. Aunque sus minifaldas no estaban nada mal... Un poco más al fondo, tres parejas de mediana edad se disponían a acceder a la sala del Renacimiento, y junto a la puerta de los impresionistas franceses reparó en una anciana con andador, junto a un hombre también mayor y a una mujer de baja estatura y aspecto frágil. Nada digno de atención allí tampoco, aparte de que parecían estar congelados, a juzgar por los guantes que llevaban puestos. Envejecer no era cosa fácil. Los problemas de circulación te podían fastidiar de lo lindo.

¿Y en la sección de pintura holandesa y flamenca? Era aquí donde estaba colgada la inestimable pintura de Rembrandt. Sin embargo, en la sala no había nadie aparte de una vieja dama con bastón. En ninguna de las imágenes pudo ver a ningún guarda jurado de la empresa de seguridad, lo que le pareció extraño. El valor de las colecciones del museo ascendía a decenas de millones, o probablemente más. Otro detalle peculiar era que no había logrado encontrar una sola imagen del jovenzuelo con barba del que habían dado cuenta los jubilados. De acuerdo con el testimonio de los guardas jurado, dos ancianas afirmaron haber visto a ese sujeto barbado. Pero ¿cómo era posible que ni una sola cámara lo hubiera captado?

El comisario Petterson se levantó y abrió la ventana. Debía estudiar el material con más detalle, sin limitarse a pulsar el botón de avance rápido, pensó reprendiéndose a sí mismo. Sería necesario repasar todo una vez más. Con tranquilidad. Aspiró profundamente el aire frío del exterior y se dirigió luego al dispensador de café en busca de un capuchino. A continuación se sentó delante del ordenador y empezó otra vez desde el principio.

No eran imágenes especialmente interesantes las que pasaban fugazmente frente a sus ojos, por lo que le costaba trabajo concentrarse. No obstante, al llegar a las cámaras de la sala de Rembrandt se quedó desconcertado. La grabación mostraba a una señora mayor acercándose trabajosamente a uno de los cuadros del genio holandés. Entonces se aproximaba claramente más de lo permitido y comenzaba a agitar su bastón, que estaba torcido, adelante y atrás. El policía tenía una madre anciana y le constaba que a las personas mayores se les podían ocurrir cosas bastantes estrafalarias. Pero eso ya se salía de lo normal. Y ahora, al analizar todo más de cerca, descubrió otro elemento extraño. Después de menear el bastón, la mujer inspeccionaba a su alrededor y a continuación se tendía cuidadosamente sobre el suelo. Al pasar la cinta rápidamente parecía que se cayera, pero ahora le daba la impresión de que se tiraba a caso hecho. No, algo no encajaba. Un momento más tarde la mujer se apoyaba sobre los codos y, arrastrándose, se aproximaba un poco más al cuadro. Tal vez estuviera intentando ponerse en pie. Sin embargo, luego se la veía colocando el bastón a su lado para que diera la impresión de que había ido a parar allí al pegarse el trompazo. Unos fotogramas más tarde se observaba entrar corriendo a unos guardas jurado, que la asistían. Eran los mismos que afirmaban que la señora les había hablado de un joven con barba que había visto pasar por allí.

¿Y los guardas jurado? ¿Por qué no se habían quedado en las salas de la exposición permanente? Era todo bastante raro. Ninguna de las cámaras de seguridad había cazado a ningún ladrón llevándose cuadros del museo. Tampoco ninguno de los visitantes portaba un maletín o una bolsa donde poder ocultar los cuadros. Lo único que se apreciaba eran los dos andadores sobre los que se apoyaban una anciana y un señor encorvado. Pero al hombre se le podía ver salir del museo andando tranquilamente en compañía de una mujer, y era imposible que la anciana tuviera nada que ver con el robo. Al entrar en la pinacoteca se había quitado el abrigo y lo había colocado sobre el andador y, al abandonar el recinto, se lo había vuelto a poner. No. En ese golpe tenía que haber participado gente de dentro, ya fuera el personal del museo o los guardias de la empresa de seguridad. Aunque, por supuesto, lo de la anciana con el bastón resultaba bastante enigmático. Claro que, por otra parte, parecía tan esmirriada y débil que dudaba de que hubiera sido capaz de llevar nada a cuestas. El comisario se inclinó hacia atrás y se pasó los dedos por el cabello. El hecho de que los guardas jurado no se encontraran en la exposición permanente se debía como es natural a que eran ellos quienes habían preparado el golpe. Lanzó un silbido y de repente se sintió mucho más contento. Y que no se le hubiera ocurrido de inmediato... Había llegado el momento de interrogar a los vigilantes.