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Liza se internó en una pequeña habitación, no mucho mayor que la suya de Hinseberg. En ella encontró una silla y una cama sin hacer, y a la izquierda de esta una mesa con una pila de libros. Delante del sofá, a un lado, había una mesilla pequeña y dos sillones. Encima colgaban dos imágenes, una del rey en solitario y otra del matrimonio real, así como dos pequeñas reproducciones antiguas de ninfas y ángeles. En la pared de la derecha había un tablón de anuncios con un montón de notitas y un cartel del desfile de carnaval de ese año. Cogió uno de los libros y comenzó a hojearlo. Historia del Arte. Por lo visto, la chica estudiaba esa carrera; justo lo que le había dicho el encargado del bar. Liza abrió la puerta del armario, y halló varios pantalones, blusas y faldas, así como numerosos pares de zapatos y de botas apilados en la parte baja. En el fondo atisbó unos cuadros y se apresuró a cogerlos. Se trataba de reproducciones, pero de un estilo tan moderno que fue incapaz de desentrañar su significado. Las puso de nuevo en su sitio sacudiendo la cabeza. Nada de Claude Monet o Auguste Renoir, solo tonterías sobrevaloradas. Cerró el guardarropa y comenzó a examinar el escritorio. El cajón de arriba contenía cartas, bolígrafos, gomas de borrar, clips y unas tijeras. En el cajón siguiente había fotografías y un fajo de postales, que repasó rápidamente. Entre ellas, unas vistas de Estocolmo, el galeón Vasa, el Palacio Real, el Grand Hotel y bastantes motivos artísticos. Pasó a inspeccionarlas con detenimiento. Las dos últimas tarjetas eran reproducciones de las pinturas desaparecidas. ¿Por qué las habría guardado aquella chica?, se preguntó Liza. Volvió a dirigir su mirada hacia la pared y pensó en dar la vuelta a las obras para comprobar si había algo en su reverso. Se acercó al cuadro de los reyes suecos y lo giró con cuidado. Entonces oyó pasos en el corredor. La puerta del baño estaba abierta y tuvo el tiempo justo de cerrarla desde dentro cuando un grupito de alborotadores jóvenes irrumpió en la habitación. Tras un breve silencio alguien accionó bruscamente el tirador.

—¡Petra, sabemos que estás ahí!

Se oyeron risas y voces y seguidamente todos comenzaron a cantar.

—¡Feliz, feliz en tu día...!

Liza permaneció callada, de pie junto al espejo.

—¡Y que cumplas muchos más! ¡Hip, hip, hurra!

A continuación se oyeron nuevos gritos y susurros hasta que alguien consiguió abrir la puerta. Liza se agachó.

—Pero ¿quién coño eres tú?

La chica de la tarta que encabezaba la comitiva retrocedió un paso y el pelotón tras de ella reculó.

—Pensaba darle una sorpresa a Petra por su cumpleaños —dijo Liza guardando un lápiz de labios en el bolso—. Soy su prima.

—¿En serio? ¡Qué guay!

—Tengo una idea. Esperadla aquí en el cuarto y yo iré a buscarla al vestíbulo —propuso Liza.

Salió disparada antes de que nadie pudiera decir esta boca es mía. Cuando bajaba por la escalera vio a una joven pelirroja con una mochila al hombro. Tal vez fuera ella, pero Liza no se atrevió a detenerse para averiguarlo. Ya era mala cosa que la hubieran visto.

Tras recuperarse del susto, empezó a darle vueltas a lo de los cuadros en su trayecto de vuelta a la ciudad en el metro. Quizá había sido demasiado optimista al creer que iba a poder hallarlos. Si no estaban en el hotel, y nadie de la plantilla los tenía en su poder, seguramente ya hubieran salido del país. Podía ser que los hubieran ocultado en algún sótano o en un desván, aunque no lo creía muy probable. Guardarlos ahí habría supuesto un riesgo demasiado grande. Era una pena lo de la tal Petra. Liza había albergado esperanzas de que esta, habiendo comprendido el valor de las obras, se hubiera encargado de ellas. Pero esa chica carecía por completo de gusto. Esos aparatosos marcos dorados en torno a las imágenes del rey y del matrimonio real eran de lo más chabacano. Además, resultaban demasiado grandes. No, no podía decirse que fuera una experta en materia artística, concluyó Liza acurrucándose en su asiento. Sin embargo, en ese mismo instante recordó el cuadro al que había intentado dar la vuelta. Era sorprendentemente pesado y el tamaño del marco llamaba la atención. Algo no encajaba.