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—¡Usted por aquí!

Al día siguiente, justo cuando Lumbreras se sentaba a una de las mesas para cenar, notó una sombra tras él.

—¡Hola!

Juro le dio una sonora palmada en la espalda y se sentó a su lado con un plato de espaguetis lleno a rebosar. El anciano clavó la vista en sus poderosos hombros y brazos. ¡Dios mío! Ni un gramo de grasa, solo músculo. El balcánico daba la impresión de ser una de esas personas capaces de enderezar con las manos una herradura de caballo. Y hasta las patas de una plataforma petrolífera.

—¿Qué ha sido de usted? —preguntó Lumbreras confiando en que su voz pareciera relajada.

—Aislamiento. Estaría ahí desde principio pero error papeles.

—¿Le han encerrado con cal y encanto? —dijo Lumbreras tratando de demostrar su dominio de la jerga del hampa.

—Nada de cantar. Eso solo jodidos traidores.

—Bueno, no me refería exactamente a eso —repuso Lumbreras rojo como un pimiento morrón.

—Yo perfil bajo un rato —Juro se alzó la pernera y le mostró el grillete electrónico—. Mira calcetines, debajo para no rozar. Pero más mucho importante, ¿tú saber cortocircuito de la electrónica? —añadió introduciéndose seguidamente en la boca una generosa cantidad de espaguetis. Se hubiera dicho que llenaba un contenedor. Todo el plato prácticamente cabía en uno solo de sus bocados.

—Mmm... —murmuró Lumbreras—. Sí, ese grillete se podría...

Se interrumpió en el último momento. Más le valía que Juro se ocupara de lo suyo él solito. De lo contrario, el croata intentaría ficharlo de nuevo. Apenas había aflorado ese pensamiento en la mente de Lumbreras cuando Juro, bajando la voz, le dijo:

—Tú no olvidas Handelsbanken, ¿verdad? Ahora tiempo para planear.

El yugoslavo parecía estar tramando algo gordo. La respiración de Lumbreras se aceleró. Tendría que mantenerse apartado de él, pero...

 

 

A la mañana siguiente, Juro lo estaba esperando en el taller. «Tenemos que hablar», le dio a entender mediante señas. Lumbreras fijó su pieza de madera en el banco y puso en marcha el torno. Estaba fabricándole un cuenco a Rastrillo. Ya le había dado la forma. Únicamente le quedaba realizarle el hueco en el medio. Su amigo necesitaba algún sitio donde poner su snus. Juro echó un vistazo al objeto de madera.

—Ah, joder. ¿Tú sabes esto?

—Algunas cosillas...

Juro echó una ojeada por encima de los hombros del anciano para asegurarse de que nadie los oyera.

—Oye... La mayoría listo. Pero, mierda, cerradura...

—Ya veo —susurró Lumbreras—. ¿De la cámara acorazada?

El otro afirmó con la cabeza.

Lumbreras tragó una bocanada de aire. Por una parte quería saberlo todo sobre el golpe que se traían entre manos y el lugar donde pensaban llevar el botín, pero por la otra deseaba mantenerse lo más alejado posible de la mafia yugoslava. Unos jubilados ladronzuelos y la mafia no eran precisamente comparables. Pero el golpe definitivo presuponía, según sus conclusiones, que otro llevara a cabo el golpe y ellos cinco echaran mano al botín. Y para ello debía enterarse del sitio donde iban a depositarlo. Lumbreras apagó el torno.

—¿Así que ya se ha puesto en marcha? —dijo lanzando una tímida mirada en dirección a Juro. El tatuaje de su brazo mostraba una antorcha encendida, un cuchillo y una espada, y en lo alto de su hombro le sonreía macabramente una calavera.

—Solo hace falta grillete fuera —dijo Juro.

Lumbreras respiró hondo. Otra vez el grillete electrónico. ¿Se lo confesaba? No, mejor que no.

—Mire. Los atracos a los bancos son demasiado arriesgados. Además, actualmente no suelen guardar mucho efectivo. Es mejor asaltar un furgón blindado.

Los ojos del yugoslavo se iluminaron.

—Pero solo un montón de tiros.

—No. Entérese de los vehículos que usan. Tendrán que pasar su revisión anual, ¿verdad? Entonces puede enviar a sus mecánicos y hacerles algunos arreglillos.

Juro alzó las cejas y levantó los hombros como esperando una continuación, pero Lumbreras volvió a encender el torno. Al anciano le pareció que debía reflexionar al respecto.

En el descanso tenía la intención de probar una nueva caña de pescar, pero no tardó en darse cuenta de que Juro le había seguido los pasos hasta el embarcadero.

—¿Qué coño eso? —Señaló con el dedo la caña plegable con minúsculos ganchos en el sedal de Lumbreras. Este había pensado que ese objeto le podría resultar útil en el futuro, tal vez para el canalón.

—¿Ha pensando alguna vez en las veces que el pez se suelta del anzuelo? Ahora algunos se quedarán atrapados aquí —sentenció el jubilado mostrándole a Juro un trozo del sedal con los ganchos.

—Pero ¿cómo...? Tienes que hacer daño, ¿no?

—Qué va. Porque haces caperuzas de gancho que se disuelven en el agua.

—Ya comprendo —dijo el capo con cara de asombro antes de sentarse—. Oye, ese furgón blindado. ¿Los mecánicos qué arreglar?

—Para contestarle tengo que conocer mejor todo el asunto —respondió Lumbreras evitando la mirada de Juro.

—Nosotros parar vehículo. Clavos en carretera y ametralladoras. Luego volar vehículo por los aires y derechos a Djursholm con sacas.

—Olvídese de las ametralladoras —dijo Lumbreras—. Los empleados de seguridad no van armados. En vez de eso, manipule las cerraduras. Es lo único que se necesita.

—Furgones blindados... Cerraduras no de bicis, sino difíciles —sentenció Juro agitando las mazas que le servían de manos.

Lumbreras abrió su cajita de pescador, con sus plomos, anzuelos y cebos, y señaló hacia su cerradura. A continuación se sacó el chicle de la boca, lo introdujo entre el pestillo y el hueco y cerró la tapa.

—Ahora parece que se ha cerrado la tapa, pero no lo ha hecho. No del todo —indicó. Entonces agarró con fuerza la caja y, sin utilizar la llave, logró abrirla—. Lo sencillo es lo más difícil, ¿comprende?

Juro se quedó mirándolo boquiabierto.

—Cuando vayan a dejar los vehículos al taller, sus mecánicos deben estar allí. Han de ahuecar un poco junto al pestillo y llenar la cavidad con virutas de metal y resina para que no se vea. Las puertas se cerrarán como de costumbre y todo dará la impresión de funcionar bien. Pero podrán abrirlas. Se lo prometo.

—¿Resina? Todos troncharse de mí, joder.

Lumbreras simuló una carcajada.

—Ya le he dicho que no soy un experto, pero los vehículos recogen divisas de las entidades bancarias del centro de la ciudad. Van en sacas postales con destino al extranjero. Cambie esas sacas por otras idénticas pero llenas de dinero falso. Entréguelas en el aeropuerto. Es infalible. No descubrirán que el dinero es falso hasta su llegada a Londres... Y ya pueden buscar los polis cuanto quieran.

—Hostia. Tú ni pelo de tonto.

—Ahora hay muchos furgones blindados en circulación. Un montón de dinero sobre ruedas que solo espera a ser recogido —continuó Lumbreras.

A ello siguió una elaborada disquisición sobre los asaltos a los furgones blindados en Hallunda, Gustavsberg y otros lugares, con una explicación de lo que podría haberse hecho mejor. Lumbreras aderezó el relato con detalles atrapados al vuelo en el centro penitenciario de Täby, esperando parecer lo suficientemente profesional para que Juro quisiera iniciarle en su atraco. Acaso entonces se le escapara el sitio donde pensaba guardar la pasta.

—Si no le gusta eso de las cerraduras tengo otra propuesta —agregó el anciano—. ¿Por qué no monta un control policial? Disfrácense de agentes, y cuando el vehículo se haya detenido y el conductor baje la ventanilla puede echar dentro alguna sustancia soporífera. Éter, por ejemplo. Cuando los guardas se hayan dormido tendrán tiempo suficiente para extraer el dinero.

—¡Joder! Tú venir con nosotros —exclamó Juro.

—No, no quiero implicarme en esto —dijo Lumbreras—. No soporto la cárcel. Soy demasiado viejo para ello. Esta es mi última visita. Nunca más un guarda ha de encerrarme entre rejas, ni decirme cuándo tengo que comer o dormir. Quiero vivir tranquilamente los años que me queden. Me entenderá cuando llegue a viejo.

—Pero...

—Y luego está lo del corazón —prosiguió Lumbreras posándose la flaca y venosa mano sobre el pecho. Deseaba convencer a Juro de que acababa de dar carpetazo a su carrera delictiva. Aunque en realidad esta no hubiera hecho más que comenzar...—. Sí, envejecer es duro. Por cierto, después del robo... ¿Han pensado dónde van a guardar las sacas? —preguntó tratando de modular un tono de voz que sonara lo más indiferente posible.

—En el número once.

—¿El número once?

—Sí, bodega de mi suegra en Skandiavägen. ¡Dios! Pedazo casa ahí. Como castillo, ¿sabes? Con rejas largas. Luego coche hasta Dubrovnik y...

Juro calló al aproximarse uno de los celadores. Por su parte, Lumbreras arrojó rápidamente el sedal y se quedó observando el flotador. El croata le había dado más a la lengua de lo esperado. Si los yugoslavos realmente depositaban el botín del atraco en esa bodega, los cinco tendrían su oportunidad. Ahora solo quedaba intentar sonsacarle cuándo iban a actuar sin despertar las sospechas de Juro. Pero no era empresa sencilla. La Liga de los Pensionistas no solo tendría que evitar a la policía, sino también esquivar a la mafia.

Esa misma noche, Lumbreras cogió lápiz y papel y le escribió un poema a Märtha. Esta vez se mostró aún más críptico que de costumbre y no estaba muy seguro de que ella lo entendiera. Pero no se atrevía a ser más específico. Robar a la mafia yugoslava se pagaba caro.