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El centro de detención provisional de Sollentuna olía a nuevo y a limpio y daba una mejor sensación que el vetusto y anticuado de Kronoberg, aunque, obviamente, no por ello resultaba menos apabullante. Märtha atravesó las salas con la cabeza bien alta, tratando de parecer serena y sosegada, aunque en realidad estaba tremendamente irritada. No comprendía sobre todo por qué los policías de Kronoberg se habían portado de un modo tan antipático. Pese a haber acudido los cinco para confesar sus delitos, en lugar de mostrarles agradecimiento, los uniformados habían adoptado una actitud irónica, incluso podría decirse burlona. No parecían tener respeto a las personas mayores. En modo alguno. Y cuando Anna-Greta se había lamentado entre sollozos de la pérdida de los cuadros y Stina había explicado el modo en que los había embellecido, el agente perdió a todas luces la paciencia, llamó al fiscal y solicitó que ordenara la detención de todos ellos. Luego los habían investigado un poquito más y pronto fueron declarados sospechosos probables (como rezaba el término oficial) del delito que ellos mismos ya habían confesado.
—Venga por aquí.
Märtha sintió un empujoncito en el costado por parte del funcionario que la llevaba a la oficina de registro. La metieron en una habitación de apariencia bastante aséptica que olía a madera recién aserrada y a plástico. Luego la sentaron en un sillón en un rincón desnudo frente a una amplia mampara de cristal y le pidieron que esperara. Transcurrido un momento vio tras el vidrio a varias personas vestidas con camisas de color azul marino y las saludó educadamente con la mano. Sin lugar a dudas eran los «boquis». Se sorprendió a sí misma mascullando varias veces ese término, que era como había oído que los internos llamaban a los celadores. No le apetecía nada meter la pata ahora que estaba recluida en aquel centro. Pretendía amoldarse rápidamente. En Kronoberg había oído hablar de los acosos a los reos y otras cosas terribles, así que era importante mantenerse un poco alerta. Se abrió una ventanilla y apareció la cabeza de uno de los celadores.
—Bienvenida —dijo el boqui, cosa que extrañó a Märtha. Como si la intención de los que estaban tras el cristal hubiera sido que los visitara.
A ello siguió una conversación en la que el hombre en cuestión le preguntó por su estado de salud, por los fármacos que tomaba, si necesitaba algún tipo de comida en particular y acerca de su actitud de cara al inminente período de internamiento. Asimismo tuvo que depositar el reloj, el monedero, los anillos, la pulsera y demás efectos personales, tras lo que la conminaron a sustituir su vestimenta por la del centro. Los boquis deseaban saber quién era un malhechor y quién no y, en eso Märtha coincidía con ellos, en su caso podía resultarles difícil llegar a una conclusión. Su condición de maleante no resultaba evidente a todas luces, en cualquier caso no cuando utilizaba el andador.
Una vez completado el ritual de registro la acompañaron a su celda. Era una de tantas en una larga fila dentro de un amplio y extenso corredor pintado de gris e iluminado con titilantes tubos fluorescentes. La anciana hizo un alto en el camino para respirar profundamente. Parecía igualito que en una película.
—Aquí es —le indicó el funcionario tras abrir la puerta de la celda número 12.
Al traspasar el umbral tuvo exactamente la misma sensación que en el ferry que los llevó a Finlandia, con la notable diferencia de que aquí le había tocado en segunda clase. La habitación no podía tener más de diez metros cuadrados, acaso solo seis o siete. Cierto era que disponía de ducha y aseo, pero no había sitio más que para un catre, un escritorio sujeto a la pared, una estantería y varios ganchos de plástico de endeble aspecto donde colgar la ropa. Nada más entrar, Märtha se sintió agobiada por una oscura sensación de aislamiento. Hasta ese momento había tenido más bien la impresión de estar viviendo unas apasionantes vacaciones. Ahora, súbitamente, comenzaba a sentirse castigada.
El celador cerró la puerta y una repentina sensación de desazón fue apoderándose lentamente de ella. Miró a su alrededor y descubrió que la cara superior de los estantes y el armario estaba inclinada. No había ningún elemento suelto en la estancia, ni tampoco tapa en el inodoro o perchas. Se pretendía así evitar que nadie pudiera lesionarse o colgarse de algún gancho. Märtha titubeó. Si ese era el aspecto que presentaba el centro de arresto más moderno del país, la cárcel no podía ser mucho mejor... Examinó las superficies oblicuas de la estantería y el armario. En el transbordador el mobiliario era recto y cuadrangular, pero la embarcación se meneaba. En aquella celda, en cambio, todo parecía torcido, pero el suelo se mantenía quieto. Así era la vida misma: nunca nada podía ser perfecto.
Märtha se consoló con la idea de que solo permanecería allí hasta que se pronunciara sentencia y luego la mandarían a otro sitio. Aunque no a donde estaba Lumbreras. Se sentó en el catre y se compadeció de sí misma. Echaba de menos a su viejito y no se atrevía ni a pensar lo mal que debía de sentirse Stina. Para Anna-Greta tampoco resultaría fácil de sobrellevar, con todas las esperanzas que había depositado en su Gunnar. Märtha respiró profundamente. No, las cosas no les iban mejor allí que en la residencia, y por primera vez desde que abandonara el centro geriátrico se planteó la posibilidad de huir. Concedían permisos a los reclusos... Solo necesitaban recoger el dinero del canalón y abandonar del país. Se imaginó volando con la panda del coro a Florida o a algún otro lugar cálido y agradable. Una vez allí se alojarían en un hotel de lujo, irían al casino y no pararían de comer cosas ricas. Obviamente era algo factible, pero para ello debía ponerse manos a la obra ya. Si empiezo a planificar ahora, pensó, tal vez tenga un plan perfecto para mi primer permiso.
A la mañana siguiente llamó a uno de los celadores y le dijo que había pasado en vela toda la noche porque tenía algo muy importante que contar. Necesitaba hablar con un sacerdote para poder estar en paz consigo misma. De lo contrario, añadió, existía el riesgo de que una mujer de edad tan avanzada como ella no fuera capaz de sobrevivir a su internamiento preventivo. El funcionario llamó al capellán de inmediato.