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La ruidosa alarma de un coche se había disparado al otro lado de la calle y un ventilador zumbaba a lo lejos. Märtha parpadeó y abrió los ojos. Un rayo de luz penetró a través de la ventana y sus ojos empezaron a habituarse lentamente a la claridad. Los cristales estaban sucios y precisaban de una buena limpieza, al igual que las cortinas de flores de tonos claros que había puesto para crear un ambiente agradable. Por lo visto no quedaba nadie que se preocupara de mantener las cosas limpias. En cuanto a ella, no le alcanzaban las fuerzas ya para ese tipo de tareas. Märtha dio un gran bostezo, pero sus ideas seguían envueltas en una especie de nebulosa y se negaban a tomar forma concreta. ¡Ay!, se sentía realmente estropajosa. Después de lo de la fiesta era como si unos pequeños cirros de chicle se le hubieran instalado en la cabeza. Pero qué bien se lo habían pasado. Lástima que no les hubiera dado tiempo a limpiar y volver a sus habitaciones. Si no se hubieran quedado dormidos...
Märtha se sentó en el borde de la cama y se puso las zapatillas. ¡Dios, qué vergüenza habían pasado! El señor Mattson les había gritado encolerizado. Claro, el vino y todas las pastillas que les entregaban a diario no combinaban muy bien... Miró hacia la mesilla de noche. Ahí estaba el abrebotellas que le había dado Lumbreras. «Para las próximas celebraciones», en sus propias palabras. Pero la cosa se había acabado ya. Tras la fiesta, la enfermera Barbro encerró en sus cuartos a todos y solo les permitía salir acompañados de alguien del personal. Les habían administrado también una pastillitas rojas «para tranquilizarse». ¡Qué aburrido era todo ahora!
Por cierto, lo de las pastillas. ¿Por qué atiborraban siempre a los ancianos con medicamentos? Les daban casi más pastillas que comida. ¿No sería eso lo que los volvía tan lánguidos? Antes se pasaban todo el tiempo jugando a las cartas y se metían a hurtadillas en las habitaciones de los demás después de las ocho. Pero desde que El Diamante había asumido el negocio todo ello se había acabado. De hecho, ahora no hacían casi nada y, cuando intentaban jugar a las cartas, o se dormían o se olvidaban de los naipes que habían puesto sobre la mesa. Stina, a quien le encantaba Selma Lagerlöf y Werner von Heidenstam, no tenía fuerzas ni para hojear las revistas de chismorreos, y Anna-Greta, que acostumbraba a poner música de instrumentos de viento y a Jokkmokks-Jokke, se quedaba con la mirada perdida en el tocadiscos, sin animarse a sacar los vinilos. Lumbreras llevaba tiempo sin idear invento alguno y Rastrillo descuidaba sus flores. Pasaban la mayor parte del día viendo la televisión y nadie tomaba la iniciativa para hacer nada. No. Algo iba mal. Tremendamente mal.
Märtha se levantó apoyándose en el andador y se dirigió al cuarto de baño. Se lavó pensativa la cara y realizó su aseo matinal. ¿No era ella la que había decidido protestar y montar una revolución? Ahora, sin embargo, andaba de un lado para otro sin hacer nada. Se contempló en el espejo y advirtió su aspecto estropeado. Su rostro se veía pálido y su cabello cano desordenado. Entre suspiros se estiró para coger el cepillo del pelo, pero golpeó entonces por accidente la cajita con las pastillas rojas, que quedaron desperdigadas por todo el suelo del baño, cual coléricas motas rojas a sus pies. No le apetecía para nada recogerlas, así que, gruñendo, las mandó todas con una firme patada por el desagüe de la ducha.
Luego procedió también a realizar una purga entre el resto de las pastillas y pocos días más tarde empezó a sentirse más espabilada. Retomó el punto y, como siempre le había encantado la novela negra, reanudó la lectura de la pila de libros con espantosos asesinatos que guardaba sobre la mesilla de noche. Las ansias revolucionarias volvieron a prender en ella.
Lumbreras oyó a alguien llamar a la puerta y enseguida comprendió que se trataba de Märtha. Tres golpecitos decididos justo al lado del tirador y luego silencio. No podía ser otra persona. Se levantó a duras penas del sofá con una sonrisa en los labios y se bajó el suéter para taparse la oronda barriga. Hacía tiempo que no lo visitaba, lo cual le había extrañado. Se había dicho un día tras otro que iría a hacerle una visita él llegada la noche, pero al final siempre se quedaba dormido frente al televisor. Buscó a su alrededor una caja de cartón, metió en ella a toda prisa el montón de anotaciones, destornilladores y tornillos depositados en el sofá y guardó todo bajo la cama. Escondió dos camisas azules y unos calcetines con agujeros detrás de los cojines del sofá y sopló las migas de pan para arrojarlas al suelo. Cuando hubo finalizado, apagó el televisor y fue a abrir.
—Pero ¡si eres tú! Pasa.
—Lumbreras, tenemos que hablar —le espetó entrando en la estancia a zancada limpia.
Él asintió con la cabeza y puso a calentar agua en la jarra eléctrica. En el armario esquivó dos placas de circuitos, un martillo y varios cables hasta dar con el café instantáneo. Detrás del tarro de café había dos tazas. Tras hervir el agua, las llenó y puso en cada una un poco de café en polvo.
—Por desgracia no tengo pastas, pero...
—Está bien así. —Märtha cogió la taza de café y se dejó caer en el sofá—. ¿Sabes?, cuesta creerlo, pero me temo que nos están drogando. Nos dan demasiadas pastillas. Por eso estamos tan perezosos.
—Pero ¿qué me estas contando? Quieres decir que... —dijo mientras empujaba discretamente bajo el sillón una radio Grundig previamente desarmada, confiando en que Märtha no la hubiera visto—. Eso es inadmisible.
—Exactamente. Nosotros que pretendíamos protestar...
Lumbreras le cogió la mano y le dio una palmadita en el dorso.
—Pero, querida, todavía no es tarde.
Los ojos de Märtha resplandecieron y su rostro recobró vida.
—¿Sabes?, he estado pensando en una cosa. En la cárcel te dejan salir al aire libre todos los días, pero aquí apenas nos sueltan.
—Bueno, aire libre precisamente no es...
—Los presos pueden respirar aire puro, les proporcionan una dieta nutritiva con comida casera y tienen la posibilidad de trabajar en talleres. De hecho, su situación es mejor que la nuestra.
—¿Trabajar en talleres? —reiteró Lumbreras saliendo de su modorra.
—¿Entiendes? Quiero morir joven y cuanto más tarde mejor. Pero deseo vivir a lo grande mientras el cuerpo aguante —sentenció.
Märtha se inclinó y le dijo algo al oído. Él, con los ojos como platos, empezó a sacudir la cabeza. Pero ella no se dio por vencida.
—Lumbreras, he estado meditando muy bien todo esto...
—Es cierto. ¿Y por qué no íbamos a hacerlo? —repuso. Entonces se reclinó sobre el respaldo del sillón y empezó a desternillarse.