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—Aquí estamos de nuevo. No me lo puedo creer —dijo Anna-Greta apartando el velo de su sombrero y echando un vistazo a su alrededor.
En el salón principal los hombres desconectaban como de costumbre con una partida de ajedrez, Dolores dormitaba en su sillón y dos mujeres de respetable edad que no había visto nunca antes hacían calceta.
—¿No suelen decir que los viejos deben estar tranquilos? Nos llevan entre centros de detención y prisiones para finalmente regresar a la casilla de salida —Stina suspiró—. Quién nos iba a decir que regresaríamos aquí. ¡Qué anticlímax!
—Bueno, bueno... No te olvides del Grand Hotel. No te lo habrías querido perder, ¿verdad? Además, esto solo es provisional. Muy provisional —sentenció Märtha con un guiño.
—No comprendo por qué nos dan la bienvenida. Podríamos ser una mala influencia para los demás —relinchó Anna-Greta.
—Por algún motivo El Diamante S. A. ha declarado expresamente su voluntad de volver a acogernos. Por otra parte, la alternativa era un destino sin Lumbreras y Rastrillo, y eso es algo que no deseamos, ¿no es cierto? Además, ¿cómo podría localizarte Gunnar si no?
—Él siempre me encuentra —protestó Anna-Greta con aire un tanto ofendido.
—En cualquier caso la residencia nos ofrecerá una base adecuada hasta que hallemos nuestras propias soluciones —señaló Märtha, y volvió a guiñarles un ojo.
Todas se echaron a reír. En el fondo se sentían satisfechas de reencontrarse con sus antiguos cuartos donde antaño habían vivido y en los que sabían dónde tenían sus cosas.
—Así que este será nuestro centro de operaciones durante la fase de planificación. ¿Es eso lo que quieres decir, Märtha? —preguntó Stina.
—Efectivamente. Aquí podremos celebrar las reuniones y organizarlo todo. ¿Quién puede sospechar de un centro de operaciones ilícito en una residencia de mayores?
Dejaron sus bastones en sus respectivos cuartos, se arreglaron un poco y fueron luego a acomodarse al salón colectivo para conversar un rato con los demás. Habían llegado justo para el café de la tarde y descubrieron para su sorpresa que servían pan dulce y tres tipos de galletas. Por lo visto Katja estaba de regreso.
—Tengo entendido que ocurrieron bastantes cosas aquí que no os gustaron —dijo Katja tras sentarse junto a ellos—. Pero ahora a Barbro le han encomendado otras tareas.
—Ya era hora. Nos tenía encerrados como a niños pequeños —se quejó Anna-Greta.
—Eso lo vamos a cambiar. Basta que aviséis en la recepción cuando queráis salir para que sepamos dónde estáis.
—¡Estupendo! —se le escapó a Märtha con involuntaria rapidez.
—Creo que también habéis planteado bastantes propuestas de mejora.
—Sí, pero nadie se ha preocupado de ellas —repuso Stina.
—Les echaré un vistazo —dijo Katja.
Märtha intercambió unas miradas con sus amigas. No daba crédito. ¿Ahora que se traían algo entre manos iba a mejorar de repente su situación? Porque, si había interpretado correctamente los poemas de Lumbreras, la cosa estaba a punto. El golpe definitivo era algo inminente. Él y Rastrillo llegarían un día de esos y conocería más detalles sobre el tema. Pero lo primero eran los cuadros. Tenían que conseguir cien mil coronas para el 30 de octubre.
Unos días más tarde debatieron la cuestión tomando un té en la habitación de Märtha.
—Yo dispongo de ahorros, aunque la mayor parte de ellos naturalmente se esfumaron con el hotel y el transbordador —comentó Anna-Greta—. Pero podemos sacar la suma de ahí a la espera de que todo se arregle.
Märtha tosió, a punto de atravesársele un trozo de galleta en el gaznate, y clavó la mirada en su amiga.
—¿Sin intereses?
Anna-Greta desaprobó con un gesto el comentario.
—Puedo transferir el dinero a vuestras cuentas para que el monto de las extracciones no suscite sospechas. Luego vamos juntas al banco y lo sacamos. Así de sencillo —añadió encendiéndose un purito—. Internet es fantástico. Unos pocos clics con el conejo y se arregla todo.
Anna-Greta y sus conejos... Ahora sí que Märtha se atragantó de verdad, tanto que sus amigas tuvieron que darle fuerte en la espalda un buen rato hasta que consiguió respirar con normalidad otra vez. Anna-Greta miró de reojo a Märtha.
—Comprendo que te extrañe lo del dinero, pero Gunnar ha dicho que hay que vivir en el presente. Cuando se es tan viejo como nosotros, hay que hacer lo que esté en tus manos para pasarlo bien. Eso te ayudará a enriquecer tu vida.
—Ah, vale —intervino Stina, tan sorprendida como Märtha.
Una vez que las amigas lograron mantener bajo control las muecas de su rostro, agradecieron en términos mayúsculos a Anna-Greta su disposición a salvarlos a todos ellos de una situación incómoda. Acto seguido le pidieron si podía tener la gentileza de apagar el purito.
—Perdonadme. No había reparado en ello. Pero ¿verdad que internet es maravilloso? —insistió Anna-Greta mientras aplastaba la colilla—. Gunnar me ha enseñado un montón de cosas. ¿Sabíais que también se pueden encontrar ahí discos de vinilo?
—Ahora lo entiendo —dijeron a una Stina y Märtha, porque lo cierto era que Anna-Greta no dejaba descansar el tocadiscos últimamente. Cuando Gunnar la visitaba ambos se encerraban en la habitación de su amiga y escuchaban sinfonías para instrumentos de viento sin parar. De vez en cuanto un relincho atravesaba los metales y los teclados, y cuando un elepé se rayaba y nadie hacía nada para remediarlo, Märtha no podía evitar preguntarse lo que estaban haciendo aquellos dos allí dentro. Lo peor de todo era cuando el disco se atascaba en mitad de «Fe infantil». Si por lo menos hubieran puesto a Frank Sinatra o a Evert Taube...
Una vez decidido que Anna-Greta iba a aportar las cien mil coronas de la recompensa un velo de agradable serenidad envolvió a las tres amigas. Bebieron su té acompañado de licor de mora en el cuarto de Märtha y parlotearon alegremente acerca de todo lo sucedido, hasta que Anna-Greta anunció que debía irse alegando que tenía cosas más importantes que hacer.
—Las transferencias, ya sabéis —proclamó con voz solemne, dejando claro a continuación que deseaba no ser molestada.
Anna-Greta pasó toda la velada frente al ordenador realizando operaciones bancarias. Lenta y meticulosamente distribuyó el dinero entre Stina, Märtha y ella misma, de modo que a la mañana siguiente, a la hora del desayuno, pudo anunciar no sin cierto orgullo a sus amigas que había llegado el momento de coger un taxi para ir a la sucursal del banco.
Había mucha gente, y Märtha y Stina estuvieron deambulando por la oficina bancaria durante un buen rato hasta que le llegó el turno a Anna-Greta. Esta les hizo señas para que la acompañaran al mostrador, pero Märtha le susurró que acudir todas en tropel podría despertar sospechas. Anna-Greta, sin embargo, se mantuvo en sus trece.
—Es mi dinero y yo decido.
La cajera las obsequió con una sonrisa radiante mientras las tres se acercaban pasito a pasito con sus respectivos andadores. La mujer palideció en cuanto vio sus impresos de reintegro.
—No disponemos de tanto efectivo en la oficina.
—Vamos a ver... Les he llamado antes para avisarles, como hay que hacer hoy en día cuando vas a retirar una cantidad tan grande —indicó Anna-Greta.
La empleada dudó unos instantes y, tras disculparse, se ausentó para consultar con un colega. Un momento después reapareció y miró con gesto de lamento a Anna-Greta.
—Por desgracia, hay un pequeño problema. La cuenta carece de fondos suficientes.
—No se invente cosas. Ayer mismo transferí mis ahorros por la red. Le suena internet, ¿verdad? Es lo que ustedes mismos nos piden que hagamos. No quieren que vengamos a la oficina, ¿no es cierto? Por favor, compruebe con sus propios ojos el dinero que tengo depositado en mis cuentas de ahorro.
—En ese caso tiene que haberse producido algún error. En esas cuentas no hay nada.
—Pero si yo misma cogí el conejo y pinché —objeto Anna-Greta.
—Que cogió ¿qué?
—¡El conejo, le he dicho! —gritó Anna-Greta.
La empleada del banco se sobresaltó, y Märtha advirtió sus esfuerzos por mantener la compostura.
—A veces internet puede resultar complicado. —La cajera trató de empatizar con la anciana.
—¿No me estará diciendo que no soy capaz de utilizar el conejo por el mero hecho de ser mayor? —le espetó Anna-Greta.
Dentro del despacho se oyeron algunas risas ahogadas y la cajera se tapó discretamente la boca con la mano.
—Ayer tuvimos bastantes problemas informáticos. Pudo producirse algún fallo con las transferencias. Lo comprobaremos —le dijo.
—¡Yo misma he trabajado en un banco y, además, llevo siendo cliente de ustedes desde hace cuatro décadas! —rugió Anna-Greta, con tal intensidad que hasta le bailó el velo de su sombrero—. No me pueden tratar de cualquier forma.
Märtha contempló el espectáculo. No parecía un día para los relinchos. Anna-Greta había sacado su voz rompecristales.
—Si le resulta complicado el ordenador, tal vez prefiera utilizar el servicio de atención telefónica —sugirió la empleada esforzándose por ser amable.
—¿Atención telefónica? Vamos a ver, amiguita, ¿no se ha preguntado por qué hablo tan alto? Pues ¡porque OIGO FATAAAAAL! —aulló la anciana.
La cola de personas que había detrás de ellas no dejaba de crecer y ya no quedaba ningún asiento libre. En ese momento se abrió la puerta del despacho y un caballero trajeado acudió a toda prisa al encuentro de las señoras.
—Vuelvan mañana. Para entonces ya habremos resuelto este asunto —dijo cortésmente.
El hombre les ofreció un pequeño bolígrafo con el logotipo del banco, tras lo que se inclinó y, amable pero firmemente, les mostró el camino hacia la puerta de salida.
Las tres ancianas regresaron a El Diamante S. A. con el ánimo abatido. Anna-Greta se recluyó en su cuarto y no quiso hablar con nadie, Märtha fue a sentarse al salón para tratar de reflexionar y Stina se dedicó a limarse las uñas, que ya tenía perfectamente pulidas. Nadie dijo ni pío. El café no les supo a nada, ni tampoco el pan dulce. Debían llenar de dinero el carrito de bebé para el fin de semana. De lo contrario no recuperarían los cuadros. Märtha se hundió en su asiento y cerró los ojos. Solía funcionarle esa táctica cuando tenía que resolver un problema, y ahora se encontraban realmente en un aprieto. Oyó en la distancia a Katja hablar por teléfono y a varios de los huéspedes varones conversar de fútbol. Entonces se fijó de nuevo en la voz de Katja. Problemas con internet... La conexión no funcionaba... Servicio de reparación... Märtha se sonrió sola. Estupendo. Eso le permitiría consolar a Anna-Greta. Entonces echó una cabezada y soñó que robaba la caja de ahorros de Ystad, pero justo en el momento en que se subía a bordo del ferry con destino a Polonia, llevando el dinero consigo, se despertó. Se había abierto con estruendo la puerta del cuarto de Dolores y la anciana, como de costumbre, comenzó a dar vueltas a la habitación tirando del carrito.
—Mi hijo es lo mejor del mundo —tarareó con una sonrisa de oreja a oreja—. Ha navegado por todo el mundo y me ha hecho millonaria.
Dolores señaló el carrito de la compra entre risas. De su abertura colgaban a medias una manta de color rosa y un calcetín, e iba arrastrando un chal por el suelo. En el hueco se adivinaba también un puñado de papel de periódico estrujado.
—Cuánto nos alegramos, Dolores —repetían todos en la habitación.
—Pero ahora ya ha dejado el barco, ¿sabéis? Quiere estar cerca de su madre. Ayer volvió de Helsinki.
Dolores siguió canturreando y dio varias vueltas adicionales antes de ir a sentarse a la mesa y coger una galleta. A Märtha le caía bien. Aquella anciana siempre estaba alegre y era bondadosa con todos, pero en ese momento no estaba de humor para tratar con ella, así que se hundió aún más en su asiento y volvió a cerrar los ojos. ¿Cómo podrían conseguir el dinero de la recompensa?