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Cuando Allanson llegó a El Diamante S. A. con el carrito de la compra, su madre todavía dormía en su cuarto. Tras aguardar un momento en el salón común, se cansó y fue a despertarla. Dolores, con su pelo fino y blanco desgreñado sobre la almohada, pareció confundida en un primer momento, pero su cara resplandeció al advertir que era su hijo quien había entrado en la habitación.
—¡Ay, mi niñito, qué alegría verte!
—¡Feliz cumpleaños! —dijo Allanson mientras se acercaba a Dolores para darle un abrazo.
—¡Uf! ¿Me felicitas por ser más vieja? Pero si tendría que ser al revés... Cada vez que cumplo deberías poner la bandera a media asta y darme el pésame.
Allanson le mostró la caja de cartón donde llevaba los pasteles.
—Aquí tengo unas cositas para el café. También te he traído una sorpresa. ¿Qué te parece este carrito de la compra?
—¿Para poner la tarta dentro?
—No. Aquí puedes guardar el ovillo, las colchas, las mantas y cosas por el estilo...
—Ah, seguro que me viene muy bien para eso. Ponlo en ese rincón y vayamos a tomar un café.
—Espera que le saque el papel de periódico.
—No tenemos tiempo ahora para eso. Le pediré a la señorita Barbro que se encargue luego de hacerlo. Las tazas están aquí. ¿Podrías ir tú a por el café?
Allanson hizo lo que le mandó la madre, como siempre había hecho. Y más le valía así. Sacó las tazas y, para no complicarse la vida, fue a buscar el café a la máquina ubicada en el salón colectivo. A continuación abrió la caja y extrajo los pasteles y el pan dulce. Mientras tanto, la madre se sentó en el sofá e indicó luego a su hijo que se sentara en el sillón.
—¿Te acuerdas de aquella vez cuando, siendo un muchachito, fuiste a coger arándanos rojos?
Allanson asintió con la cabeza. Parecía que a su madre le apetecía relatarle lo de aquella ocasión en que había estado en el bosque y había visto huellas de un lobo. Una historia larga e intrincada que Dolores tardaría un buen rato en contar con toda la tranquilidad del mundo. Él puso en la mesa los pasteles y sirvió el café en las tazas. Comer cosas dulces la cansaría y en un momento se quedaría dormida. Por mucho que quisiera a su madre, oír esa misma historia una y otra vez le resultaba mortificador. Allanson se reclinó en el sillón. En una hora o dos la mujer se habría quedado frita y él podría ir a buscar a Janson.
Los obreros se habían ido a casa y el anexo estaba vacío. Petra se acercó al tablón de anuncios para ver quién había utilizado el carro de la limpieza después de ella el día que recogió los cuadros. Pero no; habían sustituido el horario de turnos de limpieza, de modo que empezó a dar vueltas por el anexo con la vaga esperanza de encontrarse las dos obras extraviadas. Rebuscó por todos sitios. En vano. Comenzó a perder las esperanzas y a acusarse a sí misma por haber sido tan descuidada de dejarlas en el carro. A partir de ahora se aproximaría con gran respeto a todos los cuadros. Parecía evidente que uno nunca podía saber qué tipo de artista los había creado. Luego fue a buscar en el sótano y en los almacenes, pero regresó al anexo agotada y con las manos vacías. Estas le temblaban cuando fue a encenderse un cigarrillo. ¿Cómo había podido hacer eso?
Prendió el mechero, pero recordó entonces que estaba prohibido fumar en el anexo. Sin embargo, como no le apetecía para nada bajar al bar, decidió que se fumaría el pitillo en el cuarto de baño, como hacía en la universidad. Dicho y hecho. Se dirigió hasta allí y, mientras fumaba, admiró el estucado del techo y los estilizados lavabos. En aquel baño los colores azul y plateado predominaban en la decoración. Los grifos eran de elegante diseño, se dirían traídos de algún palacio. Era una pena que los obreros hubieran puesto todo patas arriba. Habían dejado tirados por allí botes de pintura, brochas, papel protector y otros muchos desperdicios. Aunque el anexo no se utilizara, podrían mantener los aseos presentables, se dijo la joven. Al terminarse el cigarrillo echó la colilla en el inodoro. Luego apartó a un lado varias bolsas de basura y botes de pintura que los pintores habían dejado en medio. Ella era incapaz de dejar nada sin arreglar, aunque no estuviera de servicio. Detrás de las escaleras de pintor vio una caja con objetos en la que había un rótulo: TIENDA BENÉFICA, leyó, y se detuvo en seco. En el fondo se adivinaban dos cuadros.