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Märtha se despertó sobresaltada. Otra vez había tenido un extraño sueño: Dolores se paseaba con un carrito de la compra por la cubierta de vehículos, dando vueltas y más vueltas en círculo sin dejar de canturrear acerca de sus millones. Cuando la anciana estaba a un tris de caer al agua mientras avanzaba por la rampa, Märtha se despertó y, desorientada, se incorporó en la cama. Fuera estaba oscuro y todavía quedaban muchas horas para que amaneciera. Pero su cerebro no había parado de trabajar. El carrito de la compra, los ferries de Finlandia...
A la hora del desayuno, Märtha se sentó junto a Dolores con una taza de café. Hablaron del tiempo y de la comida durante un rato, hasta que Märtha consideró que había llegado el momento.
—Tu hijo ha pasado toda su vida en el mar, ¿verdad?
—Sí, todo el tiempo. Es tan capaz... Trabaja en la cubierta de vehículos.
—Ah, qué bien. Mejor que ser capitán, que implica demasiada responsabilidad... E imagínate si el barco encalla. Entonces sí que se ponen las cosas feas —comentó Märtha aduladora.
—Él nunca ha encallado un barco.
—Ya lo sé. No me refería a eso, mi querida Lolita.
—No soy una niña pequeña. Porque sea vieja no me tienen que tratar como si fuera pequeña.
Märtha se interrumpió. Aquello no empezaba bien.
—Que te llamen abuelita es peor incluso, ¿no te parece? —trató de remediar Märtha.
Dolores no contestó nada. Se había puesto de mal humor. Märtha lo volvió a intentar.
—Qué carrito tan bonito tienes, con un asa azul y todo.
—Me lo ha regalado mi hijo. Él sí que se preocupa de su anciana madre.
Märtha se aproximó un poco más y echó un fugaz vistazo al carrito. Se trataba de un Urbanista. De color negro, igual que el utilizado para cobrar el rescate. Aunque ese estaba sucio y desgastado, y además tenía la empuñadura de color azul. Pero, naturalmente, la podían haber pintado. Y la bolsa propiamente dicha relucía en su parte superior, como si le hubieran aplicado aceite.
—¿Le pedimos a Katja que nos compre una tarta? —propuso Märtha—. ¿Una deliciosa prinsesstårta?
—¿Una tarta? No, ya estoy harta. Me quiero ir a mi cuarto.
—Déjame que te ayude.
Märtha pasó una mano por el asa del carrito con el objeto de detectar si tenía algún agujero donde insertar un banderín reflectante.
—No lo toques. ¡El dinero es mío! —gritó irritada Dolores.
Se levantó a toda prisa y se dirigió a su cuarto. Todos esbozaron una sonrisa indulgente, y cada cual volvió a lo suyo de inmediato mientras Märtha contemplaba la puerta cerrada con expresión pensativa.
Dolores no salió en toda la tarde, y a la mañana siguiente Katja les informó de que estaba enferma. Nadie debía molestarla. Le había pedido a Katja que llamara a su hijo y este se había comprometido a acudir. Entonces Märtha pidió primero a Anna-Greta y luego a Stina que llamaran a la puerta de Dolores para examinar con más detalle el carrito, pero esta se había negado a abrirles. Ni siquiera permitió el acceso a Katja. A la hora de la cena, la cuidadora puso el carro de servicio con un plato de comida frente a la puerta de Dolores, y a la mañana siguiente lo encontraron vacío. Sin embargo, Dolores no apareció en ningún momento. Märtha suspiró. Todo empezaba a embrollarse y no sabía muy bien qué hacer llegado a ese punto.
Le fue imposible conciliar el sueño durante la noche. Necesitaba ver ese carrito de la compra. Si el hijo venía a visitarle al día siguiente podría en el peor de los casos llevárselo. Märtha tenía que averiguarlo antes de que eso ocurriera. Conservaba la llave maestra. Sin duda no estaba bien eso de irrumpir en los cuartos de la gente, pero siempre podía alegar que se había equivocado de habitación.
Aún somnolienta se puso la bata y atravesó sigilosamente el salón hasta llegar a la habitación de Dolores. Palpó la empuñadura de la puerta y se dio cuenta de que no estaba cerrada con llave. La abrió con cuidado pero no llegó a traspasar el umbral. ¡Santo cielo! Apenas veía nada. Se le había olvidado que su visión nocturna ya no era la de antes. Regresó a hurtadillas a su cuarto y buscó la gorra que le había dado Lumbreras. Tras manipularla unos segundos se la caló y regresó a la estancia de Dolores. Una vez ahí cerró la puerta tras de sí, respiró hondo y oprimió la visera. Una mortecina luz azulada se difundió por la habitación haciendo ondear sombras espectrales sobre las paredes. Märtha retrocedió varios pasos aterrorizada y estuvo a punto de desmayarse del susto antes de caer en la cuenta de que los responsables de todo aquello no eran otros que los diodos luminosos.
La anciana dormía y remataba cada inspiración con un sonoro ronquido. Märtha echó un vistazo a su alrededor en busca del carrito. ¡Maldita sea! Se encontraba junto a la mesilla de noche, pegado a la cara de Dolores. ¿Cómo decían en Hinseberg...? ¿Cuál era la mejor manera de avanzar sigilosamente hasta tu objetivo? Märtha estaba un poco espesa a causa del sueño, y optó por no pensar tanto y poner manos a la obra. Se acercó entonces silenciosamente hasta el lecho y estiró el brazo hacia el carrito. Dolores respiraba profundamente, pero de repente se dio la vuelta y casi tocó el asa del carrito con la cara. Märtha se paró en seco, apagó la luz y permaneció por un instante petrificada. En cualquier momento la anciana podría abrir los ojos y dar un grito. Sin embargo, una vez más su respiración se hizo pesada. Al oír los ronquidos, Märtha, por fin, se atrevió nuevamente a asir la empuñadura y a sacar con parsimonia y cautela el carrito de la compra de la habitación.
Una vez de vuelta en su propio cuarto, Märtha colocó el carrito en el suelo y lo abrió. Pocas veces en su vida había sentido una excitación tal. El hijo de Dolores trabajaba en los transbordadores de Finlandia y esa mancha tenía pinta de ser de aceite. ¿Y si...? Pero si se había hecho cargo del carrito en la cubierta para vehículos tras el temporal, tuvo que percatarse de lo que había dentro antes de entregárselo a su madre. Aunque, claro está, había varios carritos. Era posible que hubiera comprobado los otros y pensado que el contenido de este era idéntico. Pero lo del asa azul confundía a Märtha. No hallaba explicación alguna para ello. En cualquier caso tenía que examinarlo. De lo contrario nunca se lo perdonaría a sí misma. El papel de periódico crujió y varias mantas antiguas cayeron al suelo. Impaciente, Märtha introdujo más la mano, y encontró otras mantas y más papel de diario. Madre mía... ¿Estos eran los millones de Dolores? Se apresuró a sacar los trozos de papel y tanteó aún más abajo. Todavía más recortes de periódico... Pero ¿no había algo más ahí? Sí, eso le parecía. El corazón se le aceleró y volcó todo el contenido del carrito en el suelo. Cielo santo. ¡Eran billetes de quinientos! Los billetes fueron cayendo uno tras otro y poco después había dinero por todas partes. No se había equivocado: era el otro carrito de la compra. Pero ¡Dios mío!, ¿qué podía hacer con todo ese dinero? Echó una ojeada a su alrededor. ¡La funda del edredón! Ansiosa, la quitó de la cama y comenzó a insertar en ella los billetes de quinientas coronas. Una brazada de billetes detrás de otra desaparecieron en el interior de la floreada funda. Cuando estuvo llena por completo, continuó con las almohadas. Bastaría con una funda de almohada o dos para la recompensa. El resto lo introdujo de nuevo en el carrito. Era importante que Dolores no se percatara de nada. Rápidamente mezcló algunos billetes con el papel antiguo de periódico y añadió más trozos que arrancó de la bala de diarios guardados dentro del armario. Luego coronó todo con una gruesa capa de billetes y en lo más alto puso las mantas y el chal de Dolores. Después de rellenar el carrito de la compra lo observó desde todos los ángulos y no cejó hasta dejarlo exactamente igual que antes. Acto seguido salió de su cuarto, recorrió a la chita callando el salón colectivo y con la misma cautela abrió la puerta de Dolores. Permaneció por un momento en el umbral, a la escucha. La anciana seguía roncando. Märtha volvió a accionar los diodos de la gorra y, al amparo de la tenue luz, entró lo más calladamente que pudo. Hizo rodar con cuidado el carrito hasta la mesilla de noche y lo dejó allí justo como lo había encontrado. De repente Dolores dejó de roncar y Märtha dio un respingo. Se mantuvo largo rato paralizada, sin atreverse a mover un dedo, cuando la anciana alargó un brazo e hizo ademán de incorporarse. Dolores buscó a tientas con las manos extendidas hacia delante, abrió los ojos y clavó la mirada en Märtha. Esta retrocedió, y en el preciso instante en que se disponía a abrir la boca para pronunciar una disculpa improvisada y lamentar el incidente, la otra cerró los ojos de nuevo y se tendió de costado. Dolores emitió un gruñido, y luego se cubrió con la colcha hasta los hombros y dejó escapar una estentórea ventosidad. Märtha se quedó quieta, esperando con la mirada fija en la anciana, y no se atrevió a moverse hasta que volvió a oír los ronquidos de Dolores. Entonces salió a toda prisa del cuarto.
—¡Puf, qué suplicio! —exclamó en su habitación tras dejarse caer sobre la cama.
Estaba extenuada. En ese mismo instante se escuchó un extraño ruido. Märtha se estremeció a tal extremo que por poco no se cae de la cama. Con las manos firmemente enlazadas sobre el pecho miró en dirección a la puerta. Ahora todo estaba en silencio. Märtha esperó. Seguía sin oírse nada. Märtha recobró algo de valor, se apoyó sobre la mesilla de noche y se puso en pie con cuidado. Entonces lo escuchó de nuevo. Sonaba como... Sí, claro. Se había echado sobre los billetes. Antes de dormirse tenía que asegurarse de envolverlos con una manta para que no hicieran ruido. Era imprescindible que nadie descubriera el robo. Eso habría supuesto el final de su carrera delictiva.