42

 

 

Las tardes se habían vuelto más luminosas y las primeras hojas ya comenzaban a brotar el día que Märtha fue transferida a Hinseberg. Al cruzar el umbral de la puerta vio que había un vehículo esperándola. Antes de acercarse para entrar en él levantó la vista hacia el centro de detención provisional de Sollentuna, donde, como de costumbre, el cielo se reflejaba sobre sus cristales. Los rayos de sol centelleaban con gran belleza, aunque allí adentro, obviamente, las cosas no habían sido tan resplandecientes. Ahora por suerte le esperaba una cárcel de verdad, aunque era una pena que solo hubiera mujeres en ella. Sin duda las cosas serían mejor que en el centro de detención, pero podría resultar duro. Se había dado cuenta del aislamiento que implicaba. Era verdad que en la residencia los encerraban, pero la señorita Barbro, pese a todo, no había hecho colocar rejas en las ventanas. Además, a Märtha no le era posible recurrir la sentencia. Al haber sido ella la impulsora del proyecto no hubiera quedado muy bien eso de rajarse en el último momento. Aunque faltó poco para que los mandaran a la cárcel. El propio juez había querido ponerlos en libertad. El billete de quinientos y el carrito de la compra no eran pruebas muy convincentes, aunque coincidieran las muestras de ADN. Y era cierto que la policía había encontrado teléfonos móviles, cepillos para el pelo y alguna que otra pulsera de oro en el armario del Grand Hotel, pero... no, probablemente aquellos ancianos solo estaban un poco desorientados. Además, todavía no se había aclarado por completo lo que había sucedido realmente en el Museo Nacional de Bellas Artes. Lo del bastón torcido desconcertaba a muchos y, en la reconstrucción de los hechos llevada a cabo por la policía, no se había logrado esclarecer el papel que ese objeto había desempeñado en la sustracción propiamente dicha de los cuadros. El juez recomendó absolver antes que condenar y mencionó lo inadecuado de exigir un año de cárcel para unos ancianos sin antecedentes penales. Sin embargo, los miembros del jurado consideraron que los cinco se habían hecho de sobra acreedores de una pena de prisión. De hecho, los periódicos estuvieron durante varias semanas informando acerca de los jubilados sin escrúpulos que habían atentado contra el patrimonio cultural del país y que se habían apoderado de cuadros por un valor superior a los treinta millones de coronas, así como de un rescate histórico de diez millones. Los rotativos estuvieron destacando, en un editorial detrás de otro, la gravedad de esos delitos económicos, comparándolos con las rapiñas de los tiburones financieros. Naturalmente, los miembros del jurado se habían dejado influenciar por todo eso, aunque perjuraran ser completamente ajenos a las presiones exteriores. Märtha declaró que la intención de los cinco era devolver los cuadros al museo y que los diez millones los iban a destinar a fines benéficos, pero nadie la creyó. No obstante, una vez dictada la sentencia a nadie le pareció oportuno apelarla. Los recursos llevaban tiempo y, además, el revuelo montado últimamente había sido enorme. Con un poco de buena conducta podrían estar en la calle en medio año, lo que les brindaría además tiempo suficiente para comprobar cómo era una cárcel de verdad. Märtha sentía curiosidad al respecto de su nueva morada y le parecía interesante el hecho de poder compartir su día a día con delincuentes. Nunca antes había estado entre rejas y le gustaba probar cosas nuevas. Por otra parte, no le cabía duda de que la cárcel sería mejor que el centro de detención provisional.

Este último le había parecido a Märtha un lugar pequeño y oscuro, y el ejercicio diario en absoluto le resultó tan agradable como se había imaginado. Los celadores la habían conducido a un patio aséptico rodeado de los muros más altos que jamás había visto. Hormigón puro y duro. Nada comparable a los ondeantes y agradables campos de sembrados de Österlen. Ni siquiera subida a hombros de una torre formada por cuatro presos, habría alcanzado el borde del muro para poder echar un vistazo al exterior. Mientras deambulaba decepcionada por el sucio hormigón gris del patio interior pudo oír los pájaros, los trenes de cercanías y la vida cotidiana de fuera, pero lo único que era capaz de ver era una malla de gris metal delante de un jirón de cielo. El resto era incomunicación y muros. El contraste entre eso y la suite Princesa Lilian era bastante considerable, y la cosa llegó a tal punto que hasta echaba de menos los pitidos de la comida nocturna de Rastrillo y la risa estentórea de Anna-Greta. Si el capellán no hubiera acudido de tanto en tanto con noticias de Lumbreras probablemente no lo habría soportado. Los poemas le infundían nuevos ánimos. Además, tenía algo nuevo en lo que ocupar su tiempo. El Nuevo Plan.

—Dese prisa. ¿Viene ya o qué? —la instó el conductor.

El hombre del servicio de transporte quería salir rápido para evitar la congestión del tráfico de los viernes, pero Märtha se movía lenta con las esposas y, además, plegar el andador requería su tiempo. Ciertamente los funcionarios la ayudaban en esas labores, pero no sabían cómo recoger el banderín reflectante. Finalmente logró enseñarles el modo de hacerlo y, ya sin resuello, se sentó entre ellos en el asiento trasero. El automóvil se puso en marcha, la verja se abrió e iniciaron su trayecto. El viaje a Örebro se desarrollaba sin contratiempos, y mientras el coche atravesaba los distintos paisajes Märtha estuvo pensando en sus amigos del coro. A Anna-Greta y Stina también las iban a destinar a Hinseberg y estaba deseosa de volver a verlas. Ello le permitiría además iniciarlas en sus nuevos planes. Por el momento resultaría quizá más pedagógico hablar de «ideas». Era importante ponerlas de su lado.

Unos kilómetros más tarde el conductor redujo la marcha y Märtha pudo atisbar en la lejanía un edificio blanco rodeado de una verja y alambradas. Una vez franqueada la caseta de acceso exterior, el coche accedió a la explanada de la entrada y se detuvo. Märtha echó un vistazo a su alrededor. Había oído decir que los orígenes de Hinseberg se remontaban a la Edad Media y que habían residido nobles allí. No estaba mal eso de que te encarcelaran en una antigua casa señorial, pensó, aunque hubieran demolido varias de las antiguas edificaciones. Al fondo se adivinaba el reverberar del agua de un lago. No había altos muros de hormigón a la vista y por lo menos se podía mirar a través de las alambradas y la verja. Salió del coche, agradeció el viaje al conductor y saludó a los nuevos boquis. Una mujer delgada de mediana edad y pelo largo rubio se hizo cargo de ella.

—¿Es usted Märtha Andersson? —La enjuta fémina examinó sus papeles.

—En persona —respondió Märtha, y le tendió la mano.

Se preguntó si había corrido el rumor de su llegada, porque le habían dicho que ese tipo de cosas solía pasar. Probablemente ninguna de las ochenta internas del centro penitenciario se creía que iba a tener que vérselas con una delincuente de setenta y nueve años. Pero ¡qué más daba la edad! Había nonagenarios que parecían pizpiretos jovencitos de diecisiete años, y personas de setenta y cinco que aparentaban estar cerca de los cien. Pese a todo, Märtha seguía sintiéndose en forma tras haber podido practicar algo de ejercicio durante su detención provisional. No tenía intención de utilizar el andador allí. Esperaría hasta el momento que tuviera alguna fechoría en marcha. Y aunque era consciente de que la mayoría de las internas estaban en la franja de los treinta-cuarenta años, ello no le importaba en absoluto. Al contrario: le gustaba la gente joven. Solían tener más brío en el cuerpo que las personas de su edad.

Cuando la celadora de la cola de caballo rubia terminó de estudiar los papeles se llevó a Märtha a la oficina de registro. Ahora, por desgracia, debía desnudarse para que la examinaran. Sin duda alguna resultaba humillante despelotarse ante personas extrañas cuando una ya no tenía el aspecto de épocas gloriosas ya pasadas, pero aquí no había lugar para melindres. No era extraño que los boquis quisieran asegurarse de que una no llevara cosas prohibidas.

—¿Alguien entiende por qué motivo uno se arruga tanto al llegar a viejo? —preguntó Märtha apuntando a sus pliegues bajo la barbilla y en el vientre—. ¿De qué sirve esto?

La mujer de la cola de caballo la miró a la cara pero no dijo nada.

—Una no puede hacerse un lifting de todo el cuerpo. A saber cómo resultaría —prosiguió Märtha sin poder evitar sonreírse de su propia broma.

—Mantenga los brazos en alto.

—Vale, vale. Es cierto que podría haber ocultado algo bajo las axilas, pero tengo mucho más espacio bajo mis pechos caídos.

La de la cola de caballo no alteró en modo alguno su gesto.

—Los senos caídos son perfectos para los diamantes robados... Aunque rocen un poquito —dijo animadamente Märtha señalando en dirección a sus dos colgantes reminiscencias de tiempos remotos—. Como bien sabrán, el oro pesa bastante y se cae.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó la Colacaballo.

—Por cierto, ¿cómo hacen con los implantes mamarios? ¿Tienen un escáner especial para ellos?

—Ya puede volver a vestirse —exhortó la Colacaballo sin que Märtha pudiera detectar un mínimo indicio de sonrisa—. Por favor, acompáñeme a la consulta médica.

—Pero si no estoy enferma.

—Vamos a realizar un reconocimiento.

Märtha entendió inmediatamente lo que aquello significaba y respiró profundamente para luego volver a exhalar el aire con un sonoro puf.

—A mí me gustan las visitas inesperadas, porque hace verdaderamente mucho tiempo que... Pero, por favor... En serio, están perdiendo su tiempo. No me he escondido los cuadros ahí.

La Colacaballo le lanzó una mirada asesina que hizo enmudecer a Märtha. Vaya tipa tan antipática, se dijo. Pero aparentemente había elegido un lugar y un momento inapropiados para bromear. No en vano se trataba de una cárcel. En ese instante tuvo un presentimiento de lo que la esperaba. Tal vez estar en Hinseberg no iba a ser tan grato como ella había imaginado.