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Nada más pasar junto a la fortaleza de Suomenlinna, Märtha notó que el viento azotaba el casco de la embarcación, aunque no le preocupó. Los buques modernos contaban con estabilizadores. Tampoco inquietó a ninguno de los demás, dedicados a llenar el plato del bufé, a parlotear y a hacer bromas.

—Los restaurantes de aquí no están nada mal, pero los camarotes no pueden compararse con la suite Princesa Lilian —consideró Märtha.

—Por suerte pronto estaremos de regreso en el hotel —comentó Stina—. El nivel es mucho más alto allí. Y además no se balancea.

—Parece mentira lo rápido que te acostumbras. Reservamos los camarotes de lujo, pero se diría que son armarios en comparación con la suite —admitió Märtha.

—Bueno, en breve podremos dejar atrás el golpe museístico del siglo y planear nuevas fechorías. —Rastrillo posó un brazo sobre el hombro de Stina—. ¿Por qué no nos quedamos en el hotel un poquito más? En el peor de los casos podríamos correr con la cuenta.

—¡Dijimos que no íbamos a pagar el hotel...! —protestó Anna-Greta—. Y no se os habrá olvidado que queremos acabar entre rejas.

—Vale, vale... Pero el momento exacto no lo decidimos nosotros, sino la policía —observó Lumbreras.

—Aún está por ver si el museo ha solicitado su intervención, pero no creo que se hayan atrevido. Acordaos de lo que añadimos al final del mensaje, en la posdata: «Si avisan a la policía destruiremos los cuadros» —puntualizó Märtha—. Cierto es que no tenemos la intención de hacerlo, pero fue eso lo que escribimos.

—En cualquiera de los casos debemos actuar con cautela —indicó Anna-Greta—. El dinero es nuestro desde este momento, pero ¿y luego qué, Märtha? ¿Dónde vamos a meterlo? Evidentemente no cabe dentro de una caja de seguridad.

A esas palabras le sucedió un incómodo silencio, porque nadie había pensado en ese punto. Una vez más no habían reparado en eso de planificar varias etapas por adelantado. De la boca de Märtha se escapó un gemido. Aquí no podían hacer como en su Brantevik natal, donde uno se limitaba a meter sus cosas en las casetas. Guardar un botín en la gran ciudad era algo muy distinto.

—No hay que preocuparse mientras tengamos colchones —contestó ella intentando quitar hierro al asunto.

—¿Colchones? Pero ahí es imposible —protestaron los otros.

De inmediato se desató una encendida discusión sobre el lugar donde debían esconder el dinero, pero no fueron capaces de llegar a un acuerdo. En ese momento arreció el oleaje y los cinco amigos se retiraron a sus camarotes. Tenían que estar en plena forma a la mañana siguiente, en el momento fijado para recoger los carritos. Antes de quedarse dormida, Märtha repasó todo en su cabeza con el fin de asegurarse de que no se les había olvidado nada. Le vino a la memoria en ese momento la segunda carta, que enviaron un día después de la primera:

 

Deberán llenar los dos carritos de la compra de la marca Urbanista con 10 millones de coronas y colocarlos en la cubierta para vehículos del Serenade de la compañía Silja, al lado del tabique reservado para la ropa de lluvia, junto a la rampa. No intenten nada raro. Nada de policía. Si hacen como les decimos no les ocurrirá nada ni a ustedes ni a los cuadros.

 

Märtha recordó lo satisfecha que se había sentido con la controversia en relación con la parte final. Pero los otros se habían mostrado reacios.

—Suena amenazador —había declarado Stina.

—Ya, pero eso no es malo. No hay que ser demasiado pardillo —opinó Anna-Greta.

—¿No podemos simplemente borrar las dos últimas frases y firmar como esa banda de moteros... Bandidos? —reflexionó Lumbreras—. Con eso está dicho todo.

Estuvieron largo y tendido debatiendo sobre el enunciado del mensaje hasta que finalmente llegaron a un compromiso. Terminaron borrando la firma de Bandidos, si bien todos coincidieron en lo interesante de la propuesta. Ahora bien, la aciaga frase del final la habían mantenido. Pensándolo bien, a Märtha tampoco le gustaba. Le parecía tan irresponsable... Aun así se dirigió al buzón y echó la carta.

 

 

La embarcación se balanceaba y una ola de gran tamaño golpeó la proa. Ahora no solo eran sus pensamientos lo que la mantenían en vela, sino también el oleaje. Märtha volvió a repasar mentalmente la misiva y se preguntó si el museo habría sido capaz de reunir los diez millones de coronas en tan poco tiempo. Quizá hubieran puesto dinero de mentirijillas en los carritos de la compra... A los museos no les asignaban fondos ni siquiera cuando lo solicitaban para colocar taquillas o secadores de toallas en los baños. Se cubrió con la colcha hasta la barbilla y decidió no preocuparse. Las obras de Renoir y Monet poseían un valor incalculable, así que teniendo eso en cuenta diez millones no eran más que calderilla.

Durante la noche el viento arreció, y hacia el amanecer se formó un vendaval. Por el archipiélago de Åboland estuvieron bastante resguardados de la lluvia y el viento, pero entre Mariehamn y Estocolmo el barco se bamboleó considerablemente. Poco después se declararía un temporal en toda regla. Los cinco permanecieron en sus camarotes agarrándose a lo que pudieron. Märtha estuvo a punto de vomitar en dos ocasiones a lo largo de la noche. Deseó fervientemente que los demás no se sintieran muy mal, porque lo que era ella se encontraba fatal. Por suerte la marejada amainó a la altura del archipiélago holmiense y, llegada la hora de despertarse, a las siete, fue capaz de vestirse y subir a la cafetería contra todo pronóstico. También los otros presentaban un aspecto bastante pálido y ojeroso y ninguno de ellos desayunó más que una taza de té y una pequeña tostada. Una hora más tarde, cuando los altavoces chirriaron antes de dar paso a la voz del capitán conminando a los conductores a bajar a sus coches, los cinco ya aguardaban apostados junto a los ascensores. Enseguida descendieron en dirección a la cubierta de vehículos.

En un primer momento a ninguno de ellos le dio la impresión de que algo hubiera cambiado. Todo parecía simplemente un poco más desordenado que de costumbre. Pero al acercarse a la rampa, Märtha advirtió que algo no encajaba. ¡En lugar de cuatro carritos de la compra solo había uno! En ese momento miró a su alrededor pero no pudo localizar ninguno de los otros. A la anciana se le formó un nudo en el pecho y apenas pudo respirar.

—Lumbreras, ¿has visto eso? —susurró tan alterada que hasta se le olvidó desplegar el paraguas. Entonces, Lumbreras, que no perdía la calma, abrió el suyo y el de Märtha y se acercó a esta con cuidado. Luego se detuvo y echó un atento vistazo a su alrededor.

—Si nos ponemos a buscar los otros carritos sospecharán de nosotros. En cualquier caso, un carrito lleno supone cinco millones. Si es por mí, nos conformamos con eso.

—Tienes razón. En las novelas pillan siempre a los ladrones cuando persiguen ese último botín. Si nos limitamos a coger este carrito y a abandonar el barco como quien no quiere la cosa los vigilantes creerán que somos los inocentes jubilados que fingimos ser.

—El único inconveniente es que el día que nos pillen cargarán en nuestro debe los cinco millones extraviados —declaró Lumbreras.

—¡Bah! Le pediremos luego a Anna-Greta que resuelva ese asunto.

Dicho esto se sonrieron y al llegar hasta el carrito de la compra, Lumbreras buscó rápidamente el orificio que había taladrado para el reflectante. No vio ninguno. En consecuencia se trataba del carrito del museo. Ni cortos ni perezosos lo sacaron sin mirar a su alrededor, subieron y bajaron dos veces los paraguas como señal para los otros y salieron con toda tranquilidad del barco, bajando luego por la rampa de los coches. A pesar de lo sucedido, Märtha no sentía inquietud alguna por el servicio de aduanas. Los funcionarios no solían nunca inspeccionar a nadie de los países vecinos y, además, quién se iba a preocupar de cinco pobres jubilados. No obstante, al aproximarse los cinco les salieron al paso dos aduaneros para darles el alto.

—No llevamos alcohol —se adelantó Rastrillo.

—Tampoco drogas —añadió Stina seguido de un estornudo. Por lo visto, se había resfriado nuevamente.

—Entonces ¿qué llevan en el carrito? —inquirió uno de los agentes de aduanas haciendo una señal a Lumbreras para que lo abriera.

—Está lleno de billetes. Es el rescate que hemos cobrado por los cuadros sustraídos del Museo Nacional de Bellas Artes —dijo Märtha con una afable sonrisa. Estaba segura de que si confesaba la verdad nadie la creería lo más mínimo.

—¡Qué va! Ahí está el dinero que he ganado a la ruleta —intervino Anna-Greta—. Ahora mismo voy a ingresarlo al banco.

Märtha le lanzó una mirada irritada. Nunca se debe hablar demasiado. Con eso solo conseguiría despertar el interés de los funcionarios. Y no se equivocó.

—¿Conque juegos de azar? Entiendo. ¿Podrían tener la bondad de abrirlo? —insistió el agente empezando a tirar de la cremallera del carrito.

Entonces Stina se desmayó. Eso no estaba en absoluto dentro del plan, pero Stina había vomitado sus pastillas para la tensión con el mareo del barco. Fue una caída de la presión arterial lo que hizo que se derrumbara. Märtha se abalanzó sobre ella y le levantó las piernas como solía hacer, mientras los demás trataban de reanimarla.

—Por favor, ¿tienen un caramelo? —pidió Märtha a uno de los aduaneros.

Comoquiera que el agente no reaccionó con la suficiente agilidad, Anna-Greta le punzó en el vientre con su bastón.

—¡Vamos! ¿A qué espera para ayudar a esta pobre mujer? ¡Se puede morir! —rugió con su voz de cuchilla de afeitar.

El funcionario obedeció como un resorte. Pero mientras los hombres trataban de que Stina recobrara el conocimiento se formó una larga cola de pasajeros detrás de ellos, que no cesaba de aumentar. Finalmente, cuando Stina, lívida y aturdida, logró levantarse con mucho esfuerzo, la paciencia de los agentes ya se había agotado.

—¡Váyanse de aquí! —les ordenaron, y el grupito del coro puso pies en polvorosa.

Después de semejante experiencia, a los funcionarios de la aduana se les quitaron las ganas de registrar a ningún otro viajero y optaron por regresar a su oficina para recuperar fuerzas con una taza de café. Y fue por eso por lo que precisamente aquel día desembarcó en Estocolmo más mercancía de contrabando que en toda la semana.