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—Pronto nos concederán un permiso, ¿no lo creéis? —dijo Märtha un día mientras fregaba los platos del almuerzo.

La lluvia había cesado y tenía previsto dar un paseo con sus amigas. Había sido el verano más lluvioso en muchas décadas y, de vez en cuando, Märtha se acordaba con preocupación de los billetes que habían ocultado en el interior del canalón. Confiaba en que Rastrillo hubiera aislado las bolsas de basura tan bien como afirmaba y esperaba que los cordones alquitranados aguantaran. Ninguno había podido comprobarlo puesto que no les habían dado ningún permiso y ya había pasado más de medio año.

—Esta semana tampoco, pero no te preocupes, Märtha. El dinero nos estará esperando cuando salgamos —dijo Anna-Greta.

La anciana dejó una fuente sucia sobre la encimera. Märtha echó un poco más de lavavajillas en el fregadero y frotando la pieza de cerámica reparó en lo serena y armoniosa que se veía últimamente a Anna-Greta. Mientras que ella no hacía otra cosa que preocuparse por el futuro, Anna-Greta se dedicaba a escuchar el tocadiscos o a remendar junto con otras internas los uniformes del centro en el taller de costura.

Además, en poco tiempo se había vuelto muy popular entre las reclusas, en particular cuando, aguja en ristre, les hablaba de distintos tipos de cuentas y transacciones monetarias.

—Me gusta estar aquí. Las chicas muestran respeto por mis conocimientos —declaró Anna-Greta—. Me escuchan de un modo completamente diferente que en el banco.

No me extraña, pensó Märtha para sus adentros.

Stina parecía también satisfecha. Solía pasar tiempo en el taller, imprimiendo serigrafías en camisetas. Cada día les hablaba de uno de los nuevos lemas que se le había ocurrido a alguna moderna empresa de publicidad.

«Si no recuerdas cómo te llamas, múdate a Upsala», declamó entre risitas un día. A la semana siguiente apareció con otro lema: «Para que la vida te haga tilín, múdate a Norrköping». A Märtha esas rimas se le antojaban flojitas y dudaba de que realmente pusiera eso en las camisetas. Entonces Stina confesó que, aunque aquellos eslóganes eran perfectamente válidos, se lo había inventado ella. Durante un tiempo estuvo insufrible con lo de sus rimas estúpidas, y no hubo modo de acallarla hasta que el taller recibió un importante pedido de una empresa rusa, ya que con ese tipo de letras era incapaz por completo de hacer rimitas.

También Märtha se fue adaptando, si bien a veces le resultara extraño verse rodeada de tantas delincuentes. Aunque ciertamente todas las reclusas negaban haber infringido en modo alguno la ley, se sentía algo raro en el ambiente. Lo peor era que las reas con delitos más graves mandaban sobre las demás. Como Liza, por ejemplo. Märtha se sobresaltó al resbalársele la fuente en el fregadero.

—No me quedaré tranquila hasta que no hayamos devuelto los cuadros y recogido el dinero —señaló, escapándosele luego un suspiro mientras pasaba el cepillo de fregar por la fuente de cerámica.

—Märtha, el dinero no va a salir corriendo del canalón —la consoló Stina.

—Pero quizá sí que acabe colándose por él.

—En cualquier caso no hay prisa alguna. Yo pienso que aquí estamos muy bien —continuó Stina—. Me divierte tanto hacer serigrafías... Y además nos libramos de tener que ir a escondidas al gimnasio.

—Exactamente —coincidió Anna-Greta—. Y puedo poner en mi tocadiscos a Lapp-Lisa y a Jokkmokks-Jokke tanto cuanto quiera. ¿Habéis pensado en eso, chicas? Si los presos viven así de bien, ¿no sería lógico que las personas mayores que están en las residencias también pudieran hacerlo?

—Sería perfectamente factible —declaró Stina.

—En otros países respetan más a los ancianos. Incluso se puede ser presidente pasados los setenta —añadió Märtha.

—Aquí te declaran para el arrastre cuando cumples cincuenta —dijo Anna-Greta—. No valemos nada. Ayer en las noticias unos jubilados se quejaban de que eran incapaces de cruzar los pasos de cebra antes de ponerse en rojo el semáforo de peatones, y el funcionario a cargo respondía que sí que era posible, que su oficina había realizado cálculos al respecto.

—Traedme a ese tipo para que le estrelle el andador en la entrepierna —exclamó Märtha—. No, eso no es suficiente. Lo que necesita es que le aticen con toda una silla de ruedas.

—Tengo la solución —proclamó Anna-Greta súbitamente—. Le damos la vuelta. Convertimos todas las residencias para mayores en cárceles y todas las cárceles en residencias.

—No sé... Sería injusto con los prisioneros —señaló Stina.

Se hizo un largo silencio en la habitación. Todas deliberaban sobre el asunto. Entonces Märtha dejó a un lado el cepillo de fregar y contempló a las otras.

—Escuchad esto. Nosotros fuimos capaces de cambiar nuestra situación, ¿verdad? Ha llegado el momento de que empecemos a ayudar a los demás.

—Pero los millones del canalón no nos darán para mucho —dijo Anna-Greta.

—¿Sabéis qué? Ayer vino a visitarme el capellán con un nuevo poema de Lumbreras, una especie de composición utópica acerca de un robo. Venía a decir que no debía cometer el robo uno mismo, sino simplemente encargarse del dinero después de este.

—Dinero fácil. Eso me gusta —opinó Anna-Greta.

—No, no quiero más delitos —protestó Stina—. Echo de menos a Rastrillo.

—Pero no somos nosotros los que vamos a delinquir, Stina. Solo nos haremos cargo del dinero más tarde —explicó Märtha.

—Delinquir y la vida vivir —dijo Stina entre risitas.

—Así es. Tenemos que pensar a lo grande. De lo contrario el dinero no nos alcanzará para todas las residencias de mayores del país —dijo Märtha—. Lumbreras hace alusión a ello en sus poemas. Se trae algo entre manos.

—Pero ¿qué dicen los boquis de todo eso? —preguntó Anna-Greta.

—¡Bah! Todo lo que escribe es entre líneas. Habla de un atraco a un banco, chicas. No del golpe perfecto, sino del definitivo.

—Con tal de que no perdamos a los muchachos por el camino —dijo Stina.

—Ni el dinero —añadió Anna-Greta.

Märtha quitó el tapón del fregadero y colgó el cepillo.

—Pero algo habremos aprendido desde la última vez, ¿verdad?

Las otras se mostraron de acuerdo y, una vez que Märtha hubo limpiado la encimera, fueron a por sus abrigos e iniciaron la marcha hacia el camino del parque. En su paseo por el sendero departieron animadamente acerca del futuro. Convinieron en que uno de los secretos para disfrutar de una vida feliz era tener algo por lo que vivir. ¿Y qué podía ser mejor que el golpe definitivo?

Pero a la mañana siguiente, a la hora del desayuno, cuando se disponían a afrontar como de costumbre un ajetreado día, descubrieron que el sitio de Liza estaba vacío.

—¿No viene Liza? —preguntó Märtha.

—¿No os habéis enterado de la noticia? —respondió una de las chicas—. Le dieron un permiso ayer y no ha regresado. Ha huido.

Märtha se quedó paralizada. Sus manos comenzaron a tiritarle y, sin darse cuenta, derramó las gachas del desayuno sobre la mesa.