34
¡No podía ser cierto! Märtha se apoyó sobre el piano. Boquiabierta sacudió la cabeza y volvió a alzar la vista. No, seguro que solo estaba mareada y agotada después del viaje. Tan pronto como se llevara algo a la boca se sentiría mejor. Con una buena pierna de cordero y un poquito de vino todo se arreglaría. Iba a ser estupendo poder comer sin que se balanceara toda la mesa. Intentó convencerse a sí misma, pero en lo más profundo de su ser era consciente de que algo se había torcido, de que algo sencillamente... No, era incapaz de creerlo. Agitó la cabeza y fue al encuentro de los otros sin decir palabra.
Durante el almuerzo Märtha permaneció callada mientras los demás discutían si debían lamentar la pérdida de la mitad del rescate. Al final llegaron a la conclusión de que tenían que sentirse contentos y satisfechos, porque no en vano habían rapiñado más dinero del que nunca hubieran sido capaces de imaginar. La única que refunfuñó fue Anna-Greta.
—¿Cómo vamos a encontrar el resto del dinero? —preguntó—. ¡Es nuestro!
—No lo digas tan alto —replicó Rastrillo colocándose un dedo sobre los labios—. Y no sé si puede decirse que sea nuestro...
—Pero si no pensamos ir a buscarlo, ¿qué estamos haciendo aquí? ¿No íbamos a ir a la cár...?
Rastrillo le dio una patadita en la pierna.
—No siempre las cosas salen como uno las planifica —respondió Märtha y pensó en los cuadros desaparecidos. Aún no se había atrevido a contárselo a los demás.
—Estoy de acuerdo con Anna-Greta. Ha llegado el momento de seguir adelante —opinó Rastrillo—. Aquí estamos con la misma comida de lujo de siempre, acompañada de sus salsas raras y de sus jaleas. Me encantaría hincarle el diente a una hamburguesa de las de toda la vida.
—Sí, o un poquito de comida casera. Vi lo que servían en la prisión, siguiendo los principios de una dieta equilibrada: albóndigas, pescado y ensalada —añadió Stina.
Märtha se zampó el último de los sorbetes de fresa, apartó a un lado el plato y se limpió minuciosamente la boca, pero Anna-Greta se le adelantó de nuevo antes de que tuviera tiempo de tomar la palabra.
—No sé qué estamos haciendo. Íbamos a pasar aquí unos días, como máximo una semana. Ya es uno de abril y, sin darnos cuenta, han transcurrido dos semanas. Como bien recordáis, la idea era dejar El Diamante en busca de una mejor vida en la cár...
—¡Calla! —ordenó Rastrillo.
—Quiero decir una mejor vivienda...
Se hizo el silencio. Märtha miró de reojo a Anna-Greta. Tenía razón. Por muy divertido que fuera robar, no podían quedarse para siempre en el hotel. Además, ahora habían conseguido un dinero que les haría la vida más agradable después de su paso por prisión. Era la policía la que no había cumplido con su parte. Todo era tan loco... La policía ni siquiera sospechaba de ellos, ni tampoco nadie de la residencia se había puesto en contacto con ellos. A esto había que añadir el inesperado problema con los cuadros. Märtha se aclaró la garganta.
—Escuchadme. Hemos sufrido una pequeña complicación.
—Ahora Märtha va a echar otro discursito —observó Rastrillo.
—Hablemos de ello mejor en la habitación —dijo Märtha.
Estas últimas palabras las pronunció con su acento escanés, lo que hizo comprender a Lumbreras que estaba agotada. Subiendo en el ascensor la cogió de la mano y le dio un apretoncito. En ese momento a Märtha le entraron ganas de apoyar la cabeza sobre su pecho para que la consolara, pero se reprimió.
—¿No os da la impresión de que ha cambiado algo aquí? —preguntó.
Todos se habían acomodado en el sofá con una taza de café y un trozo de bizcocho, excepto Rastrillo, que había optado por ocupar un sillón después de haber posado su trasero nuevamente sobre la labor de punto de Märtha.
—Pues no —respondió sin pensar Rastrillo.
—Fíjate primero un poco —gruñó Märtha.
—Tal vez sea cierto que algo parece diferente. Han estado limpiando —reconoció Rastrillo.
Se levantó y fue a acercarse al piano de cola.
—¿Y si cantamos algo? ¿Qué os parece «En alta mar»? —sugirió, pero se vio interrumpido súbitamente por un penetrante grito.
—¡Mis cuadros han desaparecido! —prorrumpió Stina.
—¿Cómo que tus cuadros...? —repuso Lumbreras.
—¡Santo Dios! —exclamó Anna-Greta cubriéndose la cara con las manos—. Ahora quizá nos toque pagar treinta millones.
—Bueno, lo habéis descubierto con vuestros propios ojos —dijo Märtha—. No solo tenemos que encontrar un escondrijo para nuestro dinero, sino también dar con las obras.
—¿Qué van a decir mis hijos? No creo que se vayan a sentir muy orgullosos de mí precisamente. A Robin Hood nunca se le perdió un botín —lloriqueó Stina y tuvo que sonarse la nariz.
—¿Sabéis que hemos extraviado dos de las pinturas más valiosas de todo el país? ¡Un verdadero tesoro artístico! —dijo Anna-Greta mirando severamente a Märtha—. Esto sí que no formaba parte del plan.
—Dejadlo ya. No es culpa de Märtha. Todos formamos parte de esto —comentó Lumbreras—. Quizá podamos localizarlas.
—Claro... Iremos por ahí preguntando si tal vez alguien ha visto un Monet o un Renoir —dijo Stina.
—En mi opinión deberíamos entregarnos sin más —planteó Märtha—. Ha llegado el momento. De todas formas la policía parece incapaz de seguirnos el rastro. Si nos rendimos de forma voluntaria probablemente nos reduzcan la condena.
—Y nos ayuden a encontrar los cuadros —completó Lumbreras—. No tienes un pelo de tonta, la verdad sea dicha...
Por un momento reinó el silencio. Märtha cogió entonces la botella de champán con la intención de distender el ambiente pero todos negaron a una con la cabeza.
—Siguiente parada: la cárcel. ¿No puedes ir mejor a por agua para ir acostumbrándonos poco a poco? —ironizó Rastrillo—. Además, estoy harto de tanto champán.
—Exacto. ¿Y os habéis dado cuenta de que aquí no sirven sopa de lentejas? Imaginaos una deliciosa y densa sopa de lentejas llena de trozos de carne... —Lumbreras ya se relamía.
—Vosotros habláis de comida, pero ¿y la bañera de mosaicos? Es demasiado baja para mis caderas. Seguro que en la cárcel no son así —especuló Anna-Greta.
—Y el cine de aquí es mucho más pequeño que uno de verdad. Además, ya hemos visto los mejores filmes. Estoy seguro de que en prisión tienen otro tipo de películas para nosotros los hombres de verdad —agregó Rastrillo riendo.
Stina le lanzó una mirada recelosa.
—¿Qué quieres decir?
Pero antes de que este tuviera tiempo de responder, Märtha tomó la palabra.
—Vale. Entonces vamos a votar. ¿Cuántos quieren ir a la cárcel?
Se formó un murmullo insistente, pero nadie se decidía a levantar la mano.
—¿A alguien se le ocurre otra cosa?
Pasaron un buen rato dándole vueltas al asunto y, al final, llegaron a la conclusión de que lo más elegante sería entregarse. Nadie deseaba que la policía entrara atropelladamente en la suite para esposarlos. No, era mucho mejor coger el equipaje y los andadores e ir a llamar a la puerta de la autoridad. Aunque, evidentemente, el carrito de la compra no podían llevárselo.
—¿Dónde escondemos el dinero hasta que nos suelten? —inquirió Rastrillo.
Märtha miró a su alrededor esperando las propuestas de los demás. En vano.
—Lumbreras, a ti se te suelen ocurrir buenas ideas.
Este se acarició varias veces la barbilla.
—Sí, una idea tengo, pero es tan estrambótica que no sé si la vais a aprobar.
—¿De qué se trata? —insistió Märtha.
Lumbreras fue a por el carrito e inició la demostración. Ahora los ánimos se vinieron arriba un poco, puesto que a todos les tenía preocupados la cuestión de dónde guardar el dinero y resultó que la alocada ocurrencia de Lumbreras era perfectamente factible. Por lo menos en teoría. Todos salvo Anna-Greta alzaron la mano en apoyo de su propuesta, pero, comoquiera que ella no tenía una alternativa mejor, acabó imponiéndose la de Lumbreras. Por último sometieron también a votación si acudir o no a la policía, pero en este caso todavía había opiniones divergentes, así que se optó por aplazar este punto. Solo unos días más y seguramente luego se entregarían, pensó Märtha. Pero primero, como ya se había mencionado, se encargarían de ocultar el dinero. Lumbreras echó un vistazo al reloj.
—Nos da tiempo a hacerlo hoy mismo —declaró—, pero primero coged el dinero que podáis necesitar. No os olvidéis de que la pensión no alcanza para mucho actualmente.
Los otros estuvieron de acuerdo, y Märtha, Stina, Anna-Greta y Rastrillo se congregaron en torno al carrito para recoger su parte respectiva. Por un momento Stina se planteó dar parte de su dinero a Emma y Anders, pero sus hijos ya eran adultos y debían ser capaces de arreglárselas por sí solos. Cuando todos hubieron terminado, Lumbreras le pidió a Märtha que lo ayudara a elegir algunas imágenes en internet. El anciano buscó sitios web de distintos clubes de paracaidismo y escogió los paracaídas más alegres y coloridos que pudo hallar. Märtha captó cuál era su intención y se puso a su vez a indagar textos relacionados con indemnizaciones por despido y bonificaciones. Mientras la impresora escupía páginas sin cesar, Märtha fue recortando aquellos textos y colocándolos en la parte de arriba del carrito de la compra. Por último se inventaron un nombre y prepararon un letrero.
Abandonaron el hotel cuando el reloj se aproximaba a las cuatro de la tarde, solo una hora antes de que cerrara el Museo de Arte Moderno.
—¿Se te ha ocurrido que la gente puede creer que esto es una broma y no una instalación seria? —comentó Lumbreras, que empezaba a dudar del proyecto—. Hoy es uno de abril.
—No, estoy pensando sobre todo en que hasta el momento hemos extraviado dos cuadros y la mitad del dinero. Sería estupendo que no perdiéramos también los últimos billetes.
—Pero nos hemos divertido un montón, ¿verdad?
—¡Y tanto! —contestó Märtha, y se ruborizó de inmediato.
Cruzaron a pie el puente y tardaron un buen rato en remontar la empinada cuesta que desembocaba en la entrada principal del museo. El guarda hizo amago de detenerlos, pero Märtha le explicó que se le había roto el andador y que necesitaba su carrito de la compra para apoyarse en él. Entonces los dejó pasar. Tras haberse desprendido de su ropa de abrigo, se encaminaron a las salas de la exposición permanente. Estuvieron bastante tiempo deambulando por ellas hasta que finalmente repararon en un pedestal sobre el que se erguía una escultura de madera de un hombre que extendía la mano.
—Lumbreras, ¿estás pensando en lo mismo que yo?
—¡Que ni pintado! —exclamó él reprimiendo una risa.
Al quedarse la sala vacía durante un momento levantaron el carrito negro y lo pusieron delante de la mano tendida sobre el pedestal. Mostraba un aspecto tan ridículo que Märtha se vio obligada a hacer un esfuerzo titánico para no reírse. Al final logró contenerse y levantó la tapa del carrito con la intención de dejar a la vista las fotos de los paracaídas y los billetes. Seguidamente pegó al lado un artículo acerca de las primas que perciben los tiburones financieros y, como colofón, Lumbreras colocó un letrero de fabricación casera. LA AVARICIA, DE LA CONDESA STINA DE ALTA CUNA, rezaban sus refinadas letras doradas. Con ello quedaba completada la instalación. La elección de Stina como nombre propio de la artista ficticia fue una decisión obvia para Lumbreras y Märtha. A su amiga le había apenado tanto la desaparición de los cuadros que querían animarla un poco. Ambos retrocedieron varios pasos y contemplaron la instalación.
—¿Crees realmente que la van a dejar estar? —reflexionó Märtha.
—Nadie se atrevería a cambiar de sitio una obra de arte. En particular si el autor es una condesa.
—Claro que no, por supuesto —masculló Märtha, aunque no del todo convencida.
Dieron una vuelta por la sala y observaron su obra desde distintos ángulos. A ambos les parecía que tenía un aspecto verdaderamente profesional. Por tanto dieron por finalizada su misión, recogieron sus prendas de abrigo y, justo en el momento en que se disponían a abandonar el museo, alguien requirió su atención a voces.
—Ustedes, los de ahí. Vengan un momento.
Märtha y Lumbreras se volvieron. Uno de los vigilantes se acercaba a toda prisa hacia ellos. Detrás de él pudieron vislumbrar el carrito.
—Pero ¿qué piensan que están haciendo?
A Märtha se le hizo un nudo en el estómago y Lumbreras tragó saliva y se caló la gorra en la cabeza.
—Perdónenos. Cosas de viejos que quieren divertirse un poco —explicó—. Nos pareció que así quedaba mejor.
—Pero ¿es que están completamente locos? ¡Las obras de arte no se pueden destruir!
—¿Acaso no cree que así está mejor? —insistió Märtha.
—¡Ha picado, ha picado! Solo queríamos... —señaló Lumbreras entre artificiosas carcajadas. En ese instante echó de menos por primera vez en su vida uno de los relinchos de Anna-Greta.
—¿Es esto una inocentada? ¿No se supone que tienen que ser divertidas...? —gruñó el guarda devolviéndoles el carrito—. Desaparezcan de aquí antes de que alerte a la dirección del museo.
Entonces Märtha se indignó.
—Si piensa que solo los jóvenes tienen derecho a divertirse se equivoca. Nosotros los mayores también sabemos hacer barrabasadas, ¡para que se entere! —dijo Märtha recogiendo el carrito. Luego cerró la tapa y extendió el brazo—. Queremos también que nos devuelva el letrero.
Después de que el vigilante fuera a por el rótulo emprendieron nuevamente el camino de salida del museo y, cabizbajos, regresaron de inmediato al hotel. A todos se les cambió la cara cuando vieron el carrito de la compra.
—¡Bah! Tomémonos una copa. Seguro que se nos ocurre otra cosa —propuso Rastrillo en un intento por consolarlos.
Era capaz de asumir un fracaso y sacar inmediatamente fuerzas de ello. Cuántas veces no se había equivocado y dado lugar a situaciones realmente complicadas... Pero al final todo solía solucionarse. Fue entonces a recoger unos vasos y algo de alcohol y sugirió a sus amigos que salieran al balcón. El sol brillaba todavía en lo alto y, una vez abrigados, se sintieron muy a gusto fuera. Sumidos en sus pensamientos se dedicaron a dar pequeños sorbitos a sus combinados mientras el sol se ponía sobre las aguas de Estocolmo. Rastrillo se acabó la copa y puso su brazo sobre el hombro de Stina.
—Vamos a arreglar esto, querida mía. No te preocupes —le dijo.
—Me estoy helando. Tengo que ir a ponerme unos leotardos algo más gruesos —respondió, pero se paró en seco de inmediato—. ¡Mira eso, Rastrillo! —vociferó exultante señalando hacia los canalones que tenía debajo.
Rastrillo miró en la dirección que Stina le indicaba, pero solo pudo ver el techo y los amplios y negros canalones. Hasta que la anciana no se subió la falda y le mostró sus piernas, él no cayó en la cuenta de lo que estaba pensando.
—Oídnos. Nada de depresiones. Stina y yo hemos resuelto este asunto —anunció—. Podemos esconder los fajos de billetes en el canalón. Señoras mías, ¿quién de vosotras puede prestarnos unos leotardos?
—Yo tengo de los corrientes —se ofreció Märtha.
—Yo un par de estilo moderno con dibujo —dijo Stina.
—Los míos no son especialmente modernos, pero tienen la planta del pie reforzada —declaró Anna-Greta.
—Muy bien —recapituló Rastrillo—. Si no he contado mal, nos restan aproximadamente nueve mil billetes de quinientas coronas. Los introduciremos en los leotardos, que luego envolveremos simplemente con un trozo de plástico y unas cuerdas.
Súbitamente a todos se les levantó el ánimo y apareció en escena una botella de champán. Encargaron un nuevo paquete de fiesta consistente en una cena de tres platos y gelatina de frambuesa y culminaron la velada cantando «Dios encubierto», con Rastrillo acompañando al piano. Todo se arreglará, pensó Märtha. Siempre lo hace.
A la mañana siguiente Märtha se apresuró en ir a comprar bolsas negras de basura mientras Rastrillo visitaba una tienda de artículos marítimos donde adquirió una fina cuerda de marinero embadurnada con alquitrán. Por su parte, Stina compró tres pares de leotardos en la tienda del hotel. Sin embargo, Anna-Greta no tardó en calzarse uno de los pares nuevos, que eran realmente atractivos, y adujo que sus leotardos viejos bien valdrían para meter los billetes. A continuación los ancianos se aseguraron de cerrar con llave la puerta de la suite y comenzaron a introducir en los leotardos uno tras otro los billetes de quinientos. Como Anna-Greta era la que tenía las piernas más largas empezaron con los leotardos de nailon de ella y al final resultó que solo necesitaron dos pares para alojar todos los fajos. Rastrillo los ató con auténticos nudos de marinero y luego Lumbreras metió la larga salchicha de billetes en dos bolsas de basura. Por último Rastrillo envolvió todo con la cuerda alquitranada de agradable aroma, lo cual vino muy bien, porque los leotardos de Anna-Greta eran ya viejos y olían a sudor.
—¡Listo! —exclamó Lumbreras con ese destello claro y juvenil que en ocasiones tenía su mirada—. ¿Puedes garantizarnos que la cuerda resistirá? —preguntó en dirección a Rastrillo.
—Nunca me ha fallado antes. Además aquí he sujetado todo con dos cuerdas, enlazadas con nudos dobles y un as de guía —respondió, lo que a todos les sonó tranquilizador.
Al día siguiente los varones se despertaron como de costumbre a las cinco de la mañana, descargaron sus vejigas y fueron a llamar a la habitación de las mujeres. Acto seguido pusieron manos a la obra. Mientras Rastrillo sujetaba las cuerdas bajaron desde el balcón la salchicha negra con el fin de insertarla en el canalón. Como habían comprimido con fuerza los fajos antes de introducirlos en los leotardos, la longaniza de billetes de casi dos metros de longitud no ocupó mucho espacio en el tubo de desagüe. Obviamente el agua correría un poco más lenta por allí, pero, de acuerdo con los cálculos de Lumbreras, no con sospechosa parsimonia. Por último sujetaron todo con los nudos especiales de Rastrillo. Como la cuerda embreada era de una tonalidad oscura similar a la del canalón resultaba imposible apreciar nada desde arriba, y ni siquiera un vidente habría adivinado que ahí se ocultaban casi cinco millones en billetes.
Cuando los dos ancianos hubieron finalizado, apenas había transcurrido una hora y el tráfico sobre el puente Skeppsbron comenzaba poco a poco a intensificarse. Los cinco tomaron satisfechos su desayuno mientras el sol remontaba lentamente el horizonte. En esta ocasión no se conformaron con el habitual desayuno continental, sino que encargaron el más abundante, con champán y todo. Habían cumplido la misión, y ahora el único objeto que les recordaba el golpe del museo era el carrito negro vacío de la marca Urbanista. Desafortunadamente, contaminado con abundantes restos de ADN de la Liga de los Pensionistas.