37

 

 

El marinero Janson condujo el vehículo entre las casetas del puerto de Värta, lo detuvo frente a la verja y la abrió con el mando a distancia. El muelle estaba desierto. No se veía ni un alma, salvo un solitario estibador que dormitaba sobre un palé. Avanzó con el coche y se detuvo a la altura del hall 4b. Allanson bajó del automóvil, abrió la puerta y guió a su compañero con indicaciones de experto para que diera marcha atrás con el remolque. Janson apagó el motor y salió también.

La caseta empezaba a estar llena, y eso que solo hacía nueve meses que la tenía alquilada. De un lado había palés, un compresor y neumáticos de automóvil, y del otro se levantaban filas de estantes repletas de cosas, entre otras, repuestos de automóvil, alcohol de contrabando, tuberías de cobre y todo tipo de quincalla. Aunque lo que ocupaba más espacio eran las bicicletas. La idea era venderlas directamente en Estonia, pero la policía había recibido un soplo y se habían visto obligados a dejar pasar un poco de tiempo.

—Vamos a ver si hemos tenido suerte esta vez —dijo Janson con la mirada puesta en el remolque.

—Una caja de Koskenkorva no está nada mal...

—¿Y el maletero de techo?

Probaron la cerradura. Allanson echó mano de un destornillador y, después de trastear un rato, el cierre hizo clic y se abrió.

—¿Te acuerdas de esa vez que el maletero estaba lleno de ropa sucia?

Janson se echó a reír y abrió la tapa. Dentro había una jaula de gato, comida para felinos, varias colchas y latas. En la parte de abajo se atisbaban dos pares de esquíes con sus respectivos bastones.

—¡Joder!

—Pues a objetos perdidos —sentenció Allanson.

—¡Puf! ¡Tiremos esta mierda!

—¿Y los carritos? —dijo Allanson. Acto seguido cortó el candado y deslizó la cremallera—. Pero ¡qué demonios...! Papel... ¿A quién se le puede ocurrir llenar un carrito entero con papel de periódico?

—Quizá haya porcelana china o algo así debajo.

Janson se puso a sacar afanosamente los recortes, pero el suelo se llenó de papel de diario sin que lograra encontrar nada. Allanson frunció el ceño y observó de cerca el carrito.

—Es posible que haya droga en el asa. Mejor será que tengamos cuidado. ¿Has visto ese agujerito en la parte de arriba? Tal vez hayan echado algo extraño por ahí. No quiero verme metido en nada.

—Yo tampoco. Nos desharemos de él. ¿Y qué hacemos con el otro?

—Seguro que contiene la misma porquería —conjeturó Jansson. Pese a todo, abrió la tapa y echó un vistazo. Seguido de un lamento—. También papel de periódico.

—¿Tiene un agujero en el asa?

Jansson toqueteó con los dedos.

—Sí. Aquí también hay uno.

—¿Y este? —Janson dio una patada al que quedaba.

—Mmm... Este no tiene agujero, pero ¡joder!, escucha cómo cruje al apretarlo. No lo entiendo. Tres carritos llenos de recortes de periódico. ¡Bah! Tirémoslo todo...

Allanson lanzó los carritos de la compra al interior del remolque y echó un vistazo a la caseta.

—Oye. Pronto tendremos que tratar de hacer circular eso. —Señaló las bicicletas apiladas en el costado de la caseta. Tres semanas atrás habían hecho una incursión en la ciudad armados con una cizalla que les permitió cargar varios remolques.

—A lo mejor la semana que viene. En el barco del fin de semana. Les he pedido a los estonios que nos paguen en euros —informó Janson

—Bien hecho. Ahora tenemos que largarnos.

Janson se sentó al volante y salió con el vehículo. Tras correr la puerta de la caseta y echar la llave, Allanson se metió a su vez en el coche. Sacó un cigarrillo, lo encendió y bajó la ventanilla. Varias gotas de agua le dieron en la cara.

—¡Mierda! Empieza a llover... Tira —dijo.

—Por cierto, esos carritos son impermeables. Guardémoslos —sugirió Janson.

—¿Esa basura? Quita, quita...

—Por lo menos uno —insistió Janson, a quien se le había olvidado por completo lo del agujero en el asa.

—¿Piensas ir por ahí con el carrito de la compra como una vieja? —se mofó su compañero.

Janson, haciendo caso omiso del comentario de este, se bajó del automóvil y sacó uno de los carritos del remolque, abrió la puerta de la caseta y lo colocó sobre un palé, justo al lado de la entrada. Cuando hubo terminado y echado el cierre, la lluvia había empezado a arreciar.

—Los carritos esos son estupendos. Viene bien tenerlos por si tenemos que llevar algo que no pueda mojarse. Tarde o temprano nos resultarán útiles.

Los dos marineros avanzaron hasta el contenedor del extremo del muelle y echaron dentro las bolsas de basura y los otros dos carritos de la compra. El maletero de coche y algunas otras cosas sin valor lo llevaron a objetos perdidos. Tenían por costumbre hacerlo, lo que les había valido una reputación de hombres fiables y de ley.

 

 

El sol se internaba en la habitación con tal intensidad que hizo sudar al comisario Petterson. El agente se levantó para abrir la ventana, pero la volvió a cerrar casi de inmediato cuando un golpe de viento echó por tierra sus papeles. Refunfuñando los recogió y optó por quitarse la chaqueta. Luego se sentó, se secó la cara con un pañuelo y cogió el documento situado encima del montón. Se había convertido en un caso de gran envergadura. Tenían a seis hombres trabajando en él, seis policías altamente cualificados tratando de recuperar tanto los cuadros como la suma del rescate. Petterson suspiró. Era un caso extraño: contaban con cinco confesiones, pero ni rastro del botín ni del dinero. Nunca le había ocurrido nada parecido. Y aunque aquella anciana impertinente blandiera uno de los billetes desaparecidos, eso no iba a bastar para una sentencia condenatoria. Ya se sabe que los viejos tienen esa capacidad para mezclar sueños y realidad. El billete lo podría haber sacado de cualquier parte. De todas formas, el fiscal decidió detenerlos para que la policía tuviera tiempo de hallar nuevas pruebas. Hasta el momento no habían avanzado mucho que dijera, pero habían enviado las huellas dactilares y las muestras de ADN a los laboratorios de Linköping para su análisis. Tal vez eso diera algún resultado. Petterson se giró hacia su colega.

—Oye, Strömbeck, tenemos que efectuar un registro en el hotel hoy mismo.

—Ya lo sé. Les he llamado. ¿Sabes qué? Por lo visto los ancianos se han alojado en la suite Princesa Lilian. ¡Como estrellas de cine! Increíble...

—Mmm... No parece una mala idea. En cualquier caso, esa parte de su confesión es cierta. Pero que tuvieran colgando en la habitación cuadros por valor de treinta millones no me lo puedo creer —dijo Petterson.

—Tampoco resulta creíble que las obras desaparecieran mientras estaban en Finlandia —añadió Strömbeck—. Puede que se hayan inventado todo. ¿Y cómo vamos a encontrar pruebas de algo que ha desaparecido?

—Esa es la cuestión. Además, la anciana afirma que viajaron con el Serenade de Silja a Helsinki —continuó Petterson—. Pero los registros indican que embarcaron en el Mariella de Viking Lines. Y se han encontrado pertenencias suyas allí.

—Tal vez Serenade sea el nombre que han puesto ellos al barco —bromeó Strömbeck, que había participado en numerosos casos complicados y sabía que cuando llegabas a un punto muerto era importante tratar de quitar hierro al asunto.

—¡Uf! Ni siquiera el barco coincide —reiteró Petterson con un suspiro.

—Quizá sus habitaciones de la residencia puedan brindarnos algo —prosiguió Lönnberg, el apacible colega que habían destinado temporalmente desde la jefatura de Norrmalm. Este ya había hablado con el personal de El Diamante S. A. y acaso fuera capaz de ver todo con nuevos ojos—. Los robos han sido planificados meticulosamente. Es probable que podamos encontrar anotaciones en algún cajón de este lugar. Algunas notas que hayan dejado olvidadas.

—Tienes razón. Ve para allá con dos hombres —comandó Petterson.

El comisario Lönnberg asintió con la cabeza, se levantó y cogió su abrigo. Aunque el sol brillaba, fuera soplaba un viento frío.

—Un registro en una residencia de ancianos. —Lönnberg, de pie junto a la puerta, suspiró—. Este trabajo nunca deja de sorprenderme.

—No te olvides de mirar también en la caja de las galletas —le pinchó Strömbeck—. O dentro del colchón, por qué no...

—Tenemos que tomarnos esto en serio —reprendió Petterson con tono grave—. No podemos ignorar el caso por el hecho de que cinco personas confiesen el mismo delito.

—Pero que cinco viejos hubieran sido capaces de llevar a cabo un robo de obras de arte que ningún delincuente profesional nunca antes ha podido lograr, nanay... Creo sinceramente que nos están tomando el pelo —declaró Lönnberg.

—Sí, es lógico pensar así, porque, a pesar de que han desaparecido ambos cuadros y el dinero, los ancianos insisten en que han dado el golpe perfecto.

Los policías no pudieron evitar sonreírse.

—Afirman que les iban a hacer entrega del dinero en dos carritos de la compra, que pensaban intercambiar por dos carritos idénticos llenos de papel de periódico. Pero, escuchad esto —continuó Petterson—, sostienen que luego el viento debe de haber tirado todo el dinero por la borda.

—Diez millones no vuelan de un barco así como así, ni tampoco unos carritos de la compra —objetó Strömbeck—. ¿Qué muestran las cámaras de seguridad?

—Poca cosa. Los miembros de la tripulación que trabajan en ese lugar suelen limpiar la cubierta con una manguera. Por lo visto, el objetivo de la cámara estaba sucio y salpicado de sal. En realidad no comprendo para qué quieren esas cámaras. Justo cuando las necesitas no se ve nada en las imágenes. Las he repasado. Es como analizar una papilla. En algunas de las secuencias del vídeo parecen distinguirse unas sombras oscuras con paraguas. Como si los conductores se hubieran paseado por la cubierta de vehículos con unos paraguas. No sé muy bien. Y, por cierto, Janson y Allanson tampoco vieron nada fuera de lo normal: ni viejos ni carritos de la compra.

—Me apuesto lo que sea a que el dinero está en esa caja de galletas de la residencia —afirmó Strömbeck con una sonrisa torcida.

—Basta por ahora. Vayamos al hotel. —El comisario Petterson se levantó—. Pero no os olvidéis de que estamos buscando un cuadro de Renoir retocado, con un sombrero y un bigote añadido.

—Naturalmente. Recién pintado, ¿verdad? —También Strömbeck se puso en pie.

Los hombres se enfundaron sus abrigos y bajaron en el ascensor hasta el garaje. El Volvo arrancó al tercer intento y, después de verse atrapados en un atasco en el centro, llegaron por fin al Grand Hotel. Al entrar en el establecimiento mostraron discretamente sus identificaciones de policías y solicitaron ver dónde se habían alojado los ancianos.

—¿Están buscando a los jubilados de la suite Princesa Lilian? —preguntó la joven de la recepción con una amable sonrisa—. ¿Con qué motivo?

—No se lo podemos decir.

—¡Oh, son tan tiernos...! Pero por desgracia se han marchado. Ahora se hospeda en ella una estrella del pop.

—Nos gustaría inspeccionar la suite.

—Eso es imposible. Tenemos una política al respecto.

Petterson y Strömbeck esgrimieron sus placas. La recepcionista reflexionó un instante y acto seguido realizó una llamada. Un momento después apareció la encargada del servicio de limpieza del Grand Hotel. Una vez que Petterson le hubo explicado la situación, la mujer asintió con la cabeza y les acompañó a la suite. Seguidamente llamó a la puerta y, al no contestar nadie, la abrió.

—¡Cielo santo! —tuvo tiempo de decir la encargada antes de que los agentes la adelantaran por ambos costados.

En la mesilla situada junto al sofá se veían botellas y ceniceros repletos. En el sofá había una camiseta arrojada de cualquier manera, y encima del piano de cola descubrieron un par de bragas de color rojo. Sobre la mesa del comedor había cuatro botellas de champán vacías, y en una de las sillas, platos con restos de comida y servilletas estrujadas.

—Bueno, todavía no hemos tenido tiempo de limpiarla —explicó la encargada.

El comisario Petterson reparó en la guitarra apoyada contra el sofá. Pero ¿qué hacían las bragas rojas en el piano? El aspecto que presentaba el dormitorio no era mucho mejor. Sobre las camas sin hacer se apreciaba un cuadro torcido y había prendas de vestir tiradas por todas partes. De hecho, Strömbeck estuvo a punto de enredarse con un sujetador al salir de la habitación. El cuarto de baño olía a loción de afeitado y sobre el suelo se acumulaba una pila de ropa sucia. Varias marcas de besos adornaban la esquina inferior izquierda del espejo y en el estante, junto a la máquina de afeitar, podía verse un cepillo lleno de pelos rubios.

—¿Rod Stewart? —preguntó Strömbeck.

—Protegemos la identidad de nuestros clientes —respondió la encargada.

Se detuvieron junto al piano de cola y el comisario Petterson recordó lo que Märtha les había contado durante el interrogatorio. El Renoir y el Monet habían estado colgados ahí. Ahora, en cualquier caso, podían contemplarse dos coloridos cuadros que recordaban a Matisse y Chagall.

—¿Cuánto tiempo llevan esas pinturas ahí? —inquirió Strömbeck.

—Las compramos en 1952, pero la suite no lleva mucho tiempo en su estado actual. Vamos a ver... Se inauguró hace algunos años...

—¿Y los cuadros están ahí desde entonces?

—Supongo que sí.

—¿No habrá visto por casualidad un Monet o un Renoir?

—Discúlpeme, pero las grandes obras de arte son para el disfrute de todo el mundo. Para eso existen los museos. Si van al Museo Nacional de Bellas Artes, aquí a la vuelta de la esquina, podrán ver esos y otros muchos cuadros de gran valor.

Strömbeck lanzó una mirada de impotencia a su colega y susurró:

—¿Qué estamos haciendo aquí?

—Buscando un Renoir, un Monet y diez millones de coronas. Ni más ni menos —murmuró Petterson.

Estuvieron rebuscando un rato más, pero al final acabaron desistiendo. Al bajar en el ascensor les hizo compañía una limpiadora ya mayor. En la parte delantera del carro de la limpieza llevaba un plumero y una bolsa de basura, y en el estante de arriba un bote de producto limpiador, limpiacristales Ajax y varios trapos. También había varios cuadros.

—¿Qué es eso? —preguntó el comisario Petterson señalando en dirección a las pinturas.

—Unos cuadros que vamos a entregar a una organización benéfica.

—¿A una organización benéfica?

—Sí, son reproducciones malas. Aquí en el Grand Hotel solo queremos arte de calidad, nada de baratijas —respondió la señora de la limpieza dando una pasada a los cuadros con el plumero.

—Entiendo —dijo Petterson—. ¿Dónde custodia el hotel sus cuadros de calidad?

—En un almacén. También se guardan en él algunas esculturas. Además, en el anexo hemos puesto otras mientras completan la reforma.

 

 

Un momento más tarde, Petterson y Strömbeck pusieron rumbo al almacén en compañía de uno de los guardas del hotel. Juntos examinaron cuidadosamente todos los cuadros y los objetos artísticos depositados allí y en el anexo, pero no descubrieron ningún Renoir o Monet. Ni tan siquiera una reconstrucción con bigote añadido. Cansados, regresaron a la comisaría de policía.

 

 

Tampoco el registro de la residencia de ancianos dio fruto alguno. El comisario Lönnberg tuvo un día complicado. Una tal Barbro lo había estado persiguiendo todo el día dándole la lata con que fueran discretos al tiempo que no dejaba de acechar a los ancianos del centro. En mitad de todo eso tenían que hacer una oración, y tampoco les dieron nada de comer. Ni siquiera una triste taza de café con una galleta. Cuatro de las habitaciones de los ancianos estaban limpias y ordenadas y les resultaron fáciles de inspeccionar. Aun así, aparte de ropa pasada de moda, calzado cómodo, álbumes de fotos y algunos botes con píldoras los policías no hallaron mucho de interés. Una de las habitaciones, sin embargo, parecía una especie de depósito y estaba llena de herramientas, tornillos, motores y diodos luminosos, aunque nada que pudiera vincularse al delito. Lönnberg había rebuscado por todos sitios pero no halló nada de valor para la investigación. Si solo uno de aquellos ancianos se hubiera confesado culpable del robo museístico del siglo, habrían podido archivar el caso. Pero eran cinco. El comisario lanzó un gemido y, a falta de otra cosa, se llevó sus cepillos del pelo. Ello les permitiría al menos recoger muestras de su ADN, aunque les sablearan en el laboratorio técnico de la policía en Linköping por los análisis.

En la reunión de recapitulación, ya de vuelta en la oficina, los tres agentes se encontraban exhaustos y muy desmoralizados. El comisario Petterson entrelazó las manos sobre la mesa.

—Como todos sabéis, los cuadros y el dinero han desaparecido y cinco ancianos se han declarado culpables. Aunque todavía no hayamos encontrado nada que inculpe a esas personas, el fiscal quiere presentar una solicitud de detención contra ellos. Porque estamos hablando de cuadros por un valor de treinta millones y no contamos con ninguna otra pista.

Strömbeck puso los pies sobre la mesa y fijó la mirada en un punto indeterminado de la sala.

—¿Os imagináis ya los titulares de los periódicos? «La policía detiene a cinco ancianos en ausencia de cualquier otra pista.»

Todos suspiraron y, alegando distintas excusas, coincidieron en que lo mejor era dejarlo por ese día e irse a casa. No solo debían investigar un sofisticado atraco, sino que además se las tenían que ver con cinco fastidiosos abuelos.