50
Hinseberg también era un lugar donde se pasaba el verano. No se trataba precisamente del bar Cadier ni del restaurante Veranda, ni servían tampoco oca o spettekaka. Märtha no paraba de revolverse en la cama, incapaz de conciliar el sueño. Hacía calor y, por desgracia, no podía ir a la ventana y abrirla de par en par. No en vano estaba en chirona. Se quitó de encima la colcha, arregló la almohada y volvió a tumbarse. Pero el sueño iba y venía y le perturbaban los pensamientos sobre Liza. Quizá había sido una estupidez enfrentarse a ella, pero no pudo evitar una extraña aversión contra su persona desde el mismo instante en que la vio por primera vez. Bueno, lo hecho hecho estaba y a la mañana siguiente prepararía el desayuno para todo el mundo.
Cuando Liza entró en la cocina un día después fingió no darse cuenta de que había una taza y platos dispuestos en el lugar que ella ocupaba siempre. Simplemente se sentó y se limitó a tomarse su desayuno. Como era habitual en ella, no habló mucho y ni siquiera saludó a Märtha. Mantenía las manos enlazadas a la taza y de vez en cuando echaba un vistazo por la ventana. Märtha se preguntó qué le pasaba, porque se notaba de lejos que no estaba bien. Su expresión era tensa, y tenía la piel grisácea y la mirada perdida. Si alguien se dirigía a ella, Liza rezongaba por toda respuesta o incluso ni se molestaba en contestar. Más tarde, en la sala de ejercicio, Märtha decidió tratar de hablar con ella.
—Hola —dijo Märtha.
—Joder, tú por aquí...
—Hasta los dinosaurios tenemos que mantenernos en forma.
Varias chicas entraron en la habitación y se dirigieron directamente a las máquinas de ejercicios. Liza pretendió no advertir la presencia de estas, extendió una colchoneta en el suelo y empezó a realizar abdominales.
—Me he enterado de que te van a conceder un permiso —dijo Märtha transcurrido un momento, aprovechando que Liza hacía una pausa. Esta emitió un gruñido por respuesta—. ¿No estás contenta?
Liza se tendió sobre la colchoneta y comenzó a hacer flexiones. Märtha se encogió de hombros y fue a coger unas pesas.
—¿Sabes qué? No tengo ningún lugar adonde ir cuando me den un permiso —dijo un instante después en un nuevo intento de establecer una conversación—. Abandoné la residencia y ahora quién sabe si...
Liza, que iba de camino a la bicicleta estática, se detuvo.
—Bienvenida a la realidad. Los que estamos en el trullo perdemos siempre nuestros contratos de alquiler. En el taller ganamos para chucherías y tabaco, pero nada más. Si no tienes padres o un churri que pague por ti, te echan de tu casa. ¡Y luego las autoridades se preguntan por qué reincidimos!
Märtha nunca había reparado en ello. Siendo así las cosas, ¿cómo iba a poder uno reintegrarse a una vida normal al salir de la cárcel?
—Supongo que habrás tenido que pasar por más de un mal trago —continuó.
—¿Sabes qué? No me apetece nada hablar de ese tema.
—Pero...
Liza se levantó y salió de la sala.
En los días posteriores, Liza volvió a campar por sus dominios como antes, haciendo como si Märtha ni siquiera existiera. La cosa llegó a tanto que la anciana se alegró de saber que a la Chicles le habían dado el permiso. El día anterior a la marcha de Liza las dos coincidieron en el lavadero. La anciana sintió un estremecimiento al verla.
—Te has asustado, ¿eh? —dijo Liza al ver a Märtha. La chica se encontraba en una esquina esperando a que terminara de centrifugarse la colada. Pasó entonces rápidamente junto a Märtha y le bloqueó el paso por la puerta—. Pero mira la tipa esta. ¿Cómo es que te atreves a pasearte sola por mi territorio?
Del techo les llegaba una luz tenue y olía a lana empapada y a detergente. El suelo estaba mojado y en un rincón había una cesta de ropa volcada. Märtha se mostró impasible aunque por dentro el corazón le latiera más rápido de lo normal. Había ido al lavadero para ver si era capaz de manejar los aparatos sin tener que solicitar ayuda. No había contado con la posibilidad de cruzarse con Liza.
—¿Esta lavadora funciona bien? —preguntó Märtha señalando con la cabeza la que tenía más cerca. Confió en que su voz sonara natural.
—Míralo tú misma. Mete la cabeza en el tambor, que yo me encargo de ponerla en marcha —respondió Liza encendiendo un cigarrillo.
Märtha hizo como si no oyera su pulla, se aclaró la garganta y tosió a causa del humo.
—¿Es esa tu colada? —inquirió nuevamente apuntando a una de las máquinas que operaba a pleno rendimiento.
—Sí, y pensaba estar aquí hasta terminar de lavarla.
Märtha hizo ademán de marcharse, pero Liza no la dejó pasar.
—¿Te habías dado cuenta de que Hinseberg es como un acuario? Los boquis te controlan en todos sitios. Pero aquí no. Ni aquí ni en la sauna. Siéntate —Liza señaló el banco situado junto a las máquinas.
—Pensaba mejor irme y esperar a que terminaras.
—No. Siéntate.
Märtha, tras dudar por un momento, fue a sentarse.
—Mira, ese asunto de los cuadros... Le he estado dando vueltas —dijo Liza sacándose de la lengua una hojita de tabaco—. Un Renoir y un Monet... eso significa un montón de pasta.
—Para aquel que los encuentre.
—Venga, dime, ¿dónde los tenéis?
—No lo sé. Conseguimos robar dos de los cuadros más valiosos del país y desaparecieron cuando fuimos a recoger el rescate. Me pregunto si hay alguna conexión entre ambos hechos. Puede que alguien diera con nuestra pista y entrara en la suite en nuestra ausencia.
Liza avanzó un paso, colocándose muy cerca de Märtha. Demasiado, en opinión de la anciana.
—Vale que seas novata, pero parece que no te has enterado. Aquí somos todas una piña. Desembucha ya. ¿Dónde están los cuadros?
—Estaban en la suite cuando dejamos el Grand Hotel y al volver ya se habían esfumado. Es lo único que sé.
—¿Qué suite?
—Que te crees que te lo voy a decir. Vosotras tampoco soléis desvelar dónde tenéis vuestros escondrijos. A mí no me engañas —dijo Märtha—. Por cierto, los cuadros ya no están allí.
—Entonces no tiene ninguna importancia que me lo digas.
—Eso es cierto, la verdad —Märtha calló por un instante—. Me pregunto qué ocurrió realmente. ¿Quién logró acceder a la suite Princesa Lilian para sustraer los cuadros? Tiene que haber sido un experto, porque los manipulamos.
—¿Que los manipulasteis?
—Sí. Debías haber visto el aspecto que tenían —Märtha no pudo evitar esbozar una sonrisa—. Pintamos un sombrero, varios barcos de vela y algunos otros detalles para que no pudieran reconocerlos. Pero a pesar de todo eso desaparecieron.
Liza dejó caer la ceniza del cigarrillo y le dio una profunda calada.
—Alguien tuvo que reconocer los cuadros y vendérselos a otra persona.
—Pero ¿quién? Solo nos ausentamos veinticuatro horas.
—El personal del hotel o incluso otros huéspedes. Si es que simplemente no los sustituyeron.
—A nuestra vuelta habían colgado otros dos cuadros —rememoró Märtha.
—¿Has visto como tengo razón?
—Pero la policía estuvo rastreando por todo el hotel y no encontró nada. Y nosotros que íbamos a devolver los cuadros después de cobrar el rescate...
—¿Eso sí que lo lograsteis?
—El dinero desapareció —afirmó Märtha, tirando de una pequeña mentira porque no le apetecía nada explicar que se había salvado parte del rescate y que este los esperaba dentro de un canalón.
—Oye, me estoy empezando a liar. ¿Quieres decir que después de dar un golpe de la hostia perdisteis tanto el botín como el rescate?
—Sí, pero las cosas no fueron tan fáciles. Era la primera vez que cometíamos un delito, ¿sabes? Es una pena lo de los cuadros.
Liza se aproximó un paso más y se inclinó hacia Märtha, quien por un momento dudó de que la muchacha no fuera a apagarle la colilla en la cara.
—¿Ha preguntado la policía al personal de limpieza?
—No lo sé. Supongo que habrán interrogado a todo el mundo.
—Alguien de la plantilla se ha llevado los cuadros. Un poco de dinero les aflojará la lengua.
—Pero me queda un año aquí dentro.
—A mí me dan permiso mañana. Te puedo ayudar, pero en ese caso quiero un diez por ciento del rescate.
—Ya te he dicho que ese dinero se ha esfumado...
—Escúchame, cariño. Todo no puede haber desaparecido por arte de magia. Puedo creerme que se haya perdido parte, pero no todo. Y los cuadros deben de estar en alguna parte. O los han vendido y ya no hay nada que hacer, o alguien los tiene y se hace el longuis. Cualquiera del hotel puede haberlos reconocido y está esperando a que la policía anuncie una recompensa.
—Tienes razón. Que no se me haya ocurrido a mí...
—La delincuencia es una profesión. Necesitas asesoramiento. Aunque seas más vieja que Matusalén, no por eso eres más sabia —dijo Liza calibrando a Märtha con la mirada—. Sondearé a mis contactos. Y cuando haya encontrado los cuadros me darás el diez por ciento. Ambas saldremos ganando.
—No sé... Somos varios en esto. No puedo decidirlo yo sola —respondió Märtha.
—Óyeme. En realidad eso no tiene mucha importancia, porque ya has cantado lo suficiente para poder despachar yo solita todo este asunto. ¿No habrás pensado que iba a repartirlo contigo? La lección número uno aquí en prisión es que nunca hay que hablar demasiado... ni tampoco fiarte de nadie.
—Pero...
—Lo siento —dijo Liza y se acercó a la lavadora para sacar su ropa—. Ahora te toca a ti, vaquita.
La noche antes de su permiso, Liza se puso inesperadamente fatal del estómago. Pasó en cama todo el día y el siguiente, y ni ella ni su supervisor abandonaron el centro. Nadie excepto Märtha supo a qué se debía. Todavía le quedaba parte de las hierbas de Rastrillo. A nadie se le había ocurrido examinar el banderín reflectante de su andador.