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Por suerte no llovía ni tampoco caía nieve alguna. Es decir, unas condiciones climatológicas ideales para los negocios turbios.

—Tenemos que manejar esto con calma y serenidad —sentenció Märtha mientras escrutaba la calle. Su voz denotaba que estaba nerviosa, como ella misma pudo advertir.

Aún no había ni rastro de la furgoneta de reparto. ¿Por qué tardaba tanto?

—No te preocupes. Lo lograremos —dijo Lumbreras.

—¿Y si nos descubren? —replicó Märtha.

—Tenías que haber pensado en eso antes de encargar cuatro cajas de pañales y un carrito de bebé —se quejó Stina.

Todavía se sentía molesta por no haber podido organizar todo aquello con ayuda de sus hijos. Tanto Anders como Emma poseían carritos de bebé y colchas y no entendía por qué Märtha se empeñaba en despilfarrar dinero en compras innecesarias.

—El amor de madre puede cegar el pensamiento estratégico —le había contestado Märtha a Stina, quien desde entonces estaba de mal humor.

Märtha se dijo que debería tratar de aplacar a su amiga, pero tendría que dejar eso para más tarde. Era el momento de la gran entrega. La empresa de transporte les había comunicado que el vehículo ya estaba de camino y los cinco habían bajado a la calle. Mientras esperaban, Anna-Greta les explicó que había encargado por internet un carrito ligero, colchas de bebé y varios packs grandes de pañales ecológicos Bambo y que había solicitado su entrega directa a la residencia de ancianos, para su pago en efectivo.

—Qué suerte que podamos contar contigo —dijeron todos a la vez.

Anna-Greta parecía tan feliz que nadie pudo evitar sonreír.

Dos días antes habían celebrado una larga reunión de planificación de compras. El primer punto del orden del día rezaba «Pañales apropiados». Todos escucharon pacientemente el discurso de Stina acerca de la pequeña Malin y sus hábitos nocturnos. Stina les habló largo y tendido de su nieta y de la cantidad de pipí que absorbía un determinado pañal ecológico, cuando en realidad lo importante para todos era saber cuál podía albergar la mayor cantidad de billetes. Lumbreras y Rastrillo no cesaron de bostezar y Anna-Greta estuvo jugueteando con el teclado del ordenador mientras Märtha se esforzaba por poner orden en las filas.

—Stina, cariño, los pañales deben ser capaces de esconder billetes de quinientos —dijo Märtha—. El tejido tiene que ocultarlos por completo y, además, el pañal debe disponer de una barrera antifugas adecuada para que no se escape ninguno. Voto por Bambo.

Lumbreras, Rastrillo y Anna-Greta levantaron de inmediato la mano, obteniendo así la mayoría.

—Como siempre tenéis que decidir vosotros, sin tener ni idea de lo que habláis —refunfuñó Stina—. ¿Qué sabéis vosotros de pañales?

—Nada, pero esto es como la vida real, ricura —la consoló Rastrillo—. Los que no tienen ni idea deciden sobre los que sí saben.

Al llegar al punto «Compra de carrito de bebé» la atmósfera se caldeó considerablemente.

—Nos encantaría colaborar con tus hijos, Stina —afirmó Märtha—, pero desgraciadamente podrían relacionar el carrito de Emma con nosotros. Debemos utilizar uno que no puedan rastrear. Además, en un carrito gemelar nos cabrían los dos cuadros.

—Tienes toda la razón —coincidió Anna-Greta mientras, sentada frente al ordenador, buscaba en internet distintos cochecitos—. Este carrito ligero, Akta Gracila, es más barato que los demás. Cojámoslo.

—Pero las reseñas son bastantes negativas —objetó Stina—. He oído por ahí que las asas y los remaches se sueltan y que en el peor de los casos puede derrumbarse como un castillo de naipes.

—Este no. Es el mejor del estudio —prosiguió Anna-Greta—. Además, incluye un protector antilluvia con cremallera y un cierre de seguridad.

—Pero con un carrito gemelar parecerá raro que solo llevemos a un bebé —opinó Lumbreras.

—En ese caso tendremos que comprar una muñeca que parezca real —propuso Märtha—. Lo que está claro es que yo no estoy en disposición de engendrar una criatura de esa edad.

—¿Y eso te parece una buena idea? Estás loca —gruñó Stina—. Yo aquí ofreciéndote mi ayuda y la de mis hijos y tú propones que compremos una muñeca de plástico. Pues no, ¡ya he tenido suficiente! —clamó, y acto seguido salió disparada de la habitación llorando a lágrima viva.

Todos se miraron espantados y comprendieron que tarde o temprano no tendrían más remedio que implicar en el golpe a Anders y Emma. De lo contrario, Stina podría hartarse y tal vez decidiera dejarlos en la estacada. Märtha fue a por una caja de chocolate belga y se la dio a Rastrillo, quien se apresuró tras la estela de Stina para consolarla. Durante largo rato nadie acertó a decir nada. Lo único que se oía era el llanto hiposo de Stina. Estuvieron esperando a los dos, pero, en vista de que se demoraban, reanudaron el debate. Abordaron entonces diversos detalles, entre otros, la ropita que pondrían a la muñeca y si debían cubrirle o no la cabeza con un gorrito, por ejemplo. A juicio de Lumbreras, debía aparentar ser un bebé de verdad bajo el protector de lluvia, y junto con la pequeña Malin daría la impresión de que había dos infantes en el carrito gemelar. La discusión, sin embargo, no tenía la misma chispa sin la participación de Stina, así que poco a poco los ánimos fueron decayendo. Por fin oyeron unos pasos que se acercaban y experimentaron un gran alivio al ver reaparecer a Rastrillo acompañado de Stina, quien, a pesar de tener restos de chocolate en torno a la boca, no se había olvidado de la muñeca.

—¡Cielo santo! ¿Qué van a pensar los rufianes cuando encuentren un cochecito de bebé con una muñeca de plástico?

—Que cuidamos de los detalles y procuramos que todo resulte lo más verosímil posible —respondió Lumbreras.

—Y tu nieta tendrá una muñeca con la que jugar —terció Märtha, calmando con esas palabras a Stina.

Para apaciguarla aún más dejaron que ella eligiera a su gusto las almohadas y las colchas de bebé, y todo el mundo al final quedó satisfecho. Decidieron utilizar un carrito gemelar dotado de una buena protección antilluvia y con espacio para cuadros, pañales, almohadas y colchas. Tras brindar por ello fueron a acostarse.

A Märtha la arrancó de sus pensamientos un vehículo que subía por la cuesta. Una furgoneta blanca redujo su marcha en la cima de la colina, no lejos de la residencia.

—Ahí está —anunció Märtha contenta.

El vehículo se aproximó y acabó deteniéndose junto al tramo de acera donde ellos estaban. El conductor bajó la ventanilla.

—¿Es esto El Diamante S. A.?

—Así es —respondió Märtha.

—Perfecto.

El joven abrió la puerta, saltó del asiento y preguntó por Maja Strand. Märtha hizo un gesto afirmativo con la cabeza y puso su firma en el aparatito electrónico que el repartidor le tendió. Su caligrafía no andaba muy allá y, además, no estaba acostumbrada a escribir su nombre falso, Maja Strand, pero finalmente logró garabatear una de esas firmas ilegibles que estilaban los médicos y otros tipos importantes.

Después de que Anna-Greta contara las cajas, comprobara el albarán y pagara, el conductor tuvo la amabilidad de llevarlo todo hasta el ascensor. Hicieron falta varios viajes con la carretilla, pero finalmente lograron introducir de tapadillo los paquetes en la habitación. Acababan justo de subir todo cuando Märtha vislumbró otro furgón de reparto al otro lado de la ventana y bajó a toda prisa una vez más. Su chófer pareció desconcertado cuando Märtha le indicó que el carrito era para su hijo. Hasta un rato después no cayó en la cuenta de que a su edad lo habitual era tener nietos. Pero todo se desarrolló sin contratiempos, y tras subir de nuevo a su cuarto sacó el helado y fue a buscar una botella de champán.

—Muy bien, queridos amigos. ¡Salud! Por los cuadros y por el arte —brindó.

—¡Por los impresionistas! —agregó Anna-Greta, quien a continuación sirvió unos canapés gigantes que había encargado por internet, como dejó bien claro entre triunfantes exclamaciones.

Märtha cerró con llave la puerta. Después de que todos hubieran dado cuenta de los canapés y el champán, llenaron algunos de los pañales con billetes de quinientos. Gracias sin duda al éxito del pedido cibernético, Anna-Greta estuvo de un excelente humor toda la velada y declaró exultante que a la mañana siguiente pensaba llamar a su oficina bancaria para explicarles lo del problema informático del otro día, pero sus amigos le pararon los pies haciéndole ver que más valía no hablar demasiado. Era mejor que se limitara a solicitarle a su banco el restablecimiento de sus cuentas al estado del día anterior a las transferencias, ya que ella, o un virus, lo había borrado todo.

—Pero ¿y si me preguntan sobre las importantes sumas que quería retirar? —consultó Anna-Greta.

—Diles simplemente que como el tipo de interés ha subido ya no deseas hacerlo.

Resultó ser, en definitiva, un día estupendo. Por si fuera poco Gunnar apareció terminada la cena; Anna-Greta no cabía en sí de gozo. Se esfumó con él a su habitación y, aunque ya era tarde, los demás no hubieron de aguardar mucho para oír los compases de «Fe infantil». Cuando Lapp-Lisa entonó eso de «fe infantil, del cielo eres un dorado puente», ambos canturrearon la letra en el interior del cuarto, como tenían por costumbre. Pero la aguja se atascó en «dorado puente, dorado puente». Transcurrido un tiempo no desdeñable, por fin se oyó un fuerte chirrido cuando la aguja del tocadiscos recorrió todo el vinilo. Se hizo entonces un silencio absoluto entre los cuatro amigos, que se miraron entre sí esperanzados. Tal vez Gunnar le hubiera dado una patada al tocadiscos a propósito. Sin embargo, de inmediato él y Anna-Greta pusieron de nuevo el disco y sonaron otra vez los acordes de «Fe infantil», si bien ahora con dos nuevos saltos de aguja al final de la canción. Llegados a este punto Lumbreras, Märtha, Rastrillo y Stina se dieron las buenas noches, se agradecieron mutuamente el grato día pasado juntos y se dirigieron a sus respectivas estancias.

Aunque no tardaron mucho en volverse a abrir dos de las puertas. Lumbreras y Rastrillo se vieron las caras de nuevo en el salón común.

—Cuesta trabajo dormir —coincidieron en afirmar.

Los ancianos regresaron enseguida a sus cuartos. Pero las puertas de estos se abrieron poco después, y cada cual se internó en el dormitorio de su respectiva chica. Y no precisamente para planificar nuevos golpes. Aunque, teniendo en cuenta cómo iban a desarrollarse las cosas, quizá les hubiera valido más aprovechar un poquito mejor el tiempo.