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—¿Y qué haces aquí en Hinseberg? ¿No se supone que las personas como tú deben estar en una residencia para viejos?

Märtha andaba de un sitio para otro. Se hallaba en la cocina y acababa de servirse un vaso de leche cuando entró en la habitación una chica de pelo encrespado, boca fina y nariz afilada. La muchacha aparentaba unos treinta y cinco años. Mascaba chicle con la boca abierta y se había puesto en jarras en elocuente actitud. Vaya recibimiento, pensó Märtha. Por lo menos la tipa podía tratar de ser simpática.

—¿En una residencia? Nanay, no soy ningún dinosaurio. Si lo fuera, no estaría aquí quieta, sino que ya te habría devorado.

Los párpados de la mujer temblaron.

—¡No me digas! Así que eres de esas bocazas... Cuidadito. No te olvides de que eres novata. A mí ya me han enchironado varias veces.

¿Enchironar? Märtha caviló por un momento. Lo que quería decir esa chica sin duda era que ya había pasado por aquí antes.

—Enchironar para acá o para allá... Ser un poco agradable con una recién llegada tampoco está prohibido, ¿verdad? —replicó Märtha. Bebió un largo trago de leche y dejó el vaso sobre la encimera—. Por cierto, me llamo Märtha Anderson.

La mujer siguió masticando su chicle.

—¿Por qué te han traído aquí?

—Por un atraco —respondió Märtha.

—¿Una tipa como tú? ¿Por eso bebes leche? ¿Para coger fuerzas para el próximo golpe? ¡Vaya con la vaquita esta!

Dos jovencitas que acababan de entrar en la cocina soltaron una risotada. Märtha vio con el rabillo del ojo que la celadora se encontraba detrás del cristal de uno de los lados, y se preguntó si podría escucharlas. La mirada de la mujer del chicle era dura e inexpresiva. Probablemente era ella la que cortaba el bacalao entre las internas, pensó Märtha, que se había enterado de más de un detalle sobre la realidad cotidiana en Hinseberg. Había oído que ciertas figuras con dotes de mando tomaban la batuta. Además, los funcionarios le habían advertido de que existían algunas reglas no escritas que más le valía respetar.

—¿Me has llamado vaca? —dijo Märtha.

La masticadora de chicle se reafirmó moviendo arriba y abajo la cabeza.

—Que sepas que si lo vuelves a hacer te meto el andador por la entrepierna...

Entonces se hizo el silencio dentro de la habitación. Y un momento después se oyeron de fondo las risitas ahogadas de las jovencitas. La mujer de la goma de mascar dio un paso adelante en una actitud amenazante.

—Óyeme, putoncita chocheante... Ten cuidado de que no te mande de visita a la sauna.

—¿A la sauna? —replicó Märtha sin comprender nada, lo que no pasó desapercibido a la otra.

—Es ahí donde arreglamos nuestras diferencias. Un sitio bien aislado y sin ventanas.

—Ah, ya entiendo. —Märtha cayó en la cuenta de por dónde iban los tiros. Decidió entonces cambiar a una estrategia más amistosa—. ¿Quieres un poco? —preguntó ofreciéndole el vaso de leche.

—¿Estás de broma o qué?

—¿Y tú por qué estás aquí?

—Asesinato y robo.

Märtha se atragantó con la leche y tuvo que toser varias veces.

—¿Y tú a quién atracaste? —quiso saber la muchacha del chicle.

—Bueno, no fue más que un robo de cuadros. El del Museo Nacional de Bellas Artes —comentó Märtha encogiéndose de hombros como si de una minucia se tratara.

—¡Joder! ¿El del museo? He leído sobre él. ¿Todavía no han aparecido los cuadros?

Märtha asintió con la cabeza.

—Efectivamente. Se han esfumado.

—Y una mierda... ¿Dónde metisteis los cuadros? No pienso chivarme.

—Ni nosotros ni la policía los hemos encontrado todavía.

—Eso no me lo trago. Desembucha ya. Aquí somos una piña, ¿sabes? Si no compartes, entonces... —advirtió la mujer cogiéndole el vaso de leche y vaciándolo en el fregadero.

—El golpe fue un éxito, pero después... No todo puede salir a pedir de boca.

Märtha volvió a llenarse el vaso.

—Te estás poniendo chulita conmigo. ¿Sabes una cosa? Aquí hay mucha ladrona de jubilado, chicas especializadas en gente como tú. Haz caso a este consejo que te voy a dar: para un poco el carro —dijo la mujer del chicle volviendo a verter la leche de Märtha—. Y una cosa más. Como ya estás algo pasadita de años no te queremos ver en el taller. Harás labores de asistencia. Empezamos a las ocho en punto, lo que quiere decir que debes tener el desayuno listo a las siete.

—Eso no lo decides tú, sino los boquis —repuso Märtha.

—Hay que elegir: nosotras o ellos. Las que van a quejarse a la garita de los boquis no son de las nuestras, ¿lo pillas? Deberíamos darte ya un repaso en la sauna.

—¡Maldita sea! A ti te ha sentado fatal el trullo —rezongó Märtha.

—Aunque fueras un cadáver no movería ni un dedo por ti.

Los ojos de la masticadora de chicle eran fríos como el viento del Norte.

Märtha carraspeó.

—Entonces me has dicho que a las siete el desayuno, ¿no? Nos vemos pues.

La anciana salió de la cocina con la cabeza alta viendo de reojo la sonrisa socarrona de la mujer. Súbitamente le quedó claro que la realidad era muy diferente a la que había visto en la televisión o leído en las novelas policíacas. Aquí había que hacer equilibrios sobre el filo de una navaja.