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—¡Uy, qué nervios! —se dijo Stina a sí misma mientras empujaba el cochecito de bebé recién adquirido.

Era el 30 de octubre y el reloj marcaba la una menos cinco. El frío viento que soplaba desde la bahía de Nybroviken hacía presagiar la inminente llegada del invierno. Su nieta Malin dormía convenientemente abrigada en uno de los dos asientos del carrito; el otro lo ocupaba la muñeca que habían comprado, con su pequeño gorro y todo. Stina y Märtha se turnaban en el manejo del cochecito, puesto que era mucho más pesado de lo que habían imaginado. En las horas anteriores de ese mismo día habían colocado en él la muñeca, la colcha y los pañales forrados de dinero, así como un biberón, varios calcetines de bebé y un suéter adicional. A continuación habían cogido un taxi a Blasieholmstorg acompañados de la pequeña Malin. El taxista las ayudó a sacar el cochecito y el resto de las cosas y, una vez que hubieron acomodado a Malin y a la muñeca en el carrito gemelar, se encaminaron hacia el Grand Hotel.

Mientras andaban, Märtha se preguntó quiénes podrían ser los secuestradores de los cuadros. Sopesó todo tipo de posibilidades: desde la mafia yugoslava o el personal del hotel hasta un próspero hombre de negocios que hubiera trincado las obras durante su estancia en la suite. De todos modos, se dijo Märtha, aquello no tenía la menor relevancia. Lo importante era que los cuadros volvieran a su lugar de origen. Al llegar a Hovslagargatan echaron un vistazo a su alrededor y en la esquina de Blasieholmsgatan con Teatergatan dejaron el cochecito sobre la acera, según lo convenido. Cuando Stina se disponía a sacar a su nieta cogió por error la muñeca. La anciana se detuvo.

—Märtha, no hemos planificado esto bien. Cuando la gente vea esta muñeca tan fiel a la realidad pensará que estamos abandonando a nuestro hijo y vendrán corriendo detrás de nosotras.

—No te preocupes. Pondremos el protector de lluvia encima y nadie notará nada —indicó Märtha mientras alzaba el plástico y echaba la cremallera—. A mí no me apetece para nada pasearme con esa cosa —agregó apuntando hacia la muñeca.

—Niña, se dice —corrigió Stina con tono severo—. Pero, escucha, si con el protector puesto no se ve qué hay dentro del cochecito, ¿para qué utilizamos la muñeca?

—Mmm... Dijimos que... —Märtha fue incapaz de recordar en ese momento el motivo por el que la habían comprado. ¿Por qué Stina tenía que ser tan listilla a posteriori, cuando ya era demasiado tarde?—. Lo cierto es que nos pareció que...

—¿Primera persona del plural? No me metas a mí en esa decisión —repuso Stina—. Como bien recordarás, propuse utilizar el cochecito de Emma. Esos delincuentes tienen que pensar que estamos locos. ¡Una muñeca de plástico! Si me hubierais dejado a mí encargarme de esto...

—Es mejor que nos vayamos —la interrumpió Märtha—. Según lo acordado debemos mantenernos alejados durante dos horas, tras las que podremos recoger los cuadros.

—Un Monet, un Renoir y una muñeca de plástico en un cochecito —insistió Stina.

—En realidad se trata de restituir al país un tesoro cultural nacional —dijo Märtha.

Stina se encogió de hombros y echó el cierre al carrito de bebé. La calle estaba desierta. Por ahí no solía uno encontrarse con viandantes, ya que la gente prefería pasear por Strömkajen. Stina cogió a Malin, la envolvió en una mantita y le puso su capucha.

—¡Qué guapa es! —dijo Märtha con voz tierna tratando de relajar el ambiente.

—Claro. ¡Como que es de verdad! —respondió Stina—. Me refiero al bebé, naturalmente.

 

 

Como no había ninguna cafetería en las inmediaciones, las dos ancianas fueron al restaurante Veranda del Grand Hotel. Märtha dudó un poco porque le inquietaba que la reconocieran. Su última visita le había resultado muy embarazosa. Pero hacía mucho frío y no había ninguna otra opción. Encargaron un entrante, del que apenas probaron bocado, y cuando llegó el momento de levantarse dos horas más tarde las piernas les temblaban considerablemente. Es cierto que, con objeto de vigorizarse un poco, se habían pedido sendas copitas, y que hasta que no se hubieron bebido ese líquido dulzón no repararon en que en absoluto se trataba de un licor, sino de vodka con sabor a fresa. Pero qué importancia tenía eso cuando la confianza en una misma alcanzaba cotas nunca antes imaginadas. Además, Stina había acompañado su café con chocolate belga y estaba radiante. De hecho, le hacía carantoñas tan sonoras a Malin que Märtha se vio obligada a pedirle discretamente que se tranquilizara un poco.

—Espero que sea un delincuente honesto y no uno que se lleve el dinero sin preocuparse de devolver los cuadros —dijo Märtha al salir de nuevo a la calle—. En este último caso no me gustaría estar en su pellejo, porque vaya si no le retorcería el pescuezo...

—O también podría llevarse una patada de kárate en la entrepierna —añadió Stina con una sonrisita mientras desplegaba la pierna hacia un lado.

Märtha se la quedó mirando. Era increíble lo bravucona que se había vuelto su amiga. Ello había que atribuirlo seguramente a su historial de antecedentes penales y a todas esas novelas policíacas que leía ahora. Stina cogió en brazos a su nieta Malin.

—Un delito al día llena el cuerpo de energía —declamó.

Entonces Märtha comprendió que su amiga se encontraba en plena forma. Llevarían a buen puerto lo que se traían entre manos.

 

 

No quedaba mucho para que anocheciera y había comenzado a llover. Märtha no lograba desterrar de su mente la imagen de unos marcos dañados por el agua y unos lienzos arrugados, lo que le hizo acelerar el paso. Sí, andaba tan rápido que le costaba respirar, lo que obligó a las dos amigas a detenerse para recuperar el aliento en plena operación. Recordó entonces el protector antilluvia y se tranquilizó. Al doblar la esquina vieron el cochecito de bebé y el corazón de Märtha empezó a latir más rápido. ¿Habría estado ahí durante dos horas el carrito plegable sin que hubiera pasado el malhechor? ¿Y si les habían tendido algún tipo de trampa? Se acercaron con cuidado al cochecito y, cuando solo les restaba un pequeño trecho, Märtha extendió su bastón. No en vano podía haber una bomba o alguna otra cosa horrible dentro del carrito, así que más les valía ser precavidas. Pero con el bastón no llegaba. Había cogido por error el de Anna-Greta, que seguía torcido. Entonces decidieron dar dos vueltas lentamente alrededor del cochecito para examinarlo en detalle. Tras respirar hondo durante largo rato, se atrevieron a acercarse y a levantar el protector de lluvia. Entonces lo vieron. La muñeca se había deslizado hacia abajo y alguien había estado rebuscando entre las mantas. Habían desaparecido la almohada y los pañales con el dinero, y bajo una de las colchas se apreciaba una protuberancia. No. Eran dos. Como las jorobas de un camello. Märtha las palpó y dejó escapar un ¡puf! de alivio, porque ahí se ocultaban realmente dos cuadros. Aunque estaban bien envueltos, sus dedos percibieron dos marcos bastante voluminosos; uno rectangular, como el de la pintura de Monet, y el otro ondulado, ancho y de esquinas redondeadas, como el de la obra de Renoir. Trató de alzar el cuadro de Renoir para inspeccionarlo, pero le faltaron fuerzas. El marco dorado resultaba demasiado pesado.

—Entonces vamos directamente al museo, ¿no? —dijo en voz baja.

Stina asintió con un gesto. Seguidamente soltaron el cierre del carrito y juntas emprendieron la marcha en dirección a Hovslagaregatan. Llegadas a esa calle volvieron a detenerse.

—Aquí hay un poco más de luz. Primero debemos comprobar si las pinturas están intactas. ¿Llevas los guantes, Stina?

—Los guantes de restaurador están en la bolsa, cógelos. Yo tengo que sujetar a Malin. Acaba de hacer sus necesidades.

—¡Como suele ocurrir en estos casos!

Märtha hurgó hasta encontrar los guantes, se los puso y comenzó a arrancar el papel. El cuadro iba envuelto en varias capas y resultaba más difícil de desempaquetar de lo previsto. Pero cuando percibió el brillo de una de las esquinas se le escapó un jadeo de júbilo.

—Mira, Stina. ¡Qué alegría me da! ¿Sabes qué? Poseer no siempre te proporciona la mayor de las satisfacciones. La posibilidad de dar es un placer inmenso también, incluso más grande. Aun así, poder restituir algo realmente valioso que uno había robado es el colmo de la felicidad.

—Oye, no hay tiempo para filosofar ahora mismo. Tengo que cambiar el pañal al bebé.

Märtha volvió a colocar ágilmente la colcha sobre los cuadros y retrocedió varios pasos para dejar espacio a Stina. El cambio de pañal fue rápido y se veía a todas luces que estaba acostumbrada. No en vano se trataba de su tercer nieto. En torno al cochecito se extendió un inconfundible olor.

—Por suerte, ni Monet ni Renoir conservan su sentido del olfato —observó Märtha.

Stina hizo caso omiso del comentario y guardó el pañal sucio a los pies del cochecito. Acto seguido acostó a Malin en el mismo lo mejor que pudo.

—Tenemos que darnos prisa. Cúbrelo. Viene gente por allí.

Märtha alzó la mirada. Era cierto. Un grupo de jubilados se acercaba a donde estaban y la anciana volvió a colocar a toda prisa el protector antilluvia.

—Seguro que esos se dirigen al Museo Nacional de Bellas Artes.

—¿Cómo lo sabes?

—Uno o dos hombres y un montón de señoras mayores... Tiene que tratarse de algo cultural.

Doblaron a continuación la esquina y pusieron rumbo al museo, pero al llegar a Strömkajen, junto al Grand Hotel, el viento comenzó a azotar el cochecito. Una fuerte ráfaga pegó sobre el protector de lluvia, haciendo que el carro se deslizara hacia el muelle. Märtha, advirtiendo el peligro, agarró una de las empuñaduras del carrito para detenerlo, pero esta se desprendió y la anciana se quedó compuesta y con el asa en la mano. Stina se abalanzó instintivamente y cogió a Malin, pero entonces les golpeó la siguiente ráfaga y, liberado de parte de su cargamento, el carrito comenzó a rodar en dirección al agua con la asistencia del viento.

—¡Sálvalo, sálvalo! —gritó Stina con voz aguda mientras Märtha salía corriendo detrás de él.

Ya se imaginaba las aguas engullendo el carrito mientras contemplaba con impotencia cómo se hundían el Renoir y el Monet en las profundidades. Un peligro inminente podía infundir fuerzas insospechadas y Märtha trató de correr. Sin embargo, tres pasos más tarde advirtió sus limitaciones y comenzó a pedir auxilio. De hecho, vociferaba a pleno pulmón, aunque momentos antes hubieran planeado acercarse al museo en silencio y discretamente. El patrón de una embarcación anclada al puente de Waxholm, que se percató de lo que estaba a punto de ocurrir, salió corriendo hacia el cochecito, logró darle alcance y lo giró nuevamente hacia la calle.

—Quizá lo mejor sea que quiten el protector para que el viento no se lo vuelva a llevar —sugirió amablemente.

—No, no hace falta —respondió Märtha, queriendo evitar que el hombre descubriera lo que ocultaba el carrito—. Muchísimas gracias.

Dicho esto, cogió el cochecito, le encajó la empuñadura y echó a andar en dirección al museo.

—Pero, queridas mías, ¿van hacia allí? Déjenme que las ayude —insistió él.

—No, gracias. Nos las arreglamos solas —se excusó Märtha, pero el capitán de barco se les adelantó en ese mismo instante y tomó el mando de la operación.

Al llegar a la escalera les dijo cortésmente:

—¿Acaso creían que no las ayudaría a subir el cochecito por la escalera? Se necesita a un hombre de verdad para hacerlo. —Acto seguido levantó el cochecito, subió todos los escalones y al llegar a la entrada del museo lo soltó con estruendo—. Ya está. Ahora pueden seguir ustedes solas —añadió el hombre con una sonrisa mientras se colocaba la mano en la gorra a la manera de los patrones de barco, a lo que Märtha y Stina mascullaron nuevos agradecimientos.

—No está bien que nos haya visto —dijo Märtha.

—Pero ¿acaso te parece que la policía se enfadará con nosotras por devolver los cuadros? Tranquilízate, Märtha. Por cierto, qué amable parecía ese hombre. Sin él nunca habríamos conseguido llegar hasta la entrada —comentó Stina, exhausta después de los dramáticos momentos vividos.

La anciana se apoyó rendida sobre el carrito y en ese mismo instante descubrió que este se hallaba extrañamente torcido. Un remache cayó al suelo.

—¿Has visto eso? Con lo caro que ha sido. Y yo que tenía la esperanza de poder regalárselo a Emma... —refunfuñó Stina.

—Seguro que tu hija se alegra de que no se lo des —declaró Märtha.

Trató de introducir el maltrecho carrito por la puerta. Las ruedas se habían llevado un buen golpe y, como no rodaba muy bien, el cochecito se había vuelto más difícil de manejar. Märtha se reclinó jadeante contra la pared.

—¿Por qué no lo metemos en el ascensor y nos desembarazamos de él? —dijo Stina mientras exploraba un lugar donde depositar a Malin.

—Buena idea —dijo Märtha.

El ascensor se hallaba justo a la derecha de la entrada, al lado de un banco. Stina colocó con cuidado a su nieta sobre el banco, y las dos ancianas empujaron el cochecito hacia las puertas del ascensor. Algunas personas las observaban extrañadas, pero Stina y Märtha no se dieron por aludidas. Por suerte el elevador estaba en la planta baja, por lo que al pulsar el botón las puertas se abrieron de inmediato. Dos chicos se ofrecieron a ayudarlas a introducir el carrito dentro del ascensor, pero eran jóvenes y fuertes y, desafortunadamente, arremetieron con tal fuerza que acabaron estrellándolo contra la pared.

—¡Ay, perdón! —se disculparon.

—Muchas gracias, queridos. No pasa nada. Ha sido todo un detalle —resolló Märtha—. Ya nos la arreglamos nosotras.

Sin embargo, al agarrar las asas para poner el cochecito en una de las esquinas se soltó un tornillo y otros remaches más.

—Será mejor cerrar las puertas del ascensor —dijo a Stina.

Oprimió el botón. Pero las puertas golpearon probablemente una de las empuñaduras cuando se cerraron, a juzgar por el súbito estruendo procedente del interior del elevador.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Stina.

Märtha pulsó rápidamente el botón de apertura. Las puertas del ascensor se deslizaron y apareció ante ellas el carrito.

—¡Vaya desastre! —exclamó Märtha.

—No hay que comprar nunca nada que sea barato —sentenció Stina.

Ambas se quedaron contemplando el amasijo de ruedas, pañales, protector antilluvia y colchas que albergaba el carrito, todo ello rematado por una muñeca y dos turgencias que debían de ser los marcos de los cuadros. Tal como prevenían los blogs, el carrito se había desplomado cual castillo de naipes. Entonces Märtha pulsó instintivamente el pulsador de cierre. Mientras las puertas del ascensor se cerraban le hizo una seña a Stina para indicarle que lo mejor era largarse de allí. Para colmo, Malin habían comenzado a dar alaridos, así que, forzando en sus labios una sonrisa cogieron a la pequeña y pusieron curso hacia la salida. A continuación abandonaron el museo con la mayor parsimonia y dignidad de la que fueron capaces, y cuando llegaron a la parte trasera del Grand Hotel detuvieron un taxi. Märtha sacó el móvil con tarjeta prepago que le habían prestado y marcó enseguida el número de información telefónica.

—¿Puede ponerme con el Museo Nacional de Bellas Artes? —solicitó mientras Stina subía al taxi con la pequeña Malin en brazos.

Al otro lado de la línea telefónica respondió una de las telefonistas de la centralita, y Märtha pidió hablar con el director del museo.

—Buenos días. Al habla la directora Tham, del Museo Nacional de Bellas Artes.

Tras hacer acopio de valor, Märtha contestó:

—Hay un carrito de bebé que contiene un Monet y un Renoir en el ascensor situado en el vestíbulo del museo —dijo falseando su timbre de voz, y colgó de inmediato.

Luego se subió ella también al taxi y ordenó al conductor que las llevara hasta el aeropuerto de Bromma. De ahí partían vuelos nacionales e internacionales y a Märtha le pareció una estupenda pista falsa.

—Misión cumplida —dijo.

—¿Cumplida? ¿Estás completamente segura? —replicó Stina—. Nos olvidamos de la muñeca.

—¡Vaya! —contestó Märtha, y aunque se trataba de un fallo grave no pudo por más que reírse—. Entregamos unos cuadros valorados en treinta millones de coronas y nos olvidamos de una muñeca de plástico con gorrito y todo. Coincidirás conmigo en que la vida está llena de sorpresas.

Al llegar al aeropuerto se dieron un paseo por el vestíbulo de salidas, asegurándose de que la gente se fijara en ellas antes de coger el autobús de vuelta a la ciudad. Una vez allí, fueron a devolver al bebé a Emma, su madre, tras lo que regresaron a la residencia de mayores. Lumbreras y Rastrillo las ayudaron a quitarse los abrigos, y Anna-Greta estaba tan excitada que hasta se le olvidó poner el tocadiscos. Había preparado té y unas galletitas en su cuarto.

Todos entraron en la habitación, y cada uno se sirvió una taza y fue a sentarse en el sofá, después de que Lumbreras pusiera a un lado la labor de punto de Märtha, que esta había dejado en el sofá cuando fue a servirse el té.

—Entonces ¿qué? —preguntó Anna-Greta.

Tras limpiarse los cristales de las gafas los examinó frente a la luz. Se había comprado unas más modernas que le sentaban muy bien y que, además, no se le resbalaban por la nariz. Las antiguas, de los años cincuenta, las había donado a un mercadillo de objetos de segunda mano.

Después de unos sorbitos de té, Märtha y Stina empezaron a contar a sus amigos lo ocurrido. Cuando llegaron al episodio del desencaje del cochecito, Anna-Greta frunció con deleite el rostro y ahogó una risa totalmente novedosa en ella que hizo que los demás intercambiaran miradas de inquietud. Pero cuando Märtha mencionó lo del olvido de la muñeca lanzó su usual relincho y todos se sintieron enormemente aliviados. Anna-Greta estaba simplemente tan cansada que necesitaba un poco más de tiempo para emitir sus sonidos caballunos.

—Lo del estudio comparativo no parece muy fiable —concluyó una vez que hubo recuperado más o menos la compostura.

—Antiguamente había tiendas con personal cualificado al que una podía consultar —declaró Märtha—. Ahora todo hay que comprarlo por internet y cualquier persona puede dar su opinión sin tener ni idea. ¿Qué tipo de comparativa era esa? ¿Para discernir cuál de los dos carritos se descuajaringaba menos?

—Pero la sociedad está cambiando. Internet no es una moda pasajera —proclamó Rastrillo.

—Que cambie la sociedad no significa que vaya a mejor —afirmó Märtha—. No siempre es así.

—Tú y tus teorías —rezongó el anciano.

Tras un breve silencio todos cogieron sus tazas. Stina, después de formar un poco más de ruido, dejó finalmente a un lado la suya.

—¿Sabéis una cosa? Creo que hemos vuelto a pasar algo por alto —señaló.

Todos prestaron atención. Cuando Stina recurría a ese particular tono de voz era porque solía tener algo importante que decir.

—¿Qué se nos ha pasado por alto? —indagó Lumbreras.

—¿A qué viene todo este secretismo con los cuadros? Märtha, ¿cuando te interrogó la policía no dijiste que solo pretendíamos secuestrarlos para devolverlos una vez que hubiéramos cobrado el rescate?

—Así es —respondió Märtha.

—Pues no teníamos ninguna necesidad de complicarnos la vida en ese caso. Podríamos haberles llevado los cuadros debajo del brazo, evitándonos lo de la muñeca y todo lo demás. Devolver algo no es punible. Lo de tu pista falsa en el aeropuerto también era innecesaria —explicó Stina, escapándosele a continuación un ligero bufido que se transformó en una serie de estornudos. Se había puesto en medio de la corriente y una vez más estaba a punto de coger un catarro—. Hicimos todo eso en vano —concluyó, sacando su pañuelo y sonándose la nariz.

Märtha se quedó con la mirada clavada en la mesa, roja como un tomate, Lumbreras se enlazó las manos sobre el vientre y Rastrillo murmuró algo para sí. Fue Anna-Greta quien rompió el silencio.

—Pero ¡recórcholis!, cuando te haces mayor a veces te equivocas. ¡No es tan grave!

—Para nuestros futuros delitos debemos recurrir a personas jóvenes y fuertes capaces de pensar con claridad —dijo Stina—. Como, por ejemplo, Anders y Emma. Cuando uno no puede hacer todo por su cuenta hay que solicitar ayuda. Y nosotros no somos precisamente cada vez más jóvenes.

—¡Bah! Ellos no podrán aguantarnos el ritmo —replicó Anna-Greta—. Además, ¿acaso no lo hemos pasado bien? Eso es lo principal. Nada ni nadie han salido perjudicados... excepto ese pésimo cochecito de bebé, claro está.

Al mencionar el carrito no pudo aguantar más y prorrumpió en la carcajada más jovial y sonora que nunca antes hubiera emitido. En ese instante a Märtha le entraron ganas de darle un enorme abrazo, porque de camino al aeropuerto ella misma se había dado cuenta de su equivocación. No tenía necesidad alguna de ocultar los cuadros, pero en ese momento no se atrevió a decir nada y confió en que nadie se apercibiera de ello. Ahora se consolaba con la idea de que la visita al aeropuerto había sido positiva en lo concerniente a sus indagaciones. Había tenido ocasión de echar un vistazo tanto al mostrador de facturación como al control de seguridad. Esos conocimientos sin duda alguna le resultarían útiles más adelante.