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Lumbreras fue a parar al último piso del centro de detención de Sollentuna, entre ladrones, asesinos y evasores fiscales. Él, habituado a sus tranquilos amigos de la residencia de ancianos, no acababa de acostumbrarse, pero se decía a sí mismo que no había que juzgar a nadie, que cada persona era buena a su manera y tenía cosas importantes que contar. En ese lugar lo principal era ser positivo, aunque varios de los tipos peor encarados pudieran tumbarte con facilidad. Todo resultaba un poco desagradable; en la residencia se sentía mucho más seguro. Además, la celda que ocupaba era tan pequeña que apenas cabía él, y tampoco le habían dejado llevarse sus herramientas. Pensó en Märtha y en lo que había liado, la pobre. Su deseo, como es natural, no había sido otro que mejorar la situación de todos, pero ahora las cosas no pintaban demasiado bien. Bueno, seguramente la situación cambiaría a mejor en la cárcel, que disponía de taller, lo que lo libraría de clasificar cordones de zapatos, como hacían allí. Aburrido, se tendió en la litera para descansar. Justo en ese momento llamaron a la puerta y entró un funcionario de prisiones.

—Un cura le está esperando en la sala de visitas.

—¿Un cura?

Lumbreras sacudió la cabeza y estuvo a punto de preguntar qué demonios quería ese tipo de él. Pero entonces recordó las palabras de Märtha: «No os olvidéis de pedir que os visite el capellán. No solo Dios habla a sus oídos».

—¡Ah, el capellán! —exclamó.

El anciano se levantó del catre para acompañar al celador hasta la sala de visitas. Seguro que Märtha estaba detrás de aquello, lo que significaba que tenía algo importante que contar. Sonrió para sus adentros y poco después saludó al sacerdote. El funcionario se retiró y Lumbreras y el capellán se acomodaron en el sofá de las visitas. El de la sotana se sacó algo del bolsillo.

—Le he traído un poema. Una mujer a la que visito me ha pedido que se lo entregue. Esperaba que usted fuera capaz de encontrar la luz.

—¿La luz?

—Sí, la interna, de nombre Märtha Andersson, parecía ansiosa al respecto. Compone poemas todos los días, y este es sin duda uno de sus mejores. Quería que usted en concreto se quedara con él.

El capellán le hizo entrega de un folio blanco. Lumbreras reconoció la caligrafía de Märtha, desplegó el papel y comenzó a leer.

 

El Altísimo

extiende su mano

y te da la vida

como el agua en el canalón.

La riqueza hacia la libertad.

Juntos recorreremos

largos caminos.

Nunca me olvides.

 

Lumbreras manoseó el papel perplejo.

—No entiendo mucho de este tipo de cosas —admitió—. ¿No se supone que los poemas tienen que rimar?

Tendió el poema al capellán, quien lo leyó en silencio. Al terminar, pasó varias veces el dorso de la mano sobre el blanco papel.

—Creo que le gusta a esta mujer —dijo tras un momento—. Mire esto: «Juntos recorreremos» y «Nunca me olvides». Es muy bonito —señaló y devolvió el folio a Lumbreras.

—¿Piensa usted que le agrado? Pero ¿es que no puede decirlo así sin más? En lugar de tener yo que interpretar esto...

Lumbreras releyó el poema.

El anciano plegó azorado el papel y se lo metió en el bolsillo. Con Märtha lejos de él se había sentido abandonado y ya nada le divertía... Pero ahora, ¡vaya poema! Se volvió hacia el sacerdote nuevamente.

—Es una mujer muy bella, ¿sabe usted? Pensábamos que nos íbamos a ver en la cárcel, pero no ha sido así. Ahora espero que podamos salir pronto. Mi buen amigo Rastrillo también echa de menos a su chica.

—Pero puede recibir visitas...

—No, su Stina no puede ir a visitarle. Ella también está detenida.

—Vaya fastidio. ¿Son ustedes cuatro jubilados que han cometido algún delito?

—No, cinco. Anna-Greta, que canta en nuestro mismo coro, también participó.

—Hablamos entonces de cinco almas pecadoras —dijo el capellán cogiendo discretamente la Biblia—. ¿Qué le parece si leemos algo juntos?

—Muy bien, pero primero me gustaría recompensar las bonitas palabras de mi Märtha. ¿No le podría enviar usted un saludo de mi parte?

—¿Cómo qué, por ejemplo?

—No sé muy bien...

—¿Tal vez una cita de la Biblia?

—Estaría bien, acaso sobre Moisés peregrinando por el desierto... O quizá puedo tratar de escribirle un poema yo mismo. Eso le hará entender que me esfuerzo por ella.

—Es un pensamiento muy hermoso —repuso el sacerdote mientras se sacaba un bolígrafo y arrancaba una hoja de su agenda—. Tome esto.

Con el papel frente a él, Lumbreras reflexionó largo rato antes de ponerse a escribir lenta pero prolijamente mientras el capellán guardaba silencio para no molestarlo.

 

Extiendo mi mano franca, Märtha,

a donde se ocultan las cosas, mi rosa.

Acojo la luz junto a ti

y espero que pienses en mí.

Tú y yo hacia una nueva primavera,

muy muy lejos, ¿me entiendes de veras?

 

Era lo suficientemente enigmático, y seguro que el cura no se enteraría de nada. Pero Märtha sí que lo haría. Comprendería que había captado que se refería al dinero del canalón, una suma que les proporcionaría una vida mejor el día que salieran de prisión. Pero además había otro mensaje oculto en su poema. «La riqueza hacia la libertad. Juntos recorreremos largos caminos.» Estaba tramando algo...

—Ya le he advertido de que no se me da muy bien eso de la poesía —confesó Lumbreras tendiéndole lo que había escrito—. Pero ¿piensa usted que sabrá apreciar esto?

El sacerdote echó un vistazo al poema y esbozó una sonrisa de ánimo.

—Son palabras preciosas. Me ha emocionado.

Cuando se marchó el clérigo, Lumbreras estaba de un humor estupendo. Märtha y él habían encontrado un canal de comunicación, y tarde o temprano sabría lo que estaba pergeñando esa maravillosa mujer.