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El primer permiso de Märtha no fue en absoluto como ella se había imaginado. Había planeado ponerse un discreto disfraz para acceder a la suite Princesa Lilian y, una vez allí, comprobar el estado del canalón. Pero en vez de disponer de varias horas para hacer lo que quisiera tuvo que ir arrastrando consigo a dos supervisores por todas partes. Uno de ellos, por si fuera poco, era la Colacaballo, la mujer del rostro pétreo que la había registrado a su llegada a Hinseberg. Ese ser desprovisto de humor no quitaba ojo a su prisionera, siguiéndola tan de cerca que Märtha estuvo a punto de atropellarla todo el tiempo con su andador.
—Tenga cuidado —le espetó Märtha airada, aunque enseguida comprendió que debía dominarse.
La Colacaballo no deseaba otra cosa que meterle un paquete a las primeras de cambio. Cuantos más meses estuviera entre rejas, más feliz la haría. Ese tipo de personas existían. En realidad debía haber pasado su primer permiso en Örebro, pero Märtha insistió en ir a Estocolmo. Había mencionado algo al respecto de la debilidad propia de su edad, quejándose de sus recientes mareos y problemas de equilibrio. Ahora deseaba ver el Palacio Real por última vez en su vida.
—Y desde el Grand Hotel se disfruta de las mejores vistas —afirmó al llegar a la altura del puente Norrbro.
—Primero debemos resolver sus trámites con la seguridad social y visitar El Diamante —señaló la Colacaballo.
—Se lo ruego... El palacio es tan hermoso... —suplicó Märtha, y no dejó de insistir hasta que dieron su brazo a torcer.
Llegar hasta allí les llevó su tiempo, porque la anciana quería parecer lo más achacosa posible. No era necesario mostrar su excelente estado físico. Pero en su lento caminar empezó a preocuparse por el dinero guardado en el interior del canalón. ¿Y si los leotardos de Anna-Greta estaban caducados o a Rastrillo se le había olvidado algún importante lazo en sus nudos? La inquietud carcomía por dentro a Märtha, que no deseaba otra cosa que subir de inmediato a la suite Princesa Lilian. La anciana se volvió hacia la Colacaballo.
—Durante mi estancia en el Grand Hotel perdí la pulsera de oro de mi madre. Me gustaría preguntar en la recepción si la han encontrado —dijo girando el andador en dirección al hotel.
—¿Ahora? No tenemos tiempo para eso —respondió la Colacaballo.
—El hotel tiene un ascensor en la calle, lo que me permitirá llegar rápidamente a la recepción. No tardaré mucho, lo prometo.
Los dos supervisores se miraron y asintieron con la cabeza.
—Está bien. Entonces nos pasaremos por ahí.
Märtha recuperó el aliento y poco más tarde su andador rodaba ya por la familiar moqueta azul ornamentada con coronas doradas. Como era natural le resultaba embarazoso regresar al Grand Hotel convertida en delincuente, pero no le quedaba otra que aceptarlo. La anciana explicó en la recepción lo que la traía por ahí.
—Sería maravilloso que hubieran encontrado la pulsera —dijo como colofón a su explicación.
—¿Su nombre?
—Märtha Andersson.
Esta se ruborizó al comprender que debía desvelar su verdadera identidad para poder subir a la suite.
—Efectivamente. Märtha Andersson. Estuvo alojada en el hotel el pasado mes de marzo, ¿verdad?
—A finales de ese mes.
—Aquí la tenemos —dijo la chica al tiempo que manipulaba el teclado y examinaba unas listas en la pantalla—. Compartieron entre tres la suite Princesa Lilian, ¿no es cierto?
Märtha hizo un gesto afirmativo.
—No, no nos ha llegado ninguna pulsera. Desafortunadamente.
—Pero yo creo que sé dónde está. No llevará mucho tiempo...
—Lo siento —repuso la muchacha abriendo los brazos—. La suite está ocupada —apuntó con una voz súbitamente arisca y distante—. Además —añadió tras una honda inspiración—, tampoco nos queda ninguna habitación libre. Al menos no para ustedes.
Märtha se soliviantó. La recepcionista había comprendido quién era, pero eso no justificaba en modo alguno aquel trato tan descortés. Luego se acordó: habían abandonado la suite sin abonarla y el hotel se había visto obligado a extraer la suma de la tarjeta bancaria de Anna-Greta. Sin embargo, Märtha no tenía intención de darse por vencida.
—La pulsera era de mi madre y significa mucho para mí. Se trata de una joya de familia.
La Colacaballo parecía incómoda y hacía señas para que se marcharan, pero Märtha, obstinada, no se movió de donde estaba.
—No, no dejamos pasar a nadie a la suite —repitió la recepcionista. Pero entonces calló un instante—. Un momento... ¿Ha dicho que es Märtha Andersson?
La muchacha desapareció de inmediato detrás del mostrador y retornó con una carta.
—Esto lleva un tiempo aquí —explicó entregándosela a Märtha—. Habíamos pensado reenviárselo, pero ha sido usted más rápida.
No era la caligrafía de Lumbreras, aunque en el sobre podía leerse «Märtha Andersson». La dirección aparecía escrita a máquina en una de esas etiquetas que podían imprimirse desde un ordenador. Märtha abrió el sobre a toda prisa antes de que la Colacaballo se le adelantara. Dentro de este había una nota.
Esconda 100.000 coronas en un carrito de bebé y coloque este en la parte trasera del Grand Hotel a las 13.00 h del 30 de octubre. Manténgase apartada y no meta en esto a la policía. Vuelva a ese mismo lugar dos horas más tarde. Encontrará los cuadros debajo de unas colchas y unas almohadas...
Hasta ahí pudo leer Märtha. Sus supervisores se habían acercado a ella. La anciana simuló un ataque de tos, y entre tosido y tosido se metió el papelito en la boca, lo masticó y se lo tragó. Sabía horrible, pero eso era lo que hacían en las novelas policíacas. A continuación se dio la vuelta.
—¡Qué extraño! Un sobre sin nada dentro —dijo, prorrumpiendo acto seguido en un nuevo ataque de tos. Se le había quedado pegado en la garganta uno de los trozos de papel.