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El día que Stina y Anna-Greta llegaron a Hinseberg unas nubes pesadas se cernían sobre el parque de la antigua mansión y se respiraba tormenta en el ambiente. Märtha se llevó una gran alegría en cuanto la verja se abrió y las vio. Por fin iba a reunirse con sus amigas del alma y la ocasión no podía ser mejor, porque los últimos días habían sido bastante duros.

Una vez repuesta, resultó que a Liza le iba a ser imposible disfrutar de permiso en varias semanas porque los supervisores del centro penitenciario tenían la agenda completa y luego estaban las vacaciones. De hecho, iba a tardar bastante tiempo en disfrutar de su libertad condicional. Liza taladró con la mirada a Märtha como si se oliera algo, y esta última captó perfectamente el mensaje. Una tipa como ella no dejaría escapar la ocasión de vengarse.

Stina y Anna-Greta tardaron un buen rato en completar el registro, instalarse y recibir su presentación inicial, aunque aparentemente todo se desarrolló según lo previsto porque horas más tarde ya resonaba a todo trapo música de metales en la habitación de Anna-Greta. El reglamento indicaba que solo podían introducirse por persona cinco prendas, macetas, libros, casetes y discos compactos privados, pero Anna-Greta por lo visto había convencido a algún pobre celador de que no podía vivir sin sus discos de vinilo. Probablemente los boquis no soportaran sus relinchos. Para Märtha fue muy distinto, ya que no pudo ni siquiera pasar sus agujas de tricotar con la rebeca a medio tejer.

Después del almuerzo el cielo se despejó y Märtha salió al parque. Era la primera vez que se veían las tres desde Kronoberg y se sentía inquieta. Acaso las otras dos le echarían una buen rapapolvo después de comprobar cómo era una cárcel de verdad. La puerta del patio se abrió y aparecieron Stina y Anna-Greta. Märtha tuvo que inspirar hondo reiteradas veces antes de ir a su encuentro. El sol brillaba en lo alto y flotaba un delicioso aroma a cerezo aliso y lilas. Los cerezos comunes estaban en plena flor y el aire era tibio y apacible.

—Espero que no estéis enfadadas conmigo por haberos metido en esto —dijo Märtha.

Después de saludarse, las tres habían comenzado a caminar por la antigua vía principal que recorría la zona. Los pájaros cantaban y todo el mundo excepto Anna-Greta podía oír el susurrar del viento en las copas de los árboles.

—¿Enfadadas? Pero, querida, si no me lo he pasado tan bien desde las fiestas que hacíamos en el banco —exclamó Anna-Greta antes de trastear con el mechero y encenderse un purito. Stina y Märtha se miraron atónitas. Su amiga le dio una calada honda, tosió y retomó su charla—. Pero mira lo bonito que es esto. Nada que ver con el salón de El Diamante.

Stina se mostró de acuerdo.

—¿Qué motivo podríamos tener para estar apenadas? Esto es lo que estábamos buscando, ¿no es cierto? Un lugar atractivo donde vivir rodeado de naturaleza. Además, la comida que nos sirven es casera. Por supuesto es una pena lo de los chicos, pero ya encontraremos la manera de consolarnos.

—¿Consolarnos? —se preguntó Märtha.

—Sí, sin Lumbreras y Rastrillo deberemos conformarnos con los boquis. He visto a algunos ahí dentro. Unos mozalbetes atractivos, apuestos y sin barriga cervecera. Todo músculo y deseo en la mirada. El de las patillas no está nada mal.

—Pero, Stina, ¿qué diría Rastrillo si te oyera? —reaccionó Märtha.

Reparó en que la mirada de Anna-Greta se tornaba algo distante.

—¿Sabéis qué? Gunnar vino a visitarme a la cárcel —dijo esta.

—¿Gunnar? Pero ¿cómo es posible? —indagó Stina.

—Bueno, es una persona tímida. Cuando por fin se armó de valor para visitarme en el Grand Hotel yo ya estaba entre rejas, pero consiguió enterarse de dónde estaba.

—¡Asombroso! ¿Es él quien ha hecho que empieces a fumar puritos? —quiso saber Märtha.

—Así es. ¿Queréis? Le puedo pedir al guarda que os dé uno a vosotras también, pero tendrá que ser por la mañana.

—Gracias. Nos las arreglamos sin ellos —respondieron a una Stina y Märtha apartándose del humo.

—Gunnar... —continuó Anna-Greta con una sonrisa de felicidad en los labios—. Él no me reprochó nada. Al revés. Se había informado sobre lo del robo de los cuadros y le parecía fantástico que hubiéramos sido capaces de engañar tanto al museo como a la policía. Todas las mujeres que había conocido hasta entonces eran tan aburridas, me dijo... En comparación con ellas yo soy, según él, un maravilloso tornado.

—¿Un tornado? —repitió Märtha saboreando la expresión. No «un soplo de aire fresco», sino un tornado. Considerando la voz y la risa de Anna-Greta, obviamente Gunnar había dado en el clavo.

—Prometió visitarme aquí también.

—¡Qué bien! —dijo Märtha.

—¿Y sabéis qué? —prosiguió Anna-Greta—. Gunnar posee una enorme colección de discos y me ha prestado tres cajas de vinilos. Lo mejor es que le gusta la música gospel y que tiene varios elepés de Lapp-Lisa. Le encanta cuando interpreta «Fe infantil».

—¡Bingo! —murmuró Märtha.

—En cualquier caso esto es muy bonito —sentenció Stina con la mirada perdida sobre el césped—. Es como si estuviéramos en un jardín enorme.

—¿Verdad que sí? —dijo Märtha—. En el pasado los prisioneros vivían en elegantes barracones de madera, pero...

—Los reclusos —la corrigió Anna-Greta, empeñada en utilizar siempre el nombre adecuado con todo.

—Pero eran muy antiguos y había que avisar cuando uno quería ir al baño. Los barracones se desmantelaron hace unos años y fue así como surgió el parque.

—Un entorno señorial. Casi igual que en el Grand Hotel —declaró efusivamente Stina abriendo los brazos, como queriendo estrechar con ellos el mundo en su conjunto.

—¿El Grand Hotel? Eso me parece una pequeña exageración —rezongó Anna-Greta—. Esto no se acerca ni siquiera a una casa unifamiliar de Djursholm. ¿Has visto la verja del palacete de Gunnebo? Tiene cuatro metros de altura. Pero por lo menos nos libramos de pagar las habitaciones, claro está. Cuando pasaron mi tarjeta en el hotel se esfumaron mis ahorros de tres años. Quiero que se me devuelva ese dinero, que lo sepáis.

—¡Por supuesto! —respondieron a coro Märtha y Stina.

—Con todo, el hotel disponía de un agradable spa y lo pasamos bien, ¿verdad? —dijo Stina—. En El Diamante nos pasábamos el tiempo sentadas en el sofá con la mirada clavada en los horribles edificios de alquiler de enfrente.

—Esto es precioso, y además cuenta con sala de ejercicios —añadió Märtha.

—Perfecto. Empezaré a hacer musculación o como se llame —dijo Anna-Greta—. Gunnar me ha confesado que es un amante de la belleza. Por cierto, ¿hay algún spa por aquí? —inquirió dándole una última calada al purito, antes de arrojarlo y espachurrarlo con el tacón.

—No, pero sauna sí —respondió Märtha—. Y una tiendecita. Además, podemos recibir visitas, pero solo de personas sin antecedentes penales, lo cual es una pena pensando en Lumbreras y Rastrillo. Solo tú, Anna-Greta, podrás ver a tu chico.

—¡Yiiiiii! —El relincho sonó más alto y satisfecho que de costumbre.

Las tres ancianas tenían mucho sobre lo que conversar y, al dar con un banco vacío en el camino, se sentaron. Se imbuyeron serenamente de los aromas de la primavera tardía y se recrearon en la contemplación de todo aquel verdor. Había unas chicas podando los arriates de flores mientras que otra, un poco más lejos, cortaba el césped. Stina trazó una sonrisa distante con sus labios.

—¿Sabéis una cosa? Emma y Anders fueron a verme al centro de detención. Me felicitaron por el atraco al museo y me preguntaron si estaba tramando alguna otra cosa. ¡Como si se pudiera robar algo en la cárcel! Me alegró tanto que mis hijos vinieran a visitarme... Espero que también se presenten aquí para que pueda conocer al bebé de Emma —siguió con la cháchara Stina—. ¿Sabéis que ya tengo tres nietos?

Märtha, que no tenía hijos, fingió un falso interés.

—¿Fue todo bien?

—A Emma se le ocurrió la idea de dar a luz en casa, pero su marido le dijo que eso no era más que una forma estúpida de poner fin a su vida y a la de su hijo.

—¡Uf! Pues sí, vaya modernura tan tonta —opinó Anna-Greta.

—Entonces Emma quiso parir en el agua, como en los setenta.

—¡No me digas! —repuso Märtha, que había leído en el pasado un artículo al respecto—. Si no es una cosa es la otra.

—¿Y cómo le fue? —preguntó Anna-Greta con curiosidad.

—Dio a luz antes de que tuvieran tiempo de llenar la piscina.

Anna-Greta se rió tan alto que, de haber tenido un purito en la mano, tanto este como la ceniza se le habrían caído sobre la rodilla. Märtha y Stina se le unieron, y en el preciso instante en que se desternillaban de risa Liza pasó a su lado.

—Debéis tener cuidado con esa chica del pelo rizado —avisó Märtha señalando a Liza con la cabeza—. Es de las que muerde. Además, me estuvo interrogando sobre el robo de los cuadros.

—¿En serio? —exclamó Anna-Greta.

—Desgraciadamente le conté que los cuadros habían desaparecido. Entonces se ofreció a ayudarme en su búsqueda a cambio de una parte del rescate.

—¡Qué caradura! —declaró Stina.

—Lo intentó, pero no debemos meter a más gente en esto, porque entonces perderemos el control —dijo Märtha.

—Da la impresión de que ya lo hemos hecho —observó Anna-Greta.

—¡Ca! Se arreglará. Ahora bien, antes de cometer cualquier nueva ilegalidad, por leve que sea, tenemos que encontrar los cuadros y devolverlos al museo —dijo Märtha.

—Sí, pero ¿cómo logramos eso? —se preguntó Stina, que había empezado a tomarle el gusto a la delincuencia. Ahora había cambiado a Selma Lagerlöf y Carl Gustaf Verner von Heidenstam por intrincadas novelas policíacas, y en el centro de detención se había apresurado a aguzar la oreja cada vez que alguien comentaba cualquier robo.

—Tal vez Gunnar nos pueda ayudar —sugirió Anna-Greta.

—¿No habías dicho que no íbamos a meter en esto a nadie más? —le recordó Stina.

—¿Sabéis qué? Liza mencionó algo al respecto de una recompensa —señaló Märtha bajando la voz—. No es una mala idea. Si anunciamos una recompensa de un millón de coronas para aquel que encuentre los cuadros quizá aparezcan. Tenemos unos cuatro o cinco millones en el canalón.

—¿Vamos a regalar un millón? —preguntó Anna-Greta con los ojos muy abiertos—. ¡Quita! Con cien mil hay más que suficiente.

—Pero el museo debe recuperar sus cuadros. Hasta los malandrines tienen su prurito profesional —señaló Märtha.

—Siempre que no vayamos a la cárcel... —dijo Stina con su voz de pito.

—Pero si ya estamos entre rejas... —indicó Anna-Greta.

—Se me ha ocurrido algo... —Durante un instante Stina contempló con aire pensativo unos gorriones que se habían posado un poco más allá—. Anunciamos una recompensa cuanto antes y, nada más recibir respuesta, solicitamos un permiso y...

—Tendremos a unos supervisores encima de nosotros —objetó Anna-Greta—. Tal vez sea mejor esperar a que nos pongan en libertad con el grillete electrónico.

—¿Puede uno alojarse en el Grand Hotel con un grillete electrónico? —preguntó Stina.

—No. Los boquis nos vigilarán con algún ordenador y sabrán exactamente lo que estamos haciendo. De ese modo descubrirían lo del dinero en el canalón —respondió Märtha.

—¿No podemos quitarnos el grillete y ponérselo a uno de los caballos de la guardia real? —propuso Anna-Greta, que durante algún tiempo había practicado la equitación como hobby.

Märtha y Stina se miraron como preguntándose si habían oído bien. Anna-Greta no era una persona muy dada a bromear por lo general. Gunnar parecía haber obrado maravillas con ella.

—Tenemos que reflexionar muy bien sobre este asunto —concluyó Märtha—. Estableceremos un plan y pediremos luego un permiso para efectuar las tareas de reconocimiento.

A los otros les pareció buena idea y se conformaron con ello. Pero Märtha no estaba satisfecha en absoluto, porque en lo más profundo de su ser la inquietaba Liza. ¿Y si esa putoncita encontraba los cuadros primero?