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—Me temo que su madre se encuentra en Kronoberg. He hablado con la policía.

La señorita Barbro había recibido en la residencia a los dos hijos de Stina y, a juzgar por sus gestos, comprendió que estaban profundamente conmocionados.

—Mi madre debe de estar chocheando —dijo Emma dejando escapar un suspiro. Era una mujer de cuarenta y dos años, rubia y de constitución frágil, al igual que su madre, pero en lugar de redondos y azules claros, sus ojos eran verdes y ovales como mejillones.

—Pero qué diablos... Seguramente se escapó por acompañar a los otros, como de costumbre —opinó Anders. Tenía siete años más que su hermana, y el pelo rizado y excesivamente largo. Se encogió de hombros, dando a entender que su madre tenía derecho a hacer lo que le viniera en gana.

—O tal vez se le fuera un poco la cabeza —aventuró Emma.

—La última vez que vi a su madre se hallaba en buen estado. Aparte de eso, solo sé lo que pone aquí.

La enfermera deslizó sobre la mesa sendos ejemplares de los dos principales tabloides del país. El robo del Museo Nacional de Bellas Artes ocupaba toda la portada del Aftonbladet.

—«Gran golpe en el museo. Varios cuadros sustraídos» —leyó Anders, sacudiendo seguidamente la cabeza—. No me puedo creer que mi madre esté implicada en esto.

—Pues así es. Vienen también fotos de ellos. —Emma mostró a su hermano el Expressen.

La señorita Barbo contempló las instantáneas de Märtha, Stina, Anna-Greta, Bertil y Oscar, sonrientes en unas vetustas fotografías de carnet en blanco y negro. De una forma extraña a la enfermera le dio la impresión de que se reían burlonamente de ella. El titular que aparecía un poco más arriba lo había leído multitud de veces.

«Los acusados del gran golpe al museo», pregonaba la tinta de imprenta. Pero lo peor de todo era que bajo las fotos se mencionaban sus verdaderos nombres, indicándose que vivían en una residencia de mayores. Por suerte no se mencionaba El Diamante S. A., pero la señorita Barbro comprendió las posibles consecuencias si se hacía público. Ingmar pensaría que era una completa inútil y en la vida se casaría con ella. Y naturalmente tampoco estaría dispuesto a hacerla su socia. Incluso existía la posibilidad de que la despidiera. La enfermera fue al despacho a por un paquete de tabaco.

—Y yo que pensaba que mamá era una gallina... —comentó Emma con una media sonrisa después de leer los periódicos durante un momento—. Aparentemente tiene más agallas de lo que creía.

—Las mujeres también son capaces —apuntó su hermano mientras hojeaba el diario—. Y escucha esto: no se han podido hallar los cuadros ni el dinero —añadió en un tono súbitamente jovial y divertido.

—Parece que mamá tiene brío en el cuerpo. Es asombroso que también lograran cobrar un rescate. ¡Vaya banda de atracadores! —dijo Emma también con ánimos renovados en la voz.

—La Liga de los Pensionistas. —Anders sonrió—. Mamá afirma que el rescate desapareció en uno de los transbordadores que conectan con Finlandia. Que el dinero se lo llevó el temporal por la borda. No me lo creo en absoluto.

—No. Seguro que han escondido la pasta. Créeme: mamá ha metido en algún lugar su parte del botín.

—¿No estarás empezando a pensar en nuestra futura herencia?

—Pues la verdad es que sí. Debería compartirlo. Han desaparecido varios millones, si hacemos caso a los periódicos.

—Parece que a mamá le van a caer como mínimo dos años —prosiguió Anders señalando un artículo del Aftonbladet—. ¿Sabes qué? La visitaremos en la cárcel y le preguntaremos dónde está el dinero. Le pediremos que nos adelante la herencia.

—Pero, Anders... Hay algo extraño en todo esto. ¿Por qué se entregaron? Nadie sospechaba de ellos. Primero cometen el delito perfecto y luego van a la comisaría y confiesan. Es como si su intención hubiera sido acabar entre rejas.

—¿Es que aquí no tratan bien a los ancianos? —preguntó Anders una vez que Barbro regresó a la habitación—. Nadie va por propia voluntad a la cárcel.

—La gente mayor puede ser un poco especial —contestó la enfermera desviando el tema—. Uno nunca sabe con ellos. ¿Quieren café? Disponemos de un dispensador automático.

—Sí, por favor —respondió Emma.

—¿Tiene una moneda de cinco? —consultó la enfermera tendiendo la mano.

Emma y Anders le entregaron sendas monedas. Mientras la señorita Barbro iba a por el café pasaron a ojear los rotativos de la mañana, que también contenían abundante información acerca del robo.

—Me remuerde la conciencia. Deberíamos haber visitado a mamá con un poco más de frecuencia —admitió Emma trascurrido un instante, apartando a un lado el Dagens Nyheter.

—Sí... Quizá habríamos podido evitar todo esto —concedió Anders. Se interrumpió cuando la señorita Barbro regresó con el café—. ¿Tienen algún pastelito? No hemos tenido tiempo de almorzar.

—Lo siento...

—¿Galletas tal vez?

—Por desgracia no.

Emma observó el montón de periódicos sobre el sofá. Junto a ellos había dos ejemplares de la edición del día anterior del Expressen. Posó sobre la mesa el vasito de plástico con el café y cogió uno de los periódicos.

—Ayer no nos dio tiempo a comprarlo. ¿Le importa si nos lo llevamos?

—Lamentablemente no puede ser. Pertenece a la residencia —respondió la señorita Barbro.

Anders estalló en carcajadas.

—Venga, Emma. Vámonos de aquí.

El hombre se puso en pie y se encaminó hacia la puerta.

—¿Y la habitación? Deberíamos acordar algo —dijo la señorita Barbro.

—La mantendremos por el momento. Todavía no han condenado a mi madre y, además, en su ausencia podrán ahorrarse algo de café.

La enfermera se sobresaltó. Había contactado con los hijos de Stina para que se ayudaran mutuamente con el tema de los ancianos y ahora la trataban de ese modo. Quizá sí que tendría que haberles obsequiado con un café.

—Haremos como dicen. Pero hay otro asunto... —dijo Barbro frotándose las manos, sin saber muy bien cómo abordar la cuestión—. Eh... Estaba pensado en esta conversación que acabamos de mantener. Les agradecería si pudieran guardar discreción al respecto. Preferiría que el nombre de El Diamante S. A. no se viera asociado con actos delictivos.

—¿Quiere decir que no desea que se conozca que nuestra madre ha estado viviendo aquí? —dijo Anders.

La señorita Barbro asintió silenciosamente y se puso en pie.

—¿Sabe lo que pienso? —añadió el hijo de Stina—. Que si ella y los demás se hubieran sentido a gusto en este lugar, esto no habría pasado. Deberían reconsiderar sus procedimientos.

Los dos hermanos se dirigieron hacia la salida, y al llegar al hueco de la puerta Emma se detuvo.

—Por cierto, yo que usted me aseguraría de cuidar bien a los que quedan para que no se escapen también.

Tras franquear la puerta Anders y Emma estuvieron un rato en la entrada del inmueble. Anders debía ir a su trabajo en la oficina de empleo y Emma tenía que hacer algunas compras antes de volver a casa. Ahora que estaba embarazada solo trabajaba media jornada.

—Mamá no ha debido de pasarlo muy bien aquí, teniendo en cuenta que ha vivido casi toda su vida en un amplio piso de Östermalm. Es toda una hazaña que se haya largado de aquí —sostuvo Emma.

—¿Verdad que es asombroso? Ella que siempre ha sido tan sumisa... Cuando vivía con papá nunca se atrevió a llevarle la contraria. La pobre no hacía otra cosa que organizar elegantes cenas y ejercer de consorte. No creo que se divirtiera mucho. Lo de divorciarse fue una buena idea, y ahora... ¡ahora se ha escapado!

—Por fin se ha atrevido con algo. Antes siempre quería dar gusto a todo el mundo. Pertenece a esa generación de mujeres que tenían que creer en Dios, dominar las tareas domésticas y cuidar de marido e hijos. ¿Cómo es que papá no se dio cuenta de lo infeliz que era?

—Bueno, papá solo pensaba en sí mismo. Pero ahora ella se está tomando la revancha. ¿Sabes qué? Me está empezando a gustar esto —dijo Anders metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón.

—Mamá me hace pensar en un muelle de un viejo colchón, un muelle que ha estado oprimido durante mucho tiempo, pero que un día salta y es imposible volverlo a someter —comentó Emma con una sonrisa.

—Pero lo de su faceta delictiva nunca me lo hubiera imaginado. Aunque ¿viste lo que ponía en el periódico? Uno de los mayores robos de obras de arte de la historia del país. Joder... No puedo más que admirar a mamá. Ha hecho algo por cambiar su vida, mientras yo me limito a recorrer los mismos caminos trillados de siempre. Por mucho que trabajo, mi situación solo va a peor.

—Eso nos pasa a todos —intervino Emma.

—Sí, pero mi sueldo ya no me alcanza. Desde que reformaron la casa han triplicado mi alquiler. Ahora mi esposa y yo nos tenemos que mudar a otro sitio. Y malditas las ganas que tengo de vivir en el extrarradio.

—En ese caso tal vez puedas iniciar también tú una carrera delictiva. O pedir a mamá un adelanto de la herencia —dijo Emma.

—No me creo eso de la herencia. Puede que mamá viva veinte años más.

—Tienes razón. Además, debemos hacernos merecedores de ella, ¿no crees? —acotó Emma.

La mujer encendió un cigarrillo y contempló el gris inmueble de fibrocemento que había sido la vivienda de su madre durante los tres últimos años. Dio una calada profunda y expulsó lentamente el humo.

—Si la meten en la cárcel debemos visitarla más a menudo. Cuidar de ella. Si no, tendremos que buscar pasta de otro modo.

—Joder... Tú misma estás pensando ahora como una delincuente.

—Bueno, yo no diría tanto —repuso Emma—, pero no te voy a negar que me ha servido de inspiración.

 

 

Petra, la chica de la limpieza sustituta, se llevó un sobresalto al ir a recoger el carro en el anexo. Ya no estaban ni sus guantes ni los cuadros que había desmontado de la suite Princesa Lilian. A ello había que añadir el limpiacristales Ajax. Además, quedaba muy poco del producto limpiador de suelo. Se enfadó consigo misma. Su intención había sido devolver el carro de la limpieza al almacén. La parada en el anexo la había hecho con la única intención de depositar en él las pinturas de la suite. Pero justo en ese instante la llamó su novio, que la había visto con un desconocido en el bar y exigía una explicación. Había tardado un buen rato en convencerlo de que aquel chico no era más que un compañero de trabajo. La conversación la había alterado tanto que se había olvidado por completo del carro. Fue en el metro, de camino a casa, cuando Petra reparó en que lo había dejado junto con las pinturas en el anexo. Ya era demasiado tarde. Alguien había utilizado el carro y los cuadros habían desaparecido como por ensalmo. Fue a buscarlos entre los otros cuadros, pero nada. Durante un momento sopesó la posibilidad de comunicárselo a la dirección, pero le asustó la idea de haber hecho algo tal vez inapropiado. A fin de cuentas había actuado por iniciativa propia y podía poner en peligro su puesto de trabajo. Y comoquiera que nadie lo había descubierto, tampoco tenía la necesidad de contar nada. Los cuadros aparecerían con el tiempo.

Puso en el carro una nueva botella de limpiacristales y un bote sin abrir de producto de limpieza, fue a buscar un par de guantes de plástico y subió en el ascensor. Como de costumbre, tenía mucho trabajo por delante.