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—Los dos hemos estado esperando este momento —afirmó Lumbreras al día siguiente tras abrazar a Märtha, ciñéndole luego el talle con su brazo.
Quería decirle tantas otras cosas... Pero no encontraba las palabras, de modo que volvió a abrazarla, y permanecieron así un largo rato sin decir nada. La entrada acristalada de El Diamante presentaba un aspecto diferente al que Lumbreras recordaba, en absoluto tan horrendo. Y aunque el inmueble se hubiera edificado conforme al gris estilo de los cuarenta, Märtha vivía allí.
La anciana apoyó la cabeza sobre su pecho.
—Por fin... —fue lo único que acertó a decir Märtha antes de que las lágrimas afloraran a sus ojos—. Por fin —repitió.
Lumbreras pensó en todas las tiernas palabras que había oído en las películas y las series de televisión. Sentía justo eso, pero se le antojaba tan ridículo pronunciarlas... Por eso se limitó a murmurar y a acariciarle con cierta torpeza el pelo.
—Pero, bueno, ¿es que no me reconocéis?
Rastrillo se acercó a ellos. Llevaba como de costumbre un pañuelo anudado al cuello y durante su estancia en prisión se había dejado crecer una barba sin bigote, al estilo capitán de barco de antaño. Sonrió alegremente de oreja a oreja y propinó a Lumbreras una sonora palmada en la espalda seguida de un abrazo.
Märtha contempló alborozada a sus dos amigos, a quienes no había visto en mucho tiempo. Le pareció maravilloso volver a estar junto a ellos. Estaba tan agotada tras sus correrías nocturnas que no podía dejar de llorar. Rastrillo estaba guapo aunque oliera a snus y Lumbreras era el único hombre al que había escrito poemas, aunque en su mayoría se centraran en ideas para la comisión de delitos.
—Mi pequeña Märtha —dijo Rastrillo besándola luego en ambas mejillas como un francés de pura cepa, sin duda para impresionarla con su nueva barba marinera.
—¡Uy, cuánto pinchas! —exclamó ella a su pesar, interrumpiéndose a continuación para dedicarle algunas palabras más amables—: ¡Qué alegría verte de nuevo!
Rastrillo sonrió y le dio un cariñoso pellizquito en el moflete antes de volverse hacia su querida Stina. Por lo visto, ya se habían saludado efusivamente, a juzgar por el pañuelo torcido de Rastrillo y los ojos relucientes de Stina. Märtha la había visto esperar a Rastrillo toda la mañana al acecho junto a la ventana, retocándose una y otra vez el pelo aunque acabara de arreglárselo. Ahora, por fin, Rastrillo ya estaba aquí.
Mientras todos se abrazaban Anna-Greta se mantuvo en un segundo plano. Obviamente se alegraba de reencontrarse con Lumbreras y Rastrillo y les había dado también un abrazo, pero faltaba Gunnar. Además, todavía no había superado el fracaso de las transferencias por internet. Parecía muy alicaída. Märtha advirtió que algo no iba bien y se arrimó a ella para consolarla.
—Ayer pasó algo raro con la conexión de banda ancha de El Diamante —dijo.
—¿En serio?
—Sí. En todo el inmueble ha habido problemas informáticos. Ni un hacker de quince años hubiera sido capaz de realizar una transferencia durante el día de ayer.
—¿De verdad? —repuso Anna-Greta, de repente con un aspecto casi radiante.
—Además, lo del dinero... Parece que se ha solucionado —comentó Märtha con aire enigmático. Más no se atrevía a avanzar hasta asegurarse de que Dolores no hubiera advertido nada.
Durante el café de la tarde Märtha fue a sentarse en un sillón con su labor de punto sobre la rodilla, pero en vez de participar en la conversación vigiló nerviosa con el rabillo del ojo la habitación de Dolores. Cuando la puerta se abrió a Märtha se le cayó el ovillo de puro canguelo y no pudo relajarse hasta que la anciana, como era costumbre en ella, comenzó a dar vueltas por el salón con su carrito aludiendo a su generoso vástago. Aliviada, Märtha se volvió hacia sus amigos.
—Muy bien —les dijo—. Venid a mi habitación después de la cena.
Tras un lamentable estofado con judías recocidas y un puré de patatas de sobre que estaba frío, todo ello presentado en un recipiente de plástico, a Märtha le pareció oportuno invitarlos a algo fuera de lo habitual. Puso sobre la mesa café y galletas de barquillo, una tarta de arándanos azules y, por supuesto, el licor de mora. Lumbreras fue el primero en llamar a la puerta.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó añadiendo a lo ya servido un envase de tarta helada—. Pensé que era una buena ocasión para celebrar.
Armándose de valor, Lumbreras se inclinó sobre Märtha y le dio un besito en la boca. Ella sintió una efusividad tal que respondió con un enorme abrazo, y permanecieron así entrelazados tanto tiempo que se olvidaron por completo de la tarta. Si no llega a ser por que llamaron a la puerta se habría derretido por completo.
—¿No os parece que habría que meter esa tarta en el congelador? —sugirió Rastrillo nada más entrar señalando en dirección al charco de helado de pera que rodeaba ya la caja.
—El helado está más rico así —afirmó Lumbreras al tiempo que sacaba rápidamente unos platos.
Después de que todos se hubieron acomodado, tuvieron las tazas llenas y pudieron probar un poco de helado blando, Märtha dio unos golpecitos sobre la mesa.
—Escuchadme. Espero que no os sintáis defraudados por haber ido a parar nuevamente a la residencia.
—Pero queridísima Märtha... —contestaron los otros a una—. No estaremos aquí mucho tiempo más. ¡Salud, malhechores!
Entonces alzaron todos sus copitas de licor y bebieron, esta vez sin necesidad de hacer como si cantaran. Entonaron más de un canto de borrachera a voz en cuello; tenían los ánimos por las nubes y se sentían con el alma levantisca. Luego escucharon pacientemente a Rastrillo cantar «En alta mar», tras lo que Anna-Greta les obsequió con su versión de «Al galope con la pasta». Cuando terminaron los cánticos y acabaron de relatar las aventuras y las anécdotas de su estancia en la cárcel, Märtha tomó la palabra.
—He encontrado el carrito de la compra desaparecido.
—¿Es cierto eso? ¡Fantástico! —exclamó Lumbreras.
—¿Cómo demonios lo has conseguido? —inquirió Rastrillo.
—No querrás decir también que estaba lleno de dinero... —dijo Anna-Greta.
—Igreíble, no puego greer que dea dierto... —Stina se había resfriado otra vez y tenía ciertas dificultades de pronunciación.
Entonces Märtha les detalló su expedición nocturna al cuarto de Dolores y les habló del dinero que había visto en el carrito.
—Podría haber en él unos cinco millones.
Una especie de murmullo brotó de las bocas de los jubilados. Rastrillo saltó de su asiento.
—¡Cinco millones!
—Chis. —Märtha los instó a guardar silencio. A continuación se aproximó a la cama y dio unas palmadas al edredón—. Aquí está el dinero. Pero la persona que tiene en su poder los cuadros exige una recompensa. La nota que dejó decía lo siguiente: «Esconda 100.000 coronas en un carrito de bebé y coloque este en la parte trasera del Grand Hotel a las 13.00 h del 30 de octubre».
—¿Has dicho una nota? ¿Puedo verla? —solicitó Rastrillo.
—Lo siento, pero me la comí. Destrucción de pruebas, ya sabéis.
—Nada de papeleo, sí señora —murmuró Rastrillo.
Märtha se disculpó y les habló de los supervisores y de cómo en el último instante logró engullir el mensaje.
—Anoche aparté las cien mil coronas de la recompensa y las puse dentro de las fundas de las almohadas. Es decir, doscientos billetes de quinientos, si no he contado mal. ¿Os parece bien que metamos los doscientos talegos en el carrito de bebé?
—¿Talegos?
—Sí. Me refiero al dinero —aclaró Märtha.
—¿Has dicho un cochecito de bebé? —Stina, que se había sonado la nariz, ya podía articular bien las palabras—. Seguro que Anders y Emma nos pueden ayudar. Les diré que quiero hacer de canguro y cogeremos prestado el carrito de Malin... Es mi nietecita de seis meses. Será perfecto.
—¿Metemos en esto al bebé también? ¡Seis meses y ya delincuente...! —bromeó Anna-Greta con una jovial risita de poni.
—Bueno, a tanto no tendremos que llegar —dijo Märtha quitando importancia al asunto.
Aunque el plan que había elaborado implicaba justamente eso. Seis meses por el delito.