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Decepcionante. No podía calificarse de otro modo. Lumbreras había intentado encontrar durante semanas la manera de extraer un grillete electrónico sujeto alrededor del tobillo y volver luego a colocarlo sin que se notara. Y justo cuando había resuelto el problema se enteró de que no se lo iban a poner. Una mañana de otoño, muy temprano, se abrió la puerta de su celda en el centro penitenciario de Täby.

—Ha llegado el momento. Lo trasladan a otro sitio —le informó el celador.

Lumbreras, que estaba en la cama leyendo, se incorporó a duras penas.

—¿Que me trasladan, dice?

—Ha finalizado su estancia aquí. Lo envían a un centro de régimen abierto. Y luego podrá reencontrarse con su parienta en casa.

No le terminaba de entrar en la cabeza. ¿En casa? Se le aparecieron en la mente Märtha y la señorita Barbro, puesto que en realidad ya no tenía ningún lugar al que llamar hogar. Su esposa se había casado de nuevo, esa vez con un acaudalado anciano, y residía en Gotemburgo. En cuanto a su hijo, se había ido a vivir al extranjero unos años atrás después de fracasar su matrimonio. Trabajaba para la Cruz Roja en Tanzania y Lumbreras llevaba sin verlo tres años. No obstante, había conservado el taller en Sundbyberg ya que albergaba la esperanza de que su vástago un buen día quisiera tomar el relevo. Aunque ahí, evidentemente, no podía vivir. Lumbreras se puso el dedo bajo la nariz y deliberó. ¿Qué ocurriría con él si no lo dejaban volver a El Diamante?

—¿Van a soltar también a Rastrillo? —preguntó al celador.

—Tan pronto como hayan resuelto su expediente.

Lumbreras se frotó de nuevo bajo el apéndice nasal y trató de imaginarse su nueva vida, pero lo único que le apareció en la mente fueron Märtha y el dinero que habían ocultado en el canalón.

—En Asptuna podrá comenzar a habituarse a su recobrada libertad, lo que facilitará su reinserción social —le explicó el funcionario de prisiones.

—Voy a cumplir ochenta. Más vale tarde que nunca —dijo Lumbreras.

—Ya hemos dado aviso al servicio de transporte. En breve vendrán a recogerlo.

Una sensación de vértigo volvió a apoderarse del anciano. Lo había pasado bien donde se hallaba, y de no ser por Märtha y los otros, de buena gana se habría quedado. Cierto es que la prisión de Täby era húmeda y que sus paredes dejaban pasar todos los ruidos, pero en ese lugar le habían permitido participar en las labores de cocina y le había encantado poder trabajar en un taller de verdad. Por otra parte, la posibilidad de encontrarse con personas de todas las edades le había resultado estimulante, librándolo además de esa constante cháchara sobre achaques y tiempos pasados. Lo importante era lo que ocurría en el presente. Por no hablar de los apasionantes planes de futuro de los internos, que solía escuchar durante los descansos. Lumbreras se esforzó sobre todo por analizar cómo habían actuado estos en los casos en que habían delinquido con éxito, y lo que había ido mal cuando habían fracasado. Fue incapaz de desterrar de su cabeza esa idea del golpe definitivo, entre cuyos componentes destacaba que no te pillaran.

A Rastrillo también le fueron bien las cosas, ya que le dejaron entretenerse con el jardín. Le gustaban las flores y ver cómo crecían. Había plantado lechugas, coles y rábanos, además de rosas y plantas de hoja perenne. Comoquiera que le costaba un poco agacharse, Lumbreras le fabricó a este un rastro y una pala con mango telescópico, y más tarde se las ingenió para hacerle un soporte de herramientas y una silla plegable de varias posiciones. Para Lumbreras fue todo un placer ver a Rastrillo tan contento. No paraba de cantar una canción de marinero detrás de otra mientras cuidaba de sus plantas. Sin embargo, como no le gustaba que lo encerraran a las ocho de la noche, colocó en la pared, a modo de consuelo, un almanaque con señoritas ligeras de ropa. En sustitución de Stina, decía, pero Lumbreras no se dejó engañar. A Rastrillo siempre le habían atraído las mujeres bonitas.

El expediente de Rastrillo no tardó más que unos días en resolverse también. Los amigos empaquetaron sus escasas pertenencias, y un lunes fueron conducidos hasta Asptuna a primera hora de la mañana. Ambos se libraron de tener que llevar supervisión electrónica al no apreciarse riesgo de fuga ni para la seguridad en ninguno de ellos. O en palabras de uno de los celadores:

—Grilletes y andador no casan muy bien que digamos.

 

 

Unos días más tarde ya se habían instalado en el nuevo centro. Para su asombro, les habían asignado un cuchitril sin ducha ni cuarto de baño y donde apenas cabían sus cosas. Además, estar rodeados de tantos delincuentes con graves antecedentes les resultó algo aterrador. Aunque acabas por acostumbrarte, pensó Lumbreras. No quedaba otra. El ser humano, se dijo, se habitúa a todo. Desde el primer día solicitó acceder al taller y también tenía la intención de practicar algo de ejercicio. Había descuidado ese punto desde que no tenía a Märtha detrás de él y quería estar en buena forma cuando llegara el momento de reencontrarse con ella.

—Me gustaría hacer deporte —dijo a sus guardianes.

—A mí también —coincidió Rastrillo, deseoso igualmente de recuperar la forma. Stina había mencionado algo al respecto de hombres bien entrenados. Se introdujo una porción de snus en la boca y sonrió ante la perspectiva de su inminente reunión. Pero ¿dónde sería eso? No tenían ningún sitio donde vivir—. Oye, Lumbreras —continuó—. ¿Qué va a pasar cuando salgamos de aquí? No podemos alojarnos en el Grand Hotel.

—Tendremos que quedarnos en El Diamante hasta que encontremos otra cosa —contestó Lumbreras.

—¡Ni lo sueñes!

—Tu hijo te ha pagado la habitación, que lo sepas. Además, allí tenemos nuestras cosas y a nuestras chicas.

—Ah, las chicas, claro... —dijo Rastrillo, súbitamente exultante en su fuero interno.

En las semanas siguientes barajaron distintas residencias y hoteles, pero antes de poder dar con una solución adecuada surgieron otras cuestiones en las que ocupar su mente. No en vano, una tarde se abrió la verja y el vehículo de transporte trajo a dos nuevos reclusos. Lumbreras se sobresaltó al ver a un tipo que ya conocía de antes. Era Juro, el yugoslavo.