38
El Volvo pasó junto a la estación de metro y se detuvo en el centro de detención preventiva de Sollentuna. El conductor, Kalle Ström, y dos funcionarios de prisiones ayudaron a Märtha a descender del vehículo, asegurándose de que no se le olvidara la riñonera, el bastón o el andador.
—¿Y ese chisme tan extraño? —dijo Kalle señalando al banderín reflectante de Märtha.
—Una no quiere que la gente que va corriendo por la calle la arrolle —explicó—. Más vale un andador estrambótico que una cadera rota.
Kalle se sonrió levemente. Había transportado a muchos delincuentes, pero esa señora le caía particularmente bien. Parecía fascinada por las cárceles y se había pasado todo el trayecto desde Kronoberg tarareando «Dios encubierto».
Märtha le agradeció el viaje, se apoyó sobre el andador y echó un vistazo a su alrededor. Al reparar en las bajas y alargadas construcciones grises del centro de Sollentuna negó con la cabeza.
—Muchachos, miren esos rascacielos tumbados. ¡Son más feos que Picio! Los responsables deberían ir a la cárcel, no yo.
—Pero este edificio no está tan mal, ¿verdad? —Kalle señaló el centro de detención de Sollentuna.
Märtha torció la cabeza y alzó la vista hacia la fachada. El elevado inmueble destacaba centelleante entre las grises estructuras de su entorno reflejando la luz del cielo sobre sus cristales. Era cierto. A sus observadores externos les ofrecía un interesante fulgor. Lástima que a partir de ese momento su lugar estuviera en el interior del edificio.
—Por aquí —indicó uno de los funcionarios mostrándole la entrada del centro.
Märtha debía desprenderse de sus pertenencias y procederían a su registro. De repente se vio abrumada por la gravedad del momento y recordó la impresión que le había producido el agente de Kronoberg cuando, abriendo mucho los ojos, se había inclinado hacia ella y le había dicho:
—No internamos en el mismo centro a hombres y mujeres.
Märtha creyó desmayarse en ese mismo instante. ¿Cómo se le pudo haber escapado algo así? Avergonzada comprendió que, en caso de ser condenados, Stina y ella se verían obligadas a estar sin sus hombres todo un año. De haberlo sabido tal vez hubieran preferido quedarse en la residencia, aunque, por otro lado, tampoco habrían podido vivir ninguna aventura. En esta vida había que pagar por todo, como de costumbre. Por desgracia tampoco podría verse con Stina ni con Anna-Greta.
—Los sospechosos no pueden coincidir —le había explicado el agente.
—¿Los sospechosos? —repitió Stina.
—Cuando hay implicadas varias personas en un mismo delito debemos separarlas.
—¡No pueden hacer eso! —protestó Märtha—. Somos como una gran familia y tenemos que estar juntos.
—Es precisamente eso lo que pretendemos impedir. Los cuadros y el dinero siguen sin aparecer y queremos evitar que se confabulen.
Los cinco miraron con resignación al agente, sin siquiera poder regocijarse del elogio que indirectamente acababa de hacerles. Se hizo un tupido silencio y todas las miradas confluyeron en Märtha.
—Y tú que ibas cacareando por ahí que en la cárcel estaríamos mejor... —la acusó Anna-Greta indignada—. Esto no se parece al plan ni por asomo.
—Os pido perdón, no podía ni imaginarme que... —Märtha tragó saliva y notó que las lágrimas afluían a sus ojos.
Lumbreras debió de darse cuenta porque en ese momento la estrechó entre sus brazos.
—Querida mía... Todos podemos cometer errores. No llores. Saldremos pronto.
Märtha dejó a un lado todas sus inhibiciones, apoyó la cabeza en el pecho de Lumbreras y comenzó a llorar a lágrima viva.
—No quiero ni imaginarme que Rastrillo no pueda visitarme —dijo Stina y se puso a sollozar ella también.
Rastrillo le posó el brazo sobre los hombros.
—Escúchame... Cuando era marinero me pasaba largas temporadas en alta mar —repuso él—. Por lo menos la cárcel está en tierra firme y son generosos con los permisos. Vas a ver cómo nos vemos pronto —Apartó el pelo del rostro a Stina y la besó en la mejilla.
Rastrillo se aclaró la garganta y Lumbreras se pasó varias veces la mano bajo la nariz. Todos parecían consternados y a Märtha le dolía el estómago solo de pensar en lo sucedido por su culpa. Casi nada había resultado como se había imaginado. Por ejemplo, después de su confesión colectiva en la comisaría, Stina y Rastrillo ya se habían arrepentido. Ahora querían quedarse en el hotel. Otro tanto ocurría con Anna-Greta, que nuevamente había empezado a soñar con Gunnar, el caballero que había conocido en el transbordador de Finlandia. De la noche a la mañana ya no deseaban ir a la cárcel, como habían acordado entre todos.
—Podrías haberte enterado un poquito mejor de cómo eran las cosas —señaló Stina, dolida por tener que separarse de Rastrillo, aunque también le preocupaban sus hijos y qué dirían sus antiguos amigos del coro de la iglesia de Jönköping.
—¿Y vosotros? ¿No podíais haber hecho algo? —se defendió Märtha—. Yo estaba dedicada por completo a la planificación de los atracos.
—¡Habló la maleante profeta de la jovialidad! —soltó Rastrillo, y Märtha, que acababa de secarse sus últimas lágrimas, estalló en un nuevo llanto.
—Lo siento muchísimo —dijo entre sollozos—. La próxima vez no cometeré ningún error.
—¿La próxima vez? —saltó el agente—. ¿Tan grave es el asunto? ¿Todavía no han ido a la cárcel y ya están planificando nuevos golpes?
—No, no... Me refería en la vida —replicó Märtha escurriendo el bulto—. A partir de ahora reflexionaré antes de actuar.
—En ese caso te deseo toda la suerte —dijo Rastrillo.
Una vez que todos tuvieron ocasión de llorar un ratito se reconciliaron justo antes de ser conducidos a sus respectivas celdas. Luego se abrazaron largo rato, prometiéndose mutuamente un pronto reencuentro. Märtha trató de concluir con unas palabras de ánimo.
—El tiempo pasa rápido. En breve nos mandarán a un centro de régimen abierto o nos pondrán un bonito grillete electrónico y, visto y no visto, volveremos a ser libres. —Bajó la voz para que nadie más la oyera y añadió crípticamente—: Escuchad, no os olvidéis de pedir que os visite el capellán. No solo Dios habla a sus oídos.
Guiñó un ojo a sus amigos y les apretó rápidamente tres veces la mano a cada uno. Todos comprendieron que Märtha ya tenía algo en mente.