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La señorita Barbro apoyó las manos en las caderas y miró fijamente a Katja con la boca abierta. Pero ¿qué le estaba contando esa muchachita? ¿Que cinco viejos se habían largado de la residencia? ¿Y cómo podía ser que aquello hubiera ocurrido precisamente durante la semana que ella había escogido para desconectar del trabajo? ¡No podía ser cierto! ¿Qué iba a decir Ingmar? Barbro se alteró tanto que la lengua se le hizo una especie de nudo en la boca y no fue capaz de exteriorizar más que un berrido. Si no hubiera sonado la alarma en ese preciso instante en una de las habitaciones, probablemente hubiera cogido a la chavala del pescuezo y la hubiera zarandeado. La enfermera profirió un sonoro exabrupto. De haber estado ella sola ahí eso naturalmente no habría ocurrido. Era evidente que no podía delegar nunca sus responsabilidades en otra persona. Y si los ancianos se le hubieran escapado, bueno, entonces, vive Dios que se hubiera encargado de que esos cadáveres cantarines estuvieran de vuelta desde hacía ya mucho tiempo. No le cabía la menor duda. La señorita Barbro estaba de un humor de perros. Ingmar no le había propuesto matrimonio, tampoco esa vez, y si llegaba a su conocimiento lo sucedido pillaría un enfado de mil demonios. Entonces sí que podía despedirse de cualquier esperanza al respecto. Pero no, no podía darse por vencida. Ya que había logrado llegar hasta ese punto, no cejaría hasta que la hiciera partícipe de sus negocios. No pensaba seguir en la categoría de empleada asistencial de renta baja. ¡Quería ser rica y poder permitirse una vida decente! La enfermera respiró hondo, relajó los hombros y se contuvo. Estaba decidida a resolver este asunto.
—La policía está barajando la posibilidad de bloquearlos en los registros informáticos. Nos enteraríamos de dónde están en el momento que utilizaran sus tarjetas bancarias o intentaran salir o entrar en el país —dijo Katja tratando de aplacarla.
—Querida, no te preocupes. Estas cosas pasan de vez en cuando. Seguro que se arregla —repuso la señorita Barbro, aunque sintiera náuseas subiéndole por dentro.
Tenía que encontrar de inmediato a los coristas desaparecidos, antes de que alguien se chivara a la dirección. Pero ¿dónde demonios iba a buscar? La enfermera abatió la cabeza sobre sus manos y comenzó a sollozar.
Una vez que hubieron bajado a tierra todos los pasajeros, el marinero Janson y su colega Allanson se dirigieron con una manguera a la cubierta para vehículos con la intención de limpiarla antes de que llegara el siguiente grupo de viajeros. Llevaban diez años en la compañía Silja Line y estaban habituados a ese tipo de tareas, lo que no por ello las hacía más agradecidas. Tras la mar gruesa de la pasada noche reinaba un gran desorden en la cubierta y había trabajo extra que hacer. Janson fue al lado de estribor y se lamentó en voz alta de todos los desperdicios y la basura desperdigados por doquier. Hastiado, comenzó a recoger los envases vacíos, vidrios y demás restos. En el costado de babor se había desprendido una caja de madera. La tapa estaba ahora abierta y había clavos y herramientas diseminados por la cubierta en la parte de proa. También habían salido despedidos chalecos salvavidas, chubasqueros y un saco con boyas. Dirigió el chorro de agua hacia los chubasqueros, empujándolos hacia una esquina donde ya había una pila de objetos. Justo al lado divisó un maletero de techo. ¿Cómo era posible que el conductor del vehículo no se diera cuenta de que no estaba? Muchas personas cuando se iban de viaje actuaban de manera confusa y la cosa se agudizaba después de un temporal. Janson cerró la manguera y se acercó al montón de objetos acumulado en el lateral de estribor. Aparte del baúl del vehículo había varios chalecos salvavidas, carritos de la compra y algunas botellas de alcohol rotas. Los carritos, de color negro, estaban mojados tras haber sido arrastrados de un lado a otro de la cubierta, pero por lo demás en perfecto estado. Trató de abrir uno de ellos, pero advirtió que llevaba un pequeño candado. Probó con el otro; también estaba cerrado con llave. Cuando fue a sacar su cuchillo para rajar la tela Allanson lo detuvo.
—Mira aquí. Varias cajas de aguardiente Koskenkorva. ¿Y nadie ha venido a recogerlas?
—Seguro que el dueño estaba borracho como una cuba.
—¿Y qué me dices de esto? Carritos de la compra Urbanista y un maletero de techo.
—Para objetos perdidos, como de costumbre.
—Oye, si había Koskenkorva en las cajas de madera, tal vez encontremos otras cosas interesantes en el baúl y en los carritos.
—Vale. Entonces lo llevamos a la caseta.
Janson se montó de nuevo en el automóvil y fueron con él hasta la rampa. Siempre utilizaban un remolque descubierto para que los de aduanas no sospecharan de posibles chanchullos, y también saludaban a estos al pasar junto a su puesto. Solía funcionar. Ninguno les había dado el alto todavía. Pero tenían prisa. No disponían de mucho tiempo antes de que los nuevos pasajeros comenzaran a subir a bordo.