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Märtha se sobresaltó al activarse el despertador a las seis y media. Muchos ancianos solían despertarse temprano, pero ella no. En su mundo era esta una hora intempestiva reservada a los pájaros, los rufianes y los jóvenes desaliñados que todavía no se habían acostado. Se levantó a regañadientes, y luego se duchó y se vistió. Cuando los celadores la dejaron salir a las siete en punto se dirigió con paso cansino a la cocina. En ella no había islas ni ninguna otra virguería. Y más le valía de ese modo, porque solo hubiera servido para confundirla. Sacó la leche y algo de fiambre del frigorífico, y en el armarito encontró copos de avena y muesli. Halló las tazas y los platos en los anaqueles colocados sobre la encimera y los cubiertos en los cajones situados debajo. Entre bostezos coció unos huevos, preparó gachas a la antigua con ayuda de un cazo, puso la mesa y colocó en ella pan, queso, jamón cocido y mermelada. Cuando hubo terminado se dejó caer en su silla con una taza de café en la mano. Pero no había puesto la mesa para Liza, la mascadora de chicle. Su sitio en el cabecero de la mesa permanecía vacío.

Las chicas acudieron una a una y Märtha se fue presentando. Tras saludarla, se iban sentando y comenzaban a servirse a su gusto. Todas disfrutaron tranquilamente de su desayuno hasta que al cabo de un momento, Liza irrumpió en la habitación con gran alboroto. Las mujeres levantaron la vista. Se notaba de lejos que la chavala venía de malas, y su humor no mejoró precisamente cuando advirtió que nadie le había preparado la mesa.

—¿Dónde está mi taza?

—Supongo que en la alacena —contestó Märtha.

—Ve a por ella entonces —ordenó Liza.

—Los platos están en el estante de arriba y en el de abajo tienes las tazas para el café. Los vasos se encuentran sobre la encimera.

Las demás chicas se quedaron paralizadas y un silencio sepulcral se adueñó de la habitación. Mientras tanto, Märtha comía sus gachas al tiempo que removía con la cucharita su taza de café. A nadie se le escapaba la tensión que atravesaba la cocina, pero Märtha era demasiado vieja como para preocuparse de ello.

—¡Ve a por la taza y ponme la mesa a mí también! —gruñó Liza.

—Quizá te prepare la mesa mañana, aunque depende..., porque me fijo mucho en cómo me trata la gente.

Liza volcó la taza de Märtha derramando el café sobre la mesa. La anciana, que había previsto una reacción de ese tipo, la volvió a llenar tranquilamente y siguió disfrutando de sus gachas. Luego se giró a la chica que tenía a su lado:

—¿Es así de fastidiosa todas las mañanas?

No obtuvo respuesta alguna. Alguien tosió, una cuchara tintineó contra un plato y las mujeres intercambiaron algunas miradas en silencio. Acto seguido Märtha notó que alguien la tiraba de la silla, la cogía de la blusa y la alzaba con violencia.

—¡Mi café! —rugió Liza.

—También hay té —dijo Märtha quitándole con calma las manos del cuello de su blusa.

Las otras contuvieron por un instante la respiración, pero luego se oyeron algunas risitas medio ahogadas, que se fueron extendiendo poco a poco hasta devenir una carcajada generalizada. Liza las miró boquiabiertas, pero Märtha sabía que no sería capaz de intervenir. La gachí había manejado a las otras chicas amenazándolas con ajustarles las cuentas en la sauna, pero con Märtha la cosa era diferente. La que saldría perdiendo sería ella si optaba por llevarse a la sauna a una señora prácticamente octogenaria para propinarle una buena tunda. Tanto Liza como las demás presentes en la cocina se habían percatado de este punto.

—Tómate el desayuno y luego friego yo —señaló Märtha.

Liza fingió no oírla, pero fue a por una taza, se sirvió el café y acabó sentándose al cabecero de la mesa. Sin pronunciar palabra se preparó una rebanada de pan con queso y, tras beberse su café, se levantó y salió de la habitación. Mientras veía irse a Liza, Märtha se preguntó cómo y cuándo se vengaría de ella.