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Una vez que todos salieron del ascensor y se situaron frente a la oficina de El Diamante S. A., Märtha alzó el brazo para imponer silencio a los demás. Buscó en el armarito donde guardaban las llaves y le llamó la atención una de cabeza triangular, de esas que las ferreterías no pueden copiar. Tras cogerla, la insertó en la cerradura, la giró y la puerta se abrió.

—Justo lo que pensaba. Es la llave maestra. Genial. Ahora vamos a entrar, pero no os olvidéis de estar callados.

—Y tú lo dices —gruñó Rastrillo, que consideraba a Märtha una parlanchina irremediable.

—¿Y si nos pillan? —dijo Stina angustiada.

—No lo harán. Seremos sigilosos —tronó Anna-Greta, que, como todas las personas que oyen poco, hablaba dando voces sin darse cuenta.

Los andadores chirriaron desacompasadamente en la lenta y cautelosa incursión de los cinco por la habitación. Dentro olía a despacho y a cera para muebles. Sobre el escritorio había unas carpetas minuciosamente ordenadas.

—Mmm... Esto tiene pinta de ser la oficina. La cocina debe de estar por ahí —dijo Märtha señalando en una dirección. Entonces se adelantó a los demás y fue a correr las cortinas de los ventanales—. Ya podéis encender.

Tras parpadear las lámparas del techo, se apareció ante ellos una espaciosa estancia dotada de frigorífico, congelador y amplios armarios de pared. En medio había una isla con ruedas y junto a la ventana una mesa de comedor con seis sillas.

—¡Una cocina de verdad! —constató Lumbreras tomando aire y acariciando la puerta de la nevera.

—Seguro que aquí hay comida de la buena —dijo Märtha antes de abrirla.

Sus estantes estaban abarrotados de pollo, solomillo de buey, una pierna de cordero y varios tipos de queso. En los cajones de abajo había lechugas, tomates, remolacha y fruta. Luego abrió la puerta del congelador, no sin cierta dificultad.

—Asado de alce y bogavante. Madre de Dios... —exclamó Märtha, dejando la puerta abierta para que todos pudieran ver—. Aquí hay de todo menos spettekaka. Deben de organizar muchos festines por aquí arriba.

Todos se quedaron mirando un largo instante sin poder articular palabra. Lumbreras se acarició su pelo corto, Rastrillo se llevó la mano al corazón y suspiró, Stina lanzó un resuello y Anna-Greta se lamentó.

—Esto tiene que haber costado un montón de dinero —murmuró.

—Nadie se dará cuenta si nos llevamos algunas cosillas —dijo Märtha.

—Pero no podemos robarles su comida —señaló Stina.

—No les estamos robando. ¿Con qué dinero creéis que han comprado estos alimentos? Simplemente nos llevamos lo que hemos pagado. Coged esto...

Märtha sacó un pollo y Rastrillo, siempre hambriento por las noches, fue el más rápido en cazarlo.

—También necesitamos arroz, especias y harina para poder preparar una salsa —indicó Lumbreras, ya despabilado.

Aparte de haber tenido un taller, había sido un excelente cocinero. Como la comida que le preparaba su mujer no había quien se la tragara no tuvo otro remedio que aprender a cocinar. Cuando más tarde advirtió que su esposa no solo era una inútil en la cocina, sino que para ella la vida no era más que un problema monumental, acabó divorciándose. Todavía tenía pesadillas en las que su ex mujer se presentaba junto a su cama con un rodillo de amasar en la mano y se ponía a lloriquear. Pero le había dado un hijo, lo que lo colmaba de alegría.

—Nos hace falta también un buen vino para la salsa —declaró Lumbreras. Miró a su alrededor y reparó en un botellero montado sobre la pared—. ¿Habéis visto esas botellas de vino? Dios mío...

—Esas no las podemos coger porque nos descubrirían —sentenció Märtha—. Si nadie se da cuenta de que hemos estado aquí podremos volver varias veces.

—No, no... La comida sin vino es como un coche sin ruedas —proclamó Lumbreras. Dicho esto se acercó al botellero y extrajo dos botellas de la mejor marca. Al apreciar el gesto de Märtha, le puso la mano en el hombro con afán tranquilizador—. Abrimos las botellas, nos bebemos el vino y lo sustituimos luego por jugo de remolacha —explicó.

Märtha miró con aprobación a Lumbreras. Siempre tenía soluciones para todo y era un optimista impenitente que consideraba que los problemas estaban para resolverlos. Le recordaba a sus padres. En cierta ocasión ella y su hermana se disfrazaron con la ropa de ellos, poniendo todo patas arriba. Ciertamente las reprendieron, pero no dejaron de reírse luego. «Más vale una casa manga por hombro e hijos alegres que no un hogar perfecto con niños reprimidos.» Esa era su teoría. Y su lema: «Todo tiene arreglo». Märtha así lo creía también. Al final todo acaba solucionándose.

En un suspiro aparecieron tablas de cortar, sartenes y cacerolas. Todos colaboraban. Märtha puso el pollo en el horno, Lumbreras elaboró un sabrosa salsa, Rastrillo preparó una estupenda ensalada y Stina trató de no quedarse descolgada en la medida de lo posible. Cuando era una jovencita había asistido a una escuela de gestión doméstica, pero a lo largo de toda su vida había contado con ayuda en la cocina, de modo que terminó olvidando por completo lo aprendido. Lo único con lo que se sentía verdaderamente segura era cortando pepinos.

Anna-Greta se encargó de poner la mesa y del arroz.

—Se le da bien hacer lo que le mandan —susurró Märtha haciendo una seña en dirección a su amiga—. Pero es lenta y siempre tiene que contar las cosas.

—Con tal de que no cuente los granos de arroz... —repuso Lumbreras.

Poco después un delicioso aroma empezó a extenderse por la cocina y Rastrillo sirvió una ronda de vino engalanado con una chaqueta azul y un pañuelo recién lavado en torno al cuello, todo repeinado y fragante de loción de afeitar. Al observar que se había puesto de punta en blanco, Stina sacó discretamente su polvera y su lápiz de labios. En un momento de distracción de los demás se pintó los labios y se empolvó la nariz.

Las conversaciones y las risas se confundían con el traqueteo de platos y cacharros. Cierto es que la comida tardó un buen rato en estar lista, pero ¿a quién le importaba cuando podían disfrutar todos de un buen vino mientras tanto? Finalmente se sentaron a la mesa alegres y pizpiretos cual jovenzuelos.

—¿Una copa más?

Rastrillo sirvió más vino y se sintió como en los viejos tiempos, cuando trabajaba de camarero en cruceros por el Mediterráneo. Quizá no sirviera ya con tanta agilidad, pero su porte era igual de digno y sus inclinaciones eran de manual. Entre bocado y bocado, todos brindaron y entonaron con voz potente canciones de su repertorio coral. Lumbreras encontró una vieja botella de champán del bueno, que no tardó tampoco en dar la vuelta a la mesa. Stina alzó su copa, echó atrás la cabeza y bebió.

—Todo para dentro —dijo jovialmente, imitando una expresión aprendida en fecha reciente de sus hijos. La antigua modista no quería parecer vieja y trataba siempre de estar a la última. Apartó luego el vaso y miró a su alrededor—. Ahora, queridos amigos, ¡a bailar!

—Hazlo tú —respondió Lumbreras posándose las manos sobre el vientre.

—A bailar, claro que sí —dijo Rastrillo.

El anciano se levantó, pero se tambaleaba tanto que Stina optó por dirigirse sola a la pista de baile.

—«Más aguerrido es aventurarte y tus dados tirar que consumirte cual llama en extinción» —declamó Stina extendiendo los brazos. Aunque nunca lograra cumplir su sueño de ser bibliotecaria había cultivado el interés por la literatura. Lo que ella pudiera desconocer de Verner von Heidenstam, Selma Lagerlöf y Esaias Tegnér es que no valía la pena saberlo.

—Ahora se va a poner otra vez a recitar a los clásicos. Mientras no nos lea en voz alta La Ilíada... —murmuró Märtha.

—O nos dé la tabarra con La saga de Gösta Berling —intervino Lumbreras.

—«Más bello es escuchar el quebrar de una cuerda que nunca haber tensado un arco» —prosiguió Stina.

—Mmm... Exacto. Eso mismo podríamos utilizar como lema —reflexionó Märtha.

—Cómo que una cuerda... —interrumpió Rastrillo—. Nada de eso. Más vale oír la cama quebrar que siempre acostarte solo.

Stina se quedó inmóvil y se puso como un tomate.

—¡Rastrillo! ¿Por qué tienes que ser siempre tan grosero? ¡Ya vale! —lo censuró Anna-Greta frunciendo los labios.

—Bueno, ahora ya hemos tensado el arco, ¿verdad? —dijo Stina—. En lo sucesivo subiremos aquí como mínimo una vez a la semana. —Cogió su copa y la levantó—. ¡Salud! ¡Esto hay que repetirlo!

Todos brindaron, y así continuaron hasta que empezaron a cerrárseles los ojos y a balbucear ligeramente. Además, Märtha empezó a hablar con su acento escanés, lo que solo hacía cuando estaba muy cansada. Era una señal de advertencia y ella misma atisbó el peligro.

—Ahora, queridos amigos, vamos a fregar los platos y poner todo en orden antes de bajar a nuestras habitaciones —propuso Märtha.

—Friega tú —contestó Rastrillo al tiempo que le llenaba la copa.

—No, tenemos que limpiar y guardar todo en los armarios para que nadie se dé cuenta de que hemos estado aquí —insistió apartando a un lado el vaso.

—Si estás cansada puedes reclinarte sobre mi brazo —dijo Lumbreras dándole una amistosa palmadita en la mejilla.

Y por el motivo que fuera, ni siquiera Märtha lo sabía, esta posó su cabeza en el brazo de Lumbreras y se quedó dormida.

 

 

A la mañana siguiente, cuando Ingmar Mattson, el director de El Diamante S. A., llegó al trabajo, oyó unos extraños sonidos provenientes de la oficina, un sordo murmullo se dijera procedente de una manada de osos escapados del zoo de Skansen. Echó un vistazo a la oficina y no vio nada, pero reparó en que la puerta de la cocina se encontraba abierta.

—Qué demonios... —masculló antes de tropezarse con un andador y caer al suelo.

Cuando perjurando se puso en pie presenció la escena que tenía ante sí. El extractor estaba encendido y en torno a la mesa de la cocina dormían cinco de los ancianos de El Diamante con la ropa puesta. Sobre la mesa había platos con restos de comida y copas de vino vacías mientras la puerta del frigorífico, de par en par, no dejaba de mecerse. El señor Mattson contempló el desastre. A todas luces los clientes de la residencia se hallaban en peor estado de lo que creía. Tendría que pedir a la enfermera Barbro que tomara cartas en el asunto.