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Al día siguiente, mientras los huéspedes (o clientes, como decían ahora) de El Diamante S. A. tomaban su café de la mañana en el salón común, Märtha estuvo reflexionando sobre el modo de actuar. De pequeña, en su casa de Österlen, no te quedabas esperando a que alguien hiciera algo. Si había que meter la paja en el granero, lo hacías, o si una yegua iba a parir, te encargabas de preparar todo lo necesario. Alzó las manos para observárselas. Se sentía orgullosa de ellas. Eran robustas y evidenciaban que no había dudado en usarlas cuando había sido preciso. Mientras el murmullo de su alrededor se intensificaba y remitía por momentos, Märtha examinó la deslucida sala de estar. Desprendía un fuerte olor a tienda benéfica y los muebles parecían sacados directamente de un vertedero. En la vetusta y gris edificación de fibrocemento de finales de los cuarenta todo se le antojaba una mezcla de escuela añeja y sala de espera de dentista. No sería aquí donde terminaría sus días con café de máquina dispensadora en la mano y comida de plástico en la barriga. ¡Ni hablar! Märtha respiró profundamente, apartó a un lado el vaso de plástico con el café y se inclinó hacia delante.

—Escuchad... ¿Qué os parece otra taza de café en mi cuarto? —preguntó mientras hacía señas a los amigos para que la acompañaran a su estancia—. Creo que tenemos bastantes cosas de las que hablar.

Y comoquiera que todos estaban al corriente de que había introducido de tapadillo un arsenal de licor de mora, asintieron satisfechos y se pusieron en pie como un resorte. A la cabeza de ellos se colocó el elegante pero nocturnamente voraz Rastrillo, seguido de Lumbreras el inventor y de las dos amigas de Märtha: Stina, la amante del chocolate belga, y Anna-Greta, la señora mayor a cuyo lado todas las demás ancianas palidecían. Todos intercambiaron miradas. Märtha solía invitar a licor cuando se traía algo entre manos. Hacía tiempo desde la última vez, pero, por lo visto, había llegado nuevamente el momento.

Ya dentro de la habitación, Märtha fue a por la botella, quitó del sofá la prenda que tenía a medio tricotar e invitó a sus amigos a que se sentaran. Luego echó un vistazo a la mesa de caoba con el mantel de flores recién planchado. Llevaba tiempo queriendo buscar otra cosa, pero la vieja mesa era grande y sólida y todos cabían a su alrededor, así que se conformaría con ella. Al poner la botella sobre la mesa su mirada se detuvo en la cómoda con las fotografías de su familia en Österlen. Tras el cristal y el marco le sonreían sus padres y su hermana frente al hogar familiar de Brantevik. Se iban a enterar ahora esos abstemios. Desplegó entonces demostrativamente las copitas de cristal y las llenó hasta arriba de licor.

—¡Salud, panda de zánganos! —exclamó levantando su vaso.

—¡No! ¡De un trago! —respondieron los amigos alegremente.

—Y ahora cantemos «Todo para dentro» —insistió Märtha.

La pandilla escenificó entonces una versión muda de la conocida cancioncita de borrachera, dado que en la residencia había que evitar hacer ruido para que no te pescaran con el alcohol de contrabando. Märtha repitió silenciosamente el estribillo una vez más y todos rieron. Todavía no los había descubierto nadie y se lo pasaban igual de bien cada vez. La anciana volvió a plantar la copa y miró de reojo a los demás. ¿Se animaba a contarles su sueño? No, primero debía inducirlos a reflexionar como ella. Entonces tal vez podría convencer a todos. Eran un grupo de amigos muy cohesionado que con apenas cincuenta años ya habían decidido vivir juntos cuando se hicieran mayores. ¿No deberían ser capaces de tomar nuevas decisiones de mutuo acuerdo? Obviamente, tenían mucho en común. Tras jubilarse habían actuado en hospitales y casas parroquiales con su coro, Cuerda Vocal, y unos años atrás se habían mudado al mismo centro geriátrico. Durante bastante tiempo Märtha había estado defendiendo como alternativa crear un fondo común para comprar un palacete en Escania, lo cual resultaba una idea bastante más atractiva. Había leído en el diario Ystad Allehanda que las viejas fortificaciones estaban tiradas de precio y que, además, algunas de ellas contaban con fosos a su alrededor.

«Si nos visita algún antipático funcionario o nuestros hijos vienen a exigirnos un anticipo de su herencia, basta con recoger el puente levadizo», había argumentado en sus intentos por convencer a los demás. Pero cuando repararon en que los castillos eran caros de mantener y requerían de sirvientes se decantaron por la residencia Lirio de los Valles, rebautizada El Diamante por los nuevos propietarios.

—¿Qué tal la comida de anoche? —preguntó Märtha una vez que Rastrillo consiguió apurar las últimas gotas de su copa.

Parecía somnoliento, pero, como no podía ser de otro modo, había tenido tiempo de colocarse una rosa en el bolsillo de la pechera y un pañuelo recién planchado en torno al cuello. Bien es cierto que era un caballero algo canoso, pero conservaba su encanto y era tan elegante que hasta las mujeres de menos edad se fijaban en él.

—¿Cómo que comida? Pero ¡si es bazofia! Por lo menos el alcohol te sirve para algo. Lo de ayer fue peor que los panecillos de los buques —declaró Rastrillo apartando la copita.

En su juventud se había enrolado de marinero, pero tras abandonar la vida en el mar se formó como jardinero. Ahora se conformaba con cuidar sus plantas y hierbas aromáticas en el balcón. Su gran pena era que todo el mundo lo llamara Rastrillo. Por el simple hecho de que le encantara la jardinería y una vez se hubiera tropezado con esa herramienta no tenían por qué estigmatizarlo de por vida, opinaba. Pero cuando propuso otros apodos, como Flor, Hoja o Pétalo, nadie le hizo ni caso.

—¿No has pensado en la posibilidad de prepararte un bocadillo de queso, por ejemplo? ¿Comida silenciosa que no pite? —rezongó Anna-Greta.

También ella se había despertado la noche anterior y le había costado trabajo volver a conciliar el sueño. Era una mujer áspera, pero decidida y correcta, en un cuerpo tan alto y delgado que Rastrillo solía decir que probablemente hubiera nacido dentro de un canalón.

—Es que siempre me viene ese olor a comida y condimentos del piso de arriba y no puedo evitar que me entre hambre —se disculpó.

—Tienes razón. El personal debería compartir lo suyo. Con esa comida plastificada que nos dan es imposible quedar satisfecho —añadió Stina Åkerblom limándose discretamente las uñas.

Aquella antigua modista cuyo sueño había sido convertirse en bibliotecaria era la más joven de los presentes, apenas setenta y siete años. Aspiraba a una vida tranquila y agradable, poder comer bien y pintar acuarelas. No que le sirvieran comida basura. Después de tantos años en el exclusivo barrio estocolmés de Östermalm estaba habituada a un cierto nivel.

—Al personal le ponen la misma comida que a nosotros —explicó Märtha—. Son los nuevos dueños de El Diamante los que tienen su oficina y la cocina en el piso superior.

—En ese caso deberíamos instalar un montacargas para bajar la comida hasta donde estamos nosotros —terció Oscar Krupp, conocido como Lumbreras.

Era el manitas de la panda y tenía un año más que Stina. Había sido inventor, con taller propio en Sundbyberg. También era de buen comer, de cuerpo rollizo y fofo, y consideraba que el ejercicio físico era una ocupación para gente sin nada mejor que hacer.

—¿Os acordáis del folleto que nos mandaron antes de instalarnos aquí hace unos años? —preguntó Märtha—. «Excelente comida del restaurante», decía. Además, íbamos a disfrutar de paseos a diario, visitas artísticas, pedicura y un peluquero propio. Con los nuevos propietarios ya nada funciona. Ha llegado el momento de que nos oigan.

—¡Revuelta en la residencia! —proclamó Stina con su voz más melodramática, desplegando el brazo con tal ímpetu que su lima de uñas acabó por los suelos.

—Exactamente. Un pequeño motín —añadió Märtha.

—Pero no estamos en alta mar —masculló Rastrillo.

—Quizá los nuevos dueños tengan algunos problemas económicos. Seguro que la cosa va mejorando poco a poco —repuso Anna-Greta ajustándose sus gafas de principios de los cincuenta. Había trabajado toda su vida en un banco y era consciente de que todo empresario necesitaba obtener beneficios.

—¿Ir mejorando? ¡Y un cuerno! —renegó Rastrillo—. Esos cerdos no paran de subirnos la cuota y no lo hemos notado en nada.

—No seas tan negativo —dijo Anna-Greta volviéndose a recolocar las gafas, que de tan viejas y desgastadas como estaban se le resbalaban constantemente por la nariz. De hecho, solo cambiaba los cristales, nunca la montura, que consideraba intemporal.

—¿Cómo que negativo? Debemos exigir mejoras. Y en todo... Aunque empezaremos por la comida —opinó Märtha—. Escuchadme: seguro que tienen algo rico en la cocina de arriba. Cuando el personal se haya ido a casa había pensado...

Conforme Märtha fue contando su plan el regocijo se contagió por toda la mesa. De repente los ojos de los ancianos comenzaron a centellear con tanta intensidad como el agua de la playa un día soleado de verano. Todos ojearon el techo de refilón, se intercambiaron miradas y levantaron el pulgar.

Después de que los amigos abandonaran la habitación, Märtha volvió a colocar el licor de mora en el fondo del armario y se puso a canturrear para sí misma. Innegablemente ese sueño le había infundido energía. Nada es imposible, pensó. Pero para lograr un cambio es necesario destacar las alternativas. Eso era lo que tenía intención de hacer ahora. Los amigos creerían luego que habían tomado la decisión por sí solos.