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A su regreso al Grand Hotel, el personal preguntó muy amablemente a los cinco el tiempo que tenían previsto quedarse. La muchacha de la recepción hojeó entre las facturas de champán; los paquetes de fiesta se intercalaban con numerosas comidas de lujo, bombones e incontables compras en la tienda del establecimiento.

—Hasta finales de esta semana —contestó Märtha cortésmente—. ¿O están esperando a alguien? Tal vez deseen sustituirnos por el presidente de Estados Unidos.

Anna-Greta prorrumpió entonces en un relincho tan estruendoso que la recepcionista se apresuró a esbozar la mayor de sus sonrisas y a desearles un buen día. Nada más subir a la suite abrieron de inmediato el carrito y se quedaron boquiabiertos ante la contemplación de los billetes. Durante un buen rato se sucedieron sonoras exclamaciones de asombro. Luego se pusieron a examinar alborozados todos esos fajos de billetes de quinientas coronas; resultaba una tarea tan gratificante que tardaron una eternidad en hartarse de ello. Finalmente cerraron el carrito de la compra, lo colocaron en el armario y descorcharon una botella de champán. Al observar a los otros Märtha pudo constatar la alegría que irradiaban sus rostros. Sus aventuras los habían unido y lo estaban pasando en grande. En la residencia a veces venía algún artista a cantar para ellos, tomaban café y de vez en cuando compartían momentos de oración. Pero todas aquellas ocupaciones eran pasivas. El secreto estaba en poder hacer algo por su cuenta, y no necesariamente previa transformación en ladrón. Personalmente, desde que el grupo había abandonado el centro geriátrico, se sentía como mínimo diez años más joven, y eso que prácticamente todos los días habían estado trabajando duro. Dos atracos en una sola semana era probablemente más de lo que eran capaces de hacer muchas bandas de delincuentes profesionales. Y además, tras solo unos días de descanso, habían podido disfrutar de un emocionante viaje a Helsinki. Hasta Anna-Greta parecía haber renacido.

Märtha pensó en cómo eran las cosas en los viejos tiempos, cuando los ancianos vivían en cabañas apartadas pero seguían participando en el cuidado de las granjas. Se sentían útiles. ¿Y ahora? ¿Quién va a querer vivir cuando nadie te necesita? Ahora todo era un sindiós. Delinquiendo habían demostrado al menos la fuerza que atesoran los mayores. La gente mayor es muy capaz, pensó Märtha, convencida de que había dado un buen ejemplo. Satisfecha se dirigió entonces a la cocina, cogió las copas de champán y las puso sobre la mesa del comedor. Las llenó sin dejar de canturrear.

—¿Y si picamos algo? —propuso Stina.

Märtha regresó una vez más a la cocina. No obstante, de regreso, al pasar junto al cuarto de estar, justo a la altura del piano de cola, le pareció advertir algo diferente. Se paró, observó fijamente, negó con la cabeza y volvió a clavar su mirada.

 

 

La señorita Barbro prendió un nuevo cigarrillo y le dio una profunda calada. ¡Estos rebeldes jubilados dejados de la mano de Dios! Es cierto que la policía había logrado rastrearlos en el barco Mariella de Viking Lines, con destino a Helsinki, pero a su vuelta a los muelles de Stadsgården no se encontraban a bordo. En su cabeza los veía vagando sin rumbo por Finlandia, o incluso más hacia el este. El amable agente Lönnberg, de la comisaría de policía de Norrmalm, había tratado de calmarla diciéndole que tarde o temprano aparecerían, pero ya había transcurrido más de una semana.

—No se olvide de que son cinco personas adultas que cuidan los unos de los otros. Seguro que no pasa nada malo, señorita. Tan pronto como den señales de vida se lo haré saber.

Pero la enfermera no estaba dispuesta a quedarse de brazos cruzados esperando a que estallara el escándalo. Tenía que actuar. El hijo de Rastrillo ya había iniciado sus pesquisas y en la residencia no se hablaba de otra cosa, pero cuando hacía preguntas por el centro nadie le ayudaba.

—Ninguna persona se escapa sin motivo —le espetó una de las residentes del centro meneando su dentadura postiza.

—Lo de los ornamentos del árbol de Navidad fue la gota que colmó el vaso de su paciencia —se quejó otro—. No hay que ser nunca mezquino. Con ello solo consigues poner a todos en tu contra. Por cierto, ¿cuándo nos van a servir de nuevo bollos con el café?

—Si no nos ofrecen pan dulce y bollos quizá también nosotros desaparezcamos —insinuó la nonagenaria Elsa con una taimada sonrisita—. ¿Y por qué no nos sirven semlas? Yo quiero de esas con mucha nata y mazapán.

La señorita Barbro no comprendía nada. Antes la atmósfera había sido agradable y tranquila en la residencia, con todo el mundo sentado en sus sillones viendo la televisión. Pero ahora los ancianos solo se dedicaban a protestar. Aunque el centro de sus preocupaciones eran Märtha, Rastrillo y compañía. No entendía cómo habían conseguido marcharse de allí. Alguien de fuera tenía que haberlos ayudado. Quizá los hijos. Probablemente fuera así. El hijo de Rastrillo había llamado desde su barco mientras surcaba el estrecho de Categat, y no había parado de vociferar y lanzar tacos, así que él quedaba descartado. Pero los de Stina tal vez podían haberla ayudado. La enfermera decidió llamarlos. Ya no soportaba llevar adelante todo aquello ella sola.