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Siempre hay esperanza y nunca debes darte por vencido, pensó la señorita Barbro mientras hojeaba unos papeles que había sobre el escritorio. El amor es como la política. Y como las inversiones financieras. Uno nunca sabe cómo acabará la cosa. La enfermera había invertido su futuro en Ingmar y tenía que suceder algo pronto. Se sacó su pañuelo blanco para secarse el sudor del escote. En el salón común dos ancianos dormitaban y Dolores estaba amodorrada en el sofá. Barbro los miró, pero sin verlos realmente. En su cabeza solo había lugar para Ingmar. El director tenía problemas con su esposa, la cual había regresado con los hijos de ambos para luego irse de nuevo a Inglaterra la semana siguiente. En un principio no había dicho gran cosa sobre su matrimonio, pero Barbro había advertido su silencio y su actitud pensativa al respecto. Cuando finalmente le preguntó qué le pasaba, Ingmar le confesó que su mujer se había enamorado de un hombre de negocios inglés que trabajaba en Londres. A ningún varón le gusta que le ganen la partida, y la señorita Barbro comprendió que necesitaba consuelo. Pasó con él la noche y ahora ya tenía varios pares de zapatos y algunos vestidos en su armario. La enfermera tenía la sensación de que el pez ya había mordido el anzuelo y que, lenta pero segura, comenzaba a recoger el sedal.
—Ingmar, cariñito, ¿qué va a pasar ahora? —se atrevió a preguntarle unas semanas más tarde.
—Mi esposa y yo tenemos bastantes cuestiones que aclarar. Pero luego, mi amor. ¡Luego...!
Ella y él. La señorita Barbro no tardó en darse cuenta de que el señor Mattson iba en serio cuando le presentó a sus hijos.
—Esta es mi colega Barbro y espero que os llevéis bien con ella —había dicho a los niños.
A continuación se disculpó con ella por todas las cosas que tenía que hacer.
—Es una pena que deba trabajar tantas horas extras, cariño, pero nos quedan todas las noches para estar juntos.
—Yo puedo ayudarte —señaló ella con franqueza, empecinada como estaba en volverse imprescindible.
Ahora compartían hogar y día a día y la enfermera no veía el momento de terminar la jornada laboral para marcharse a casa y preparar la cena. Era como si Ingmar y ella ya estuvieran casados. La señorita Barbro sentía que se estaba acercando a la meta. Pronto, pensó. ¡Muy pronto!
Por suerte la cosa iba bien entre ella e Ingmar, porque lo que era en el trabajo todo se había complicado. Desde el atraco al museo ya nada era como antes.
—¿Por qué tenemos que quedarnos sentados aquí? Quiero un poco de vidilla —protestaba Sven, que tenía ochenta y cuatro años.
—Y yo quiero un paseo en barco por el lago Mälaren —refunfuñó su amiga Selma, de ochenta y tres.
—¿No podemos irnos todos de compras? —propuso Gertrud, de ochenta y seis primaveras, tirando a la enfermera de la manga—. Comprar un poco de ropa animaría la cosa.
En ese plan estaban los ancianos. Y cuando se armaba el gran revuelo la señorita Barbro buscaba como loca las pastillas rojas, pero por más que se empeñara no daba con ellas. Ir a la farmacia no le sirvió tampoco de mucho.
—Esas pastillas no eran rentables, así que hemos dejado de fabricarlas —le informaron.
Las nuevas píldoras que le ofrecían tenían un coste considerablemente superior. Barbro le pidió consejo a Ingmar.
—¡Madre mía! No podemos permitirnos unas pastillas tan caras —le respondió—. Tendrás que tratar de cansar a los abuelos —apuntó con una risotada mientras la estrechaba entre sus brazos.
En la residencia las cosas fueron de mal en peor. Ninguno de los inquilinos de El Diamante se acostaba a las ocho como era de rigor y se negaban a tomarse la comida que les servían. El caso más difícil era el de Dolores, la anciana de noventa y tres años de edad que se paseaba por todas partes con un carrito de la compra lleno de mantas y recortes de periódico que ella afirmaba que era dinero.
—Me han regalado varios millones —repetía un día tras otro con aire exultante señalando el carro de la compra—. Mi hijo es una persona muy generosa. ¡Quién me hubiera dicho que me fuera a ir tan bien!
Barbro esbozaba una sonrisa de aprobación, porque lo mejor que podías hacer con los ancianos era sonreír y mostrarte de acuerdo con ellos, como le habían enseñado en un curso. Mientras tanto, Dolores canturreaba para sí misma mientras daba unas palmaditas al carro y sonreía.
—¡Mis millones! —afirmaban entre risitas.
—Qué bien, qué bien —le decían todos en la residencia y servían a Dolores prinsesstårta, su dulce favorito. Una semana después la anciana pintó el asa del carro de color celeste porque, según decía, el dinero era un regalo del cielo.
Por cada día que pasaba la situación se volvía más agobiante para la señorita Barbro. En realidad necesitaba de más ayuda en El Diamante, pero cada vez que abordaba el asunto Ingmar lo lamentaba y le explicaba que no podían gastarse demasiado dinero.
—¿Lo entiendes, cariño? —señalaba—. Si logramos una mayor rentabilidad en El Diamante podremos abrir más centros geriátricos, y eso, mi vida, me hará rico.
«Nos» hará ricos, murmuraba ella, si bien en voz baja. Entonces la enfermera presentaba al señor Mattson distintas propuestas de ahorro para que estuviera contento. De una de ellas, de hecho, se avergonzó un poco.
—Si despedimos a nuestra plantilla actual por falta de trabajo y la sustituimos por inmigrantes podremos ofrecer a estos sueldos más bajos. Además, no se atreverán a protestar. Estarán contentos con tener un empleo —se atrevió a decir, incierta sobre cómo reaccionaría Ingmar.
—Pero, cariño, ¡eres maravillosa! —le había respondido él.
Y desde ese día la miró con nuevos ojos. La señorita Barbro podía percibir su respeto y ahora no solo se sentía como su mujer, sino también como una colega cercana.
La enfermera recogió los papeles de la mesa, comprobó que no se le había olvidado nada en la bandeja de entrada y se levantó. Luego se puso el abrigo y se dirigió hacia la puerta. El día anterior, Ingmar había mencionado algo en el sentido de que tal vez pudieran gestionar el negocio juntos. La señorita Barbro sonrió para sí. Estaba a punto de alcanzar su objetivo. Todo se había desarrollado a un ritmo bastante más rápido del previsto.