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Y llegó el día que habían estado postergando durante tanto tiempo, el día en que confesarían sus delitos a la policía. Märtha había pensado que fueran a una pequeña y acogedora comisaría donde poder hablar tranquilamente con un afable agente, pero la del casco antiguo de la ciudad (que solía tener un bonito farolillo rojo encima de la puerta) había sido clausurada. Tendrían que ir a la jefatura de policía de Kronoberg, el coloso del distrito de Kungsholmen, con centro de detención y todo. La mujer dirigió la vista al imponente edificio de ladrillo rojo y le atravesó un escalofrío. Esta construcción le hacía sentirse como una verdadera malhechora, un pensamiento que la tuvo irritada hasta el momento en que cayó en la cuenta de que era totalmente cierto. Acompañada de sus compinches y del carrito de la compra se detuvo frente a la recepción, clavó su mirada en la recepcionista y declaró:
—Quisiera denunciar un delito.
—Comprendo. ¿Les han robado?
—No. Es en relación a un secuestro.
—¿Un secuestro?
La joven del otro lado del mostrador palideció y pulsó rápidamente el botón de un interfono. Märtha no pudo oír sus palabras, pero enseguida hizo acto de presencia un fornido y corpulento agente, en absoluto tan encantador como había imaginado. Märtha lo saludó con una reverencia, y el policía se limitó a poner cara de asombro.
—Por aquí —dijo.
—¿Y mis amigos? —protestó Märtha.
—Supongo que no van a denunciar un delito todos juntos...
—Pues sí. El mismo —respondió la anciana, percatándose de inmediato de lo ridículas que sonaban sus palabras.
—Basta con uno de ustedes para empezar —dictaminó el agente de la autoridad mostrándole a Märtha el camino de la sala de interrogatorios.
Unos segundos más tarde se sentó frente a su ordenador.
—Bueno, dígame.
—Sí. Venía a denunciar un robo. —Märtha se ruborizó ligeramente.
—Ya. ¿Y nada más?
—En realidad ha sido un secuestro.
—Discúlpeme, pero creo que me lo tiene que explicar.
—¿Ha oído hablar del robo del Museo Nacional de Bellas Artes? Fuimos nosotros. Mis amigos y yo.
—¿Me está diciendo que fueron ustedes los que sustrajeron dos de los cuadros más famosos de la historia del arte? —preguntó con un tono mordaz en la voz—. ¿Y todo ello sin dejar pistas?
—Sí, así es. Nadie nos ha descubierto.
—Ya veo —El policía echó un vistazo a su reloj—. Pero, dígame, ha mencionado antes un secuestro. ¿Cómo es eso exactamente?
—Bueno, no es nada en particular. Me refería a que secuestramos los cuadros del museo.
—Ah, vale. ¿Y cómo lo hicieron?
—Los descolgamos y los pusimos en nuestros andadores.
—Entiendo. Y los sacaron ayudándose de esos andadores. ¿Tienen algún delito más que confesar?
Märtha reflexionó sobre el asunto. ¿Debía contarle también lo de las taquillas? Al fin y al cabo no habían sacado mucho y dudaba de que pudiera influir en la pena, aunque en su fuero interno se sentía orgullosa. ¿Cuántas personas habrían sido capaces de dar un golpe en el Grand Hotel vestidas con un albornoz blanco?
—En realidad no es la primera vez que delinquimos —confesó—. Antes de robar los cuadros saqueamos las taquillas del Grand Hotel.
—¡Ah! Eso también. Hay que perseverar. ¿Y cómo lo hicieron?
—Provocamos un cortocircuito en las taquillas y atontolinamos a todo el mundo con beleño y cannabis.
—Comprendo perfectamente —señaló el agente, todavía sin escribir nada en su ordenador—. ¿Y qué hicieron después?
—Nos repartimos el botín, como es natural.
—Ah, claro. Y eso lo hicieron en su casa.
—No, en realidad nos alojamos en la residencia de mayores El Diamante, pero nos hemos escapado. Ahora nos hemos mudado al Grand Hotel, así que fue ahí donde hicimos el reparto.
—Ah, no me diga. Entonces se han escapado.
—Sí, la comida era horrorosa y además nos encerraban, así que cogimos un taxi y nos largamos.
—Ya veo —repuso el agente frotándose la frente—. Como les encerraron decidieron marcharse en taxi...
—Sí, al Grand Hotel. Y fue allí donde planeamos el robo de los cuadros. Por desgracia no todo se desarrolló según lo previsto —añadió Märtha avergonzada de reconocer todas sus meteduras de pata—. Al ir a cobrar el rescate de los cuadros se formó un fuerte oleaje y todo el dinero desapareció. Me refiero a la cubierta para vehículos del ferry.
—Ah, comprendo. —El policía trataba de mantenerse serio—. El dinero se esfumó en esa cubierta. ¿Y eso ocurrió en la recepción?
Märtha estaba totalmente en lo suyo y no le escuchaba.
—Aunque quizá fuera cosa del destino, ¿sabe? Eso es algo que nunca puedes controlar. Vale que perdiéramos el rescate, pero lo que me preocupan son los cuadros. Han desaparecido.
—¿Qué cuadros?
—Los que robamos, obviamente. Los colgamos en la pared cuando fuimos a recoger el dinero del rescate y a la vuelta se habían esfumado —dijo Märtha con gesto desolado.
El policía lanzó un suspiro.
—¿Y de qué cuadros se trataba?
—De un Monet y un Renoir. ¿Es que no lee los periódicos?
—Eh... evidentemente. Solo quería asegurarme de que hablábamos de las mismas obras —se disculpó el agente.
—Lo que más me preocupa de todo —continuó Märtha— es que tal vez nadie entienda lo valiosos que son.
—Todo el mundo sabe que las obras de Renoir y Monet tienen un valor inestimable.
—El problema es que en el cuadro de Monet pintamos unos veleros.
—No me diga... Así que le añadieron unos barcos.
—Efectivamente. Y el de Renoir lo complementamos con un sombrero y un gran bigote.
—Entiendo... Tantas cosas que uno puede hacer... —repuso el agente mientras apagaba el ordenador.
—Pero aún no he terminado —protestó Märtha—. ¿Cómo va a saber ahora nadie que los cuadros son tan valiosos? Teníamos pensado devolvérselos al museo cuando hubiéramos recibido el rescate. Tienen que ayudarnos a localizarlos. Forman parte de nuestro patrimonio cultural.
—¿Me está diciendo que los cuadros que secuestraron han desaparecido y que otro tanto ha ocurrido con el dinero del rescate? No se puede afirmar precisamente que la suerte les haya acompañado... —señaló el agente—. Mire, si quiere puedo buscar a alguien para que los lleve de vuelta a su residencia, a usted y a sus amigos.
—Pero ¡si somos unos delincuentes! —replicó Märtha ofendida.
—Sí, comprendo. Pero no siempre uno acaba en la cárcel por ello. Voy a avisar a un coche.
En ese instante Märtha se dio cuenta de que no la creía. Ni lo más mínimo. Y la única prueba de la que disponían sobre su participación en el atraco era el dinero del canalón, pero ese evidentemente querían conservarlo para cuando salieran de prisión. Dudó por un momento. Entonces se enfadó, abrió su monedero y sacó un billete.
—Analice este billete de quinientos. Supongo que cuentan con la numeración de los billetes del rescate. Échele un vistazo. Comprenderá entonces que nosotros somos los responsables —dijo antes de tirar el billete sobre la mesa—. Que el dinero luego se esfumara en la cubierta para vehículos no es culpa nuestra, sino del oleaje. Estaba metido en este carrito de la compra y solo pudimos recuperar unos cuantos billetes. Ahora está vacío, como podrá comprobar.
Märtha se levantó, se puso delante el carrito y abrió la tapa para que el policía pudiera verlo. Hervía de indignación. Se veía a sí misma como una ladrona consumada que había llevado a cabo un golpe prácticamente perfecto. Y que ahora ni siquiera le creyeran...
—Si no se toma en serio mi confesión le denunciaré por dejación de funciones —añadió en un tono de voz firme—. Por cierto, me esperaré aquí hasta que compruebe la numeración del billete. Hasta que no lo haga mis amigos y yo nos negaremos a abandonar el edificio —dijo amenazante con el puño en alto.
Fue en ese momento cuando el agente cogió el auricular y realizó varias llamadas. Después de haberse comunicado con diversos departamentos y de verificar reiteradas veces la numeración colgó por fin el teléfono y miró a Märtha con cara de pasmo.
—Tiene razón. Pero ¿cómo diantre han conseguido hacerse con ese billete de quinientas coronas? Pensábamos que nunca seríamos capaces de resolver ese atraco. Era el golpe perfecto.
—¿Lo dice en serio? —preguntó Märtha—. ¿El golpe perfecto?
Y de repente se sintió plena y maravillosamente feliz.